Descripción: La propuesta del
Cardenal Kasper en favor de que los divorciados en nuevas uniones reciban la
comunión, es posible analizarla desde muchos ángulos.
Aquí vamos a tratar hoy un
aspecto importante de la misma: si se trata de una propuesta pastoral o más
bien doctrinal. Para ello, examinaremos la coherencia interna que tiene o que
no tiene la propuesta. Por supuesto, la coherencia interna de una argumentación
no es suficiente para que sea verdadera, pero si esa argumentación resulta
contradictoria en sí misma, es seguro que es errónea.
Empecemos por el principio
fundamental. Y no seré yo quien lo elija, sino que es el escogido por el propio
Cardenal Kasper, el cual ha afirmado que su propuesta no es contraria a la indisolubilidad
del matrimonio sacramental enseñada y defendida por la Iglesia:
“¿Qué puede hacer la Iglesia en
esa situación? No puede proponer una solución diversa o contraria a las
palabras de Jesús. La indisolubilidad de un matrimonio sacramental y la imposibilidad
de un nuevo matrimonio durante la vida del cónyuge forma parte de la tradición
de fe vinculante de la Iglesia que no puede abandonarse ni disolverse haciendo
referencia a una comprensión superficial de la misericordia a bajo precio”
(Discurso del Cardenal Kasper ante el consistorio del 20 de febrero de 2014).
Muy bien. Nada que objetar. El
matrimonio sacramental, como reconoce el Cardenal Kasper, es indisoluble. Se
trata de una verdad de fe y la Iglesia no puede modificarla. Como dice el
Código de Derecho Canónico, entre bautizados “el matrimonio rato y consumado no
puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la
muerte” (CIC 1141).
Ahora bien, esa indisolubilidad
tiene que tener consecuencias. De otro modo, se mantiene la palabra indisoluble
pero vacía de sentido. Vamos a examinar esas consecuencias en el contexto de la
propuesta del Cardenal Kasper. Si un católico válidamente casado contrae un
matrimonio civil, tenemos dos opciones: O bien se da algún tipo de validez a la
segunda unión o consideramos que esta no tiene validez. O hay un nuevo
matrimonio, o no lo hay.Tertium non datur.
La primera posibilidad consiste,
pues, en considerar que la segunda unión tiene validez matrimonial (ya sea
sacramental o incluso meramente natural). Si creemos en la indisolubilidad del
matrimonio sacramental y se da algún tipo de validez a la segunda unión, eso
supone, ni más ni menos que estamos aceptando la bigamia, porque habría dos
matrimonios simultáneos y esa persona estaría casada válidamente a la vez con
dos personas. Además, en este caso, la indisolubilidad que ha defendido el
propio Cardenal nos obligaría a defender, que, si el divorciado en una nueva
unión luego dejara a su nueva pareja y volviera con su esposa original, ya fuera
de forma definitiva o temporal, estaría completamente en su derecho, ya que ese
matrimonio seguiría siendo válido.
No creo que haga falta explicar
por qué esta opción es una locura. Ni siquiera las sociedades postcristianas
aceptan la poligamia, al menos por ahora. Es evidente que, lejos de constituir
un avance, esta posibilidad supondría retroceder a los tiempos del Antiguo
Testamento y a la vieja “dureza de corazón”, que Cristo superó con la nueva Ley
evangélica.
La otra opción es que la segunda
unión no tenga validez como matrimonio. En ese caso, la nueva unión es,
simplemente, una convivencia de hecho. Parece que este es el escenario al que
se inclina el Card. Kasper (“la imposibilidad de un nuevo matrimonio durante la
vida del cónyuge forma parte de la tradición de fe vinculante de la Iglesia”).
En ese caso, se mantiene la indisolubilidad del matrimonio y ya no existe la
objeción de la bigamia, lo cual es un alivio.
Existe, sin embargo, otra
objeción grave. Esas dos personas están conviviendo como si fueran esposos,
incluyendo las relaciones sexuales, pero sin estar casados. Y ya sabemos cómo
se llama ese tipo de convivencia según la tradición católica:
“La fornicación es la unión
carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente
contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente
ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los
hijos” (Catecismo de la Iglesia Católica 2353).
Como recuerda el Catecismo, la
fornicación es un pecado grave. La Iglesia, ciertamente, no puede dispensar de
las normas básicas de castidad, así que el que comete este pecado y no se
arrepiente del mismo no puede recibir la absolución ni comulgar. De nuevo, la
necesidad de arrepentimiento y propósito de la enmienda para recibir la
absolución y comulgar es algo de lo que la Iglesia no puede dispensar porque no
tiene poder para ello. Igual que cualquier otra pareja que conviva sexualmente
sin estar casados, el divorciado que convive con su nueva pareja, según la
moral católica, está en pecado grave. No es posible entender en qué sentido
existe aquí una nueva situación, porque personas que conviven sin estar casadas
han existido siempre.
