El evangelio del segundo domingo de cuaresma nos presenta la transfiguración del Señor en el monte Tabor ante Pedro, Santiago y Juan. La experiencia de aquellos apóstoles se actualiza para nosotros frente al Señor sacramentado. Ciertamente también a nosotros hoy se nos muestra tal cual es. El Hijo del Padre se revela completo en el sacramento de su amor, y la acción de su gracia santificante –como entonces- nos hace turbarnos como aquellos apóstoles y caer también rendidos ante la belleza.
Así como entonces también hoy se da ese encuentro misterioso de Dios con sus ángeles, santos y profetas en donde el dialogo intimo y amoroso se refleja en derrame de virtudes para nosotros que jugamos en este encuentro el papel de los apóstoles. ¿Cómo no querer quedarse en este sosiego que nos da el espíritu? ¿En esta paz que nos da el Señor con su presencia real en el punto máximo de la expresión de su amor?
Contemplar la eucaristía, es contemplar un misterio grande. Contemplar la eucaristía es admirarse ante la belleza sencilla de Dios. Es toparse cara a cara; de corazón, con el misterio de la transfiguración de Jesús.
Ver a Dios cara a cara ¡cuánta admiración! Y hasta da algo de miedo al ver la propia finitud ante tan grande regalo que Dios nos hace. Dios, nos permite ingresar a los misterios de Su corazón, nos permite escudriñar sus pensamientos, ver en el libro de su Plan de amor. ¿Qué Dios hace eso que no sea el nuestro? Nada hay más grande y misterioso que la trinidad ¿y que se deje palpar así de perceptible?
Y es que es precisamente eso lo que se expresa en el misterio de la eucaristía. La locura de Dios que por su amor se hace carne en el inmaculado vientre de una virgen y da Su vida; humana y divina, asido a una cruz para morir por una creatura contingente. El que es Amor, se hace mendigo del amor humano para nuestra salvación. Figura que esta tan bien expresada en la contemplación eucarística.
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