Se ha observado
cómo el hombre refleja en sí, a veces también físicamente, lo que contempla. No
se está por mucho tiempo expuesto al sol sin que se note en la cara.
Permaneciendo prolongadamente y con fe, no necesariamente con fervor sensible,
ante el Santísimo asimilamos los pensamientos y los sentimientos de Cristo, por
vía no discursiva, sino intuitiva
La fe es
necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea no sólo «real»,
sino también «personal», esto es, de persona a persona. Una cosa es «estar ahí»
y otra «estar presente». Sin la fe Cristo está en la Eucaristía, pero no está
para mí. La presencia supone uno que está presente y uno para quien está
presente; supone comunicación recíproca, el intercambio entre dos sujetos
libres, que se percatan el uno del otro. Es mucho más, por lo tanto, que el
simple estar en un determinado lugar. Ya en el tiempo en que Jesús estaba
presente físicamente en la tierra, se necesitaba la fe; si no –como repite
muchas veces él mismo en el Evangelio— su presencia no servía de nada, más que
de condena: «¡Ay de ti Corozaín, ay de ti Cafarnaúm!».
El Señor se
sirvió de una mujer no creyente para hacerme entender qué debería experimentar
uno que se tomara la Eucaristía en serio. Le había dado a leer un libro sobre
este tema, al verla interesada sobre el problema religioso, aunque era atea.
Tras una semana, me lo devolvió diciéndome: «Usted no me puso entre las manos
un libro, sino una bomba... ¿Pero se da cuenta de la enormidad del tema? Según
lo que está aquí escrito, bastaría abrir los ojos para descubrir que existe
todo un mundo diferente en torno a nosotros; que la sangre de un hombre muerto
hace dos mil años nos salva a todos. ¿Sabe que al leerlo me temblaban las
piernas y a cada rato debía dejar de leerlo y levantarme? Si esto es cierto,
cambia todo».
Junto al gozo de
ver que la semilla no había sido echada en vano, al oírla experimentaba una
gran sensación de humillación y vergüenza. Yo había recibido la comunión pocos
minutos antes, pero no me temblaban las piernas. No estaba del todo equivocado
aquel ateo que dijo un día a un amigo creyente: «Si yo pudiera creer que en
aquella hostia está verdaderamente el Hijo de Dios, como decís vosotros, creo
que caería de rodillas y no me levantaría nunca más».
Según la
doctrina católica del Purgatorio, todo se puede seguir purificando tras la
muerte –la esperanza, la caridad, la humildad...--, excepto la fe. Esta puede
purificarse sólo en esta vida, antes que de la fe se pase a la visión, por esto
la prueba tan frecuentemente se concentra sobre ella en esta tierra.
También hoy es
ésta la razón que tiene más gente lejos de creer en la redención acontecida:
«¡Todo sigue como antes!».
Es en el corazón
donde el Espíritu Santo hace oír al creyente que Jesús está vivo y real, en un
modo que no se puede traducir en razonamientos, pero que ningún razonamiento es
capaz de vencer
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