Præsta meæ menti de te vivere, et te illi semper dulce sapere
Vivir de Cristo
«La carne de Cristo, en virtud de su unión con el Verbo, es vivificante» . San Lucas escribe: «Toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6, 19). También el Pan eucarístico es no sólo pan vivo, sino vivificante, que da la vida divina en Cristo. Al recibirlo, cada uno puede decir con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20).
Præsta meæ menti de te vivere... Esta estrofa nos invita a que todo en nosotros se alimente de vivir siempre de Cristo, a asumir una conducta completamente fiel a su amor, a gustar perseverantemente de sus dulzuras: que nuestro gozo y nuestro "gusto" estén en Cristo, que vayamos a Él «como el hierro atraído por la fuerza del imán» .
Este deseo sincero, esta petición, ayuda poderosamente a anhelar y a cuidar la unidad de vida; con otras palabras: no tener más que un Señor en el alma (cfr. Mt 6, 24); no buscar más que una cosa (cfr. Lc 10, 42), y someterse totalmente a un solo Amor, que es Él; no querer sino lo que quiere Dios, y acoger lo demás porque Dios lo quiere y en el modo y medida que Él lo dispone; estar tan identificado con Cristo, que el cumplimiento de su Voluntad se revele en la criatura como característica esencial de la propia personalidad. Significa poseer «los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2, 5); y, para lograrlo, pidámoselo a Él, como San Josemaría: «Que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma» .
Los cristianos no hemos de olvidar que, con el Señor, omnia sancta, todo es santo; sin Él, mundana omnia, todo es mundano. No nos dejemos engañar por la falta de amor, que se oculta tras una apariencia de naturalidad, para no arrostrar con decisión —por amor— las consecuencias de la fidelidad a Cristo. Nuestra relación con Dios sólo puede construirse sobre el único modelo que es Cristo; y debemos ver con claridad que la relación de Jesús con su Padre brilla por su total unidad: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30).
Unidad de vida
La Santa Misa, por sí misma y más aún cuando se lucha para que sea el centro de la propia vida interior, posee un poder verdaderamente unificante de la existencia humana. Jesús sacramentado, en la renovación incruenta de su sacrificio en el Calvario, toma por completo los trabajos y las intenciones de la persona que se une a su oblación; y los recapitula en la adoración que Él rinde al Padre, en el agradecimiento que le manifiesta, en la expiación que le ofrece, y en la petición que le dirige.
Así como Cristo, en su caminar terreno, recapituló la historia humana desde Adán; y, en su sacrificio, recapituló su propia vida; así también en el Sacrificio de la Misa se unifica todo lo que Dios otorga a la humanidad y se sintetiza cuanto la humanidad puede elevar al Padre en Cristo, bajo el impulso del Paráclito. En una palabra, «la Sagrada Eucaristía (...) resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres» .
El Santo Sacrificio compendia lo que ha de ser nuestra conducta: adoración amorosa, acción de gracias, expiación, petición; es decir, dedicación a Dios y, por Él, a los demás. En la Misa debe confluir cuanto nos pese y nos agobie, cuanto nos colme de alegría y nos ilusione, cada detalle del quehacer cotidiano; hemos de ir con las preocupaciones nuestras y las de los demás, las del mundo entero.
En las pasadas fiestas de Navidad, comentaba a un grupo de hermanos vuestros que no fueran a Belén sólo con sus intenciones y necesidades, que llevasen al Niño los sufrimientos y las urgencias de todas las personas de la Obra, de la Iglesia, del mundo entero. Y lo mismo os aconsejo ahora a todas y a todos: id a la Misa, presentando al Señor las urgencias materiales y espirituales de todos, como Cristo subió al Madero cargado con los pecados de los hombres de todos los tiempos. Intentemos subir con Él y como Él a la Cruz, donde intercedió —y ahora intercede desde los altares y desde los sagrarios de esta tierra— ante su Padre, para obtener a cada criatura, con sobreabundancia divina, las gracias que necesita, sin excluir ninguna.
Recordáis que, en 1966, San Josemaría tuvo una fuerte experiencia, que relató así: «Después de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: "operatio Dei", trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina.
»A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz» .
