Por sor María Gloria Riva
En algunas miniaturas medievales
que adornaban los libros de oración se relacionaba el tálamo conyugal con la
zarza ardiente de Moisés. La conciencia de la sacralidad del matrimonio era tal
que, a menudo, junto a la cama donde yacían los esposos estaba representado el
calzado que ambos habían dejado, como Moisés se había quitado las sandalias
para no pisar la tierra sagrada.
También algunos milagros
eucarísticos se remontan de manera extraordinaria a la historia de Moisés y del
pueblo de Israel, que precisamente en el momento del pasaje del Mar Rojo
celebró, en cierto sentido, sus esponsales con Dios.
1. El milagro en la capilla de
los Penitentes grises
Uno de estos milagros sucedió en
Aviñón, la ciudad francesa a orillas del Ródano. Para entender el milagro, que
tuvo lugar en 1433, hay que remontarse algunos siglos atrás. En los primeros
decenios del siglo XIII se iba difundiendo en Francia la herejía de los
Albigenses, que nació en la ciudad de Albi –de la que toma el nombre– y que contestaba
los sacramentos y, en especial, los del matrimonio y la eucaristía.
El Rey de Francia, Luis XIII,
padre de San Luis IX (conocido también como San Ludovico, cuya fiesta se
celebra el 25 de agosto), para combatir la herejía quiso construir en Aviñón un
templo en honor de la Santa Cruz e instituir la fiesta de la Exaltación de la
Cruz. El 14 de septiembre de 1226 se celebró por primera vez dicha fiesta. Un
cortejo, con el soberano a la cabeza vestido con un hábito raído y gris y con
una candela en la mano, desfiló detrás del Santísimo recorriendo toda la ciudad
hasta la Capilla de la Santa Cruz, donde tuvo lugar una oración ininterrumpida
de adoración, de día y de noche. Nacieron así los Penitentes grises, guardianes
laicos del Santísimo Sacramento que adoptaron la regla franciscana por el celo
con el que esta Orden (junto a la Orden de Predicadores o Dominicos) se opuso a
la herejía. Esta Confraternidad, que perduró en su servicio de adoración
también durante los años de la Revolución Francesa, es una de las pocas que
subsisten actualmente.
El río Ródano, en cuyo margen
surge la Capilla de los Penitentes grises, se desborda cada cien años según
cuenta una antigua tradición. En el otoño de 1433, la noche entre el 29 y el 30
de noviembre, a causa de las lluvias torrenciales el río se desbordó sumergiendo
a la ciudad de Aviñón. Los Penitentes grises, preocupados por la suerte del
Santísimo, tomaron una barca para llegar a la Capilla de la Santa Cruz. Cuando
llegaron se dieron cuenta de que el agua la estaba sumergiendo. Forzaron las
puertas para entrar, dispuestos a ser arrastrados en su interior por la fuerza
del agua, pero la barca, en cambio, se precipitó con un golpe dentro del
templo, sobre suelo seco. Las aguas, compactas como muros a la derecha y a la
izquierda de la nave central, dejaban totalmente libre un pasaje hasta el altar
de la Exposición. A los lados, cerca de los asientos de la capilla, los hábitos
de la Confraternidad, colgados, estaban totalmente empapados. Pero en cambio no
lo estaban las cosas que se encontraban delante del altar, a saber: libros,
pergaminos, indumentos, manteles y relicarios.
Los doce Penitentes llamaron
rápidamente a algunos doctos frailes franciscanos que inmediatamente iniciaron
una investigación para que se reconociera oficialmente el Milagro. El Santísimo,
trasladado a una Iglesia franciscana que se había salvado de la inundación, fue
honrado con oraciones y cantos precedidos por la lectura del Éxodo, versículos
14 al 21, en el que se narra el pasaje del Mar Rojo.
Aún hoy, en el día del
aniversario de este suceso sobrenatural, los Penitentes, con los pies desnudos,
de rodillas y con una cuerda atada al cuello en señal de reparación, recorren
la nave central de la capilla milagrosamente preservada de las aguas.
Es curioso que los penitentes
fueran precisamente doce, como las tribus de Israel y los apóstoles, número que
simbólicamente indica la totalidad de la humanidad llamada a esa alianza
esponsal que se renueva cada Pascua. Estos doce son el signo de quienes gracias
a la Fe en la Presencia de Dios consiguen pasar incólumes por las devastaciones
del pecado, que ciertas filosofías y ciertas costumbres favorecen con fuerza.
2. El milagro sucedido a santa
Germana Cousin
Un segundo milagro, parecido al
de Aviñón, le sucedió a Santa Germana Cousin. Seguimos estando en Francia, en
Pibrac cerca de Toulousse, en 1589. Aquí vivía Germana, una chiquilla con una
malformación en un brazo, huérfana de madre desde muy pequeña, que no fue
aceptada por su madrastra que la obligaba a vivir en un sótano. Solitaria y a veces
objeto de burla por su fe, se ocupaba del rebaño. Germana encontraba consuelo
en los sacramentos. Cada día atravesaba el torrente Courbet para llegar a la
iglesia y recibir la Eucaristía, para lo cual dejaba el rebaño sin custodiar.
Pero una vez sucedió que a causa de las lluvias el caudal del torrente había
aumentado tanto que impedía que fuera atravesado. Sin embargo, el deseo de
recibir al Santísimo fue más fuerte: Germana se santiguó y se arriesgó a cruzar
el vado. Las aguas milagrosamente se abrieron y ella cruzó sobre terreno seco
tanto a la ida como a la vuelta.
En este milagro, Eucaristía y
Pascua se revelan estrechamente vinculados. Santa Germana supo vencer la
desazón de una vida dura (también a causa del segundo matrimonio de su padre)
mediante la fe en la Eucaristía. La travesía milagrosa del torrente crecido se
convierte en el símbolo de la atención que Dios tiene hacia quien se pone
totalmente en Sus manos. Es sorprendente la certeza que tenía Santa Germana, a
pesar de su juventud –había nacido en 1579-, de que la Eucaristía valía
cualquier sacrificio y cualquier marginación, mientras hoy, en la mayor parte
de los casos, la Eucaristía está considerada un derecho que hay que recibir sin
condiciones.
Reflexionar sobre estos milagros
puede ayudarnos. Nos puede conducir de nuevo a ese Misterio al que, tal vez,
nos hemos acostumbrado y que corremos el riesgo de no apreciar en su
maravillosa profundidad.
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