Por supuesto, a esto hay que
añadir la gravedad del adulterio, ya que, además de un pecado grave contra la
castidad, se está cometiendo un pecado grave contra la justicia, al estar en
situación de contradicción objetiva con el vínculo matrimonial, que permanece
en vigor:
“[…] El hecho de contraer una
nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la
ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio
público y permanente […]” (Catecismo de la Iglesia Católica 2384)
“El adulterio es una injusticia.
El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es
el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra
la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete
el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable
de los padres” (Catecismo de la Iglesia Católica 2353).
De todas formas, incluso si no
tuviésemos en cuenta ese aspecto, aunque nos “olvidásemos” del adulterio por
algún tipo de razones “pastorales”, la situación de esa pareja sería de pecado
grave, como la de cualquier pareja que tiene relaciones sexuales sin estar
casada y tiene la intención de seguir teniéndolas. Por lo tanto, seguirían sin
poder recibir la absolución ni la comunión.
Si defendiésemos que esa pareja,
que no está casada según el propio cardenal, puede moralmente tener relaciones
sexuales, habría que decir, por las mismas razones, que también puede tener
relaciones sexuales cualquier pareja de hecho o de novios, porque su situación
a este respecto es la misma (o incluso menos grave, porque al menos no están
cometiendo adulterio).
¿Qué es exactamente, entonces, lo
que propone el Cardenal Kasper? ¿Qué la fornicación deje de ser considerada
pecado? ¿O que deje de serlo la bigamia? ¿O que la Iglesia conceda la
absolución de sus pecados a los que no se arrepienten y deciden enmendar sus
pecados graves? ¿O que se pueda comulgar sin necesidad de confesarse de los
pecados graves? Al menos una de estas cosas es necesaria para que funcione su
propuesta, pero todas son disparates doctrinales.
No basta decir que no se cambia
la doctrina y que se trata sólo de una propuesta pastoral, cuando la práctica
pastoral que se propone implica necesariamente cambiar cuestiones fundamentales
de doctrina. En esa argumentación, la palabra “pastoral” es una “palabra
talismán”, según la terminología de López Quintás, que pretende solucionar
mágicamente los problemas y evitar que se considere realmente la cuestión. Así
pues, hay que concluir que la propuesta que ha hecho el Cardenal Kasper no es
en absoluto un mero tema pastoral, sino una cuestión dogmática de enorme
importancia.
Esto no es algo nuevo. Ya lo
señaló el Cardenal Ratzinger en 1994, como Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe:
“Por consiguiente, frente a las
nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la
obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al
respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede
reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio.
Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una
situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no puedenacceder
a la Comunión eucarística mientras persista esa situación” (Carta del 14 de
septiembre de 1994 de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos
de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte
de los fieles divorciados que se han vuelto a casar).
Es difícil decirlo más
claramente. La propuesta del Cardenal Kasper no es nada nuevo y la Iglesia se
ha pronunciado ya en varias ocasiones para decir que es contraria a la doctrina
católica.
En fin, recapitulemos. La
propuesta del Cardenal Kasper de admitir a la comunión a los divorciados y, a
la vez, mantener la indisolubilidad del matrimonio sacramental implica o bien
dos matrimonios simultáneamente válidos (y por lo tanto, la bigamia) o la
convivencia de hecho con la segunda pareja (y por lo tanto, la fornicación y el
adulterio). En cualquiera de los dos casos, esa pareja está en situación
objetiva de pecado grave y, por lo tanto, no puede comulgar ni recibir la
absolución si no hay arrepentimiento y decisión firme de acabar con esa
situación.
Para poner en práctica la
propuesta del Cardenal Kasper, es necesario o bien eliminar la condición de
pecado grave de la bigamia o la fornicación, o bien eliminar la necesidad de
confesar los pecados graves antes de comulgar, o bien eliminar la necesidad del
arrepentimiento y el propósito de la enmienda para poder recibir la absolución.
Las tres posibilidades son contrarias a las respectivas doctrinas constantes e
irreformables de la Iglesia, lo cual desmiente la afirmación de que se trate de
una mera propuesta pastoral.
Es totalmente ilegítimo utilizar
la palabra “pastoral” para tranquilizar a los católicos y para ocultar la
verdadera sustancia dogmática de la cuestión. En cuanto se analiza lógicamente
la cuestión, resulta evidente que se trata de una propuesta que ha sido siempre
rechazada por la Iglesia por oponerse frontalmente a la doctrina de la Iglesia
y a la Ley de Dios, como enseña la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Bruno Moreno
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