Por san Pedro Julián Eymar:
"Fecisti nos ad Te, Deus" (¡Oh Dios mío, para ti has hecho
nuestro corazón!)
¿Por qué está Jesucristo en la
Eucaristía? Muchas son las respuestas que pudieran darse a esta pregunta; pero
la que las resume todas es la siguiente: porque nos ama y desea que le amemos.
El amor, este es el motivo determinante de la institución de la Eucaristía.
Sin la Eucaristía el amor de
Jesucristo no sería más que un amor de muerto, un amor pasado, que bien pronto
olvidaríamos, olvido que por lo demás sería en nosotros casi excusable.
El amor tiene sus leyes y sus
exigencias. La sagrada Eucaristía las satisface todas plenamente. Jesucristo
tiene perfecto derecho de ser amado, por cuanto en este misterio nos revela su
amor infinito.
Ahora bien, el amor natural, tal
como Dios lo ha puesto en el fondo de nuestro corazón, pide tres cosas: la
presencia o sociedad de vida, comunidad de bienes y unión consumada.
El dolor de la amistad, su
tormento, es la ausencia. El alejamiento debilita los vínculos de la amistad, y
por muy arraigada que esté, llega a extinguirla si se prolonga demasiado.
Si nuestro señor Jesucristo
estuviese ausente o alejado de nosotros, pronto experimentaría nuestro amor los
efectos disolventes de la ausencia.
Está en la naturaleza del hombre,
y es propio del amor el necesitar para vivir la presencia del objeto amado.
Mirad el espectáculo que ofrecen
los pobres apóstoles durante aquellos tres días que permaneció Jesús en el
sepulcro.
Los discípulos de Emaús lo
confiesan, casi han perdido la fe: claro, ¡cómo no estaba con ellos su buen
maestro!
¡Ah! Si Jesús no nos hubiera
dejado otra cosa por ofrenda de su amor que Belén y el calvario, ¡pobre
Salvador, cuán presto le hubiéramos olvidado! ¡Qué indiferencia reinaría en el
mundo!
El amor quiere ver, oír,
conversar y tocar.
Nada hay que pueda reemplazar a
la persona amada; no valen recuerdos, obsequios ni retratos... nada: todo eso
no tiene vida.
¡Bien lo sabía Jesucristo! Nada
hubiera podido reemplazar a su divina persona: nos hace falta Él mismo.
¿No hubiera bastado su palabra?
No, ya no vibra; no llegan a nosotros los acentos tan conmovedores de la voz
del Salvador.
¿Y su evangelio? Es un
testamento.
¿Y los santos sacramentos no nos
dan la vida? Sí, mas necesitamos al mismo autor de la vida para nutrirla.
¿Y la cruz? ¡La cruz... sin Jesús
contrista el alma!Pero ¿la esperanza...? Sin Jesús es una agonía prolongada. Los protestantes tienen todo eso y, sin embargo, ¡qué frío es el protestantismo!, ¡qué helado está!
¿Cómo hubiera podido Jesús, que nos ama tanto, abandonarnos a nuestra triste suerte de tener que luchar y combatir toda la vida sin su presencia?
¡Oh, seríamos en extremo desventurados si Jesús no se hallara entre nosotros! ¡Míseros desterrados, solos y sin auxilio, privados de los bienes de este mundo y de los consuelos de los mundanos, que gozan hasta saciarse de todos los placeres..., una vida así sería insoportable!
¡En cambio, con la Eucaristía,
con Jesús vivo entre nosotros y, con frecuencia, bajo el mismo techo, siempre a
nuestro lado, tanto de noche como de día, accesible a todos, esperándonos
dentro de su casa siempre con la puerta abierta, admitiendo y aun llamando con
predilección a los humildes! ¡Ah, con la Eucaristía, la vida es llevadera!
Jesús es cual padre cariñoso que vive en medio de sus hijos. De esta suerte,
formamos sociedad de vida con Jesús.
¡Cómo nos engrandece y eleva esta
sociedad! ¡Qué facilidad en sus relaciones, en el recurso al cielo y al mismo
Jesucristo en persona!
Esta es verdaderamente la dulce
compañía de la amistad sencilla, amable, familiar e íntima. ¡Así tenía que ser!
El amor requiere comunidad de bienes,
la posesión común; propende a compartir mutuamente así las desgracias como la
dicha. Es de esencia del amor y como su instinto el dar, y darlo todo con
alegría y regocijo.
¡Con qué prodigalidad nos
comunica Jesús sus merecimientos, sus gracias y hasta su misma gloria en el
santísimo Sacramento! ¡Tiene ansia por dar! ¿Ha rehusado dar alguna vez? ¡Jesús
se da a sí mismo y se da a todos y siempre! Ha llenado el mundo de hostias
consagradas.
Quiere que lo posean todos sus
hijos. De los cinco panes multiplicados en el desierto sobraron doce canastos.
Ahora la multiplicación es más prodigiosa, porque es preciso que participen
todos de este pan.Jesús sacramentado quisiera envolver toda la tierra en una nube sacramental; quisiera que las aguas vivas de esta nube fecundasen todos los pueblos, yendo a perderse en el océano de la eternidad después de haber apagado la sed de los elegidos y haberlos confortado.
Cuán verdadera y enteramente
nuestro es, por tanto, Jesús sacramentado.
La tendencia del amor, su fin, es
unir entre sí a los que se aman, es fundir a dos en uno, de modo que sean un
solo corazón, un solo espíritu, una sola alma.
Oíd a la madre expresar esta
idea, cuando abrazando al hijo de sus entrañas, le dice: “Me lo comería”.
Jesús se somete también a esta
ley del amor por Él establecida. Tras haber convivido con nosotros y compartido
nuestro estado, se nos da a sí mismo en Comunión y nos funde en su divino ser.
Unión divina de las almas, la
cual es cada vez más perfecta y más íntima, según la mayor o menor intensidad
de nuestros deseos: In me manet et ego in illo. Nosotros permanecemos en Él y
Él permanece en nosotros. Ahora somos una sola cosa con Jesús, y después esta
unión inefable, comenzada aquí en la tierra por la gracia, y perfeccionada por
la Eucaristía, se consumará en el cielo, trocándose en eternamente gloriosa.
El amor nos hace vivir con Jesús,
presente en el santísimo Sacramento; nos hace partícipes de todos los bienes de
Jesús; nos une con Jesús.Todas las exigencias de nuestro corazón quedan satisfechas; ya no puede tener otra cosa que desear.
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