Interpretó ese episodio como si Dios hubiese querido premiar su esfuerzo de años por centrar su existencia entera en el Santo Sacrificio; y, a la vez, confirmarle en la validez sobrenatural de ese camino para alcanzar la unidad de vida tan característica del espíritu de la Obra. Peleemos, jornada tras jornada, para que —hagamos lo que hagamos— nuestra mente se dirija a Jesucristo, para adherirnos a sus designios y también para adentrarnos en su dulce saber.
Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine
Purificarse más y más
La antigua creencia de que el pelicano alimenta a sus crías con su sangre, haciéndola brotar de su pecho herido con el pico, ha sido tradicionalmente un símbolo eucarístico, que trataba de ejemplificar de algún modo la inseparabilidad de los aspectos sacrificial y convivial de la Eucaristía. Efectivamente, en la Santa Misa «se efectúa la obra de nuestra redención» , y se nos da a comer el cuerpo de Cristo y se nos da a beber su sangre.
En este Sacramento, queda patente que la sangre de Cristo redime y a la vez alimenta y deleita. Es sangre que lava todos los pecados (cfr. Mt 26, 28) y vuelve pura el alma (cfr. Ap 7, 14). Sangre que engendra mujeres y hombres de cuerpo casto y de corazón limpio (cfr. Zac 9, 17). Sangre que embriaga, que emborracha con el Espíritu Santo y que desata las lenguas para cantar y narrar las «magnalia Dei» (Hch 2, 11), las maravillas de Dios.
La Eucaristía, por ser el mismo sacrificio del Calvario, contiene en sí la virtud de lavar todo pecado y conceder toda gracia: de la Misa, como del Calvario, nacen los demás sacramentos, que luego nos dirigen al Holocausto de Jesucristo como a su fin. Pero el sacramento ordinario —repetidlo en el apostolado—, dispuesto por Dios para la remisión de los pecados mortales, no es la Misa, sino el de la Penitencia; el de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia, mediante la absolución que sigue a la confesión plenamente sincera y contrita —ante el sacerdote— de todos los pecados mortales aún no perdonados directamente en este sacramento .
Comulgar dignamente
Más aún, la Eucaristía, precisamente porque es manifestación y comunicación de amor, exige, en quienes quieren recibir el cuerpo y la sangre del Señor, una clara disposición de unión a Jesús por la gracia. «¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida?
»—Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle» .
La calidad y la delicadeza de esa preparación depende, como ya os recordaba antes, de la finura y profundidad interior de la persona, particularmente de su fe y de su amor a Jesús sacramentado. «Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos...
»—Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma» .
Naturalmente, no hay que esperar a ser perfectos —estaríamos siempre esperando— para recibir sacramentalmente al Señor, ni hay que dejar de asistir a Misa porque falte sentimiento o porque a veces vengan distracciones. «Comulga. —No es falta de respeto. —Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo.
»—¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?» .
Menos aún hay que dejar de recibir la Santa Comunión, porque la frecuencia en la recepción de este Sacramento parezca que no produce en nosotros el efecto que cabría esperar de la generosidad divina. «¡Cuántos años comulgando a diario! —Otro sería santo —me has dicho—, y yo ¡siempre igual!
»—Hijo —te he respondido—, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado?» .
Más bien el cristiano debe razonar con el pensamiento de que esa frecuencia, ya antigua en la Iglesia, es signo de un enamoramiento auténtico, que las propias miserias no pueden apagar. «Alma de apóstol: esa intimidad de Jesús contigo, ¡tan cerca de Él, tantos años!, ¿no te dice nada?» .
Cuando asomen esos falaces argumentos, u otros semejantes, es el momento de asumir, más que nunca, con agradecimiento y confianza en Jesús, la actitud del centurión, que repetimos en la Santa Misa: «Domine, non sum dignus!». No cabe olvidar que, ante la majestad y la perfección de Cristo, Dios y Hombre, nosotros somos pordioseros que nada poseen, que estamos manchados con la lepra de la soberbia, que no siempre vemos la mano de Dios en lo que nos sucede y que, en otras ocasiones, nos quedamos paralizados ante su Voluntad. Pero todo esto no justifica la actitud de retraernos; nos ha de conducir, en cambio, a repetir muchas veces, siguiendo el ejemplo de nuestro Padre: «yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción...»
Cuius una stilla salvum facere totum mundum quit ab omni scelere
Dar a conocer la eficacia de la Eucaristía
Con estas palabras, se nos menciona de nuevo esa característica, tan propia de la Eucaristía: su "sobreabundancia", el "exceso" de amor divino que se nos ha concedido y se nos continúa ofreciendo constantemente. La estrofa del himno eucarístico se refiere a la dimensión expiatoria de este Sacramento: bastaba una gota de la sangre del Hombre-Dios para borrar todos los pecados de la humanidad. Pero quiso derramar toda. «Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza y al instante brotó sangre y agua» (Jn 19, 34). La sangre, entre los pueblos antiguos, y en cierto modo también hoy, supone signo de vida. Cristo decidió no ahorrarse nada de su sangre, también como manifestación de su voluntad precisa de comunicarnos toda su Vida.
Contemplar la entrega total de Jesús por nosotros, considerar una vez más que «no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor» , nos alienta a ser conscientes de que nosotros no podemos contentarnos con conducirnos personalmente como almas de Eucaristía: hemos de impulsar a que también tomen esa determinación los demás.
No basta con que cada uno, cada una, de nosotros busque y trate al Señor en la Eucaristía; debemos conseguir "contagiar" —en nuestra labor apostólica— a cuantos más mejor, para que también miren y frecuenten esa amistad inigualable. «Amad muchísimo a Jesús sacramentado, y procurad que muchas almas le amen: sólo si metéis esta preocupación en vuestras almas, sabréis enseñarla a los demás, porque daréis lo que viváis, lo que tengáis, lo que seáis» .
Ante la triste ignorancia que hay, incluso entre muchos católicos, pensemos, hijas e hijos míos, en la importancia de explicar a las personas qué es la Santa Misa y cuánto vale, con qué disposiciones se puede y se debe recibir al Señor en la comunión, qué necesidad nos apremia de ir a visitarle en los sagrarios, cómo se manifiestan el valor y el sentido de la «urbanidad de la piedad» .
Ahí se nos abre un campo inagotable y fecundísimo para el apostolado personal, que traerá como fruto, por bendición del Señor, muchísimas vocaciones. Así nos lo repitió nuestro queridísimo Padre desde el principio, también con su comportamiento diario. «Para cumplir esta Voluntad de nuestro Rey Cristo» (nuestro Padre se refiere con estas palabras a la extensión de la Obra por el orbe), «es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía, ¡viriles!, almas de oración. Porque sólo así vibraréis con la vibración que el espíritu de la Obra exige» .
Amar la mortificación y la penitencia
Para convertirnos realmente en almas de Eucaristía y almas de oración, no cabe prescindir de la unión habitual con la Cruz, también mediante la mortificación buscada o aceptada. Don Álvaro nos ha dejado escrito que, en una ocasión, nuestro Padre preguntaba a un grupo de hijos suyos: «¿Qué haremos para ser apóstoles, como el Señor quiere, en el Opus Dei?». Y respondió inmediatamente, con energía y con firmísimo convencimiento: «¡llevar a Cristo crucificado en nosotros! (...). El Señor escucha las peticiones de las almas mortificadas y penitentes» . Don Álvaro sacaba enseguida la conclusión, que aplicaba a sí mismo y a todos: «Considerad que, para ser fieles al gran compromiso de corredimir, hemos de identificarnos personalmente con Nuestro Señor Jesucristo, mediante la crucifixión de nuestras pasiones y concupiscencias en el alma y en el cuerpo (cfr. Gal 5, 24). Ésta es la divina "paradoja" que ha de renovarse en cada uno: "Para Vivir hay que morir" (Camino, n. 187)» .
Precisamente en el sacramento del Sacrificio del Hijo de Dios, obtenemos la gracia y la fuerza para identificarnos con Cristo en la Cruz. No lo dudemos: el origen y la raíz de nuestra vida de mortificación se encuentran en la devoción eucarística. Sólo estaremos en condiciones de afirmar que somos auténticas almas de Eucaristía, si vivimos de verdad —cum gaudio et pace— clavados con Cristo en la Cruz; si sabemos «sujetarnos y humillarnos, por el Amor», si «nuestros pensamientos, nuestros afectos, nuestros sentidos y potencias, nuestras palabras y nuestras obras», todo, está "bien atado", por el amor a la Virgen, a la Cruz de su Hijo» . Un alma de Eucaristía necesariamente es, siempre y a la vez, un alma sacerdotal; y de modo concreto, si la criatura se consume en deseos de reparar y de sacrificar. Entonces guarda un alma «esencialmente, ¡totalmente!, eucarística» .
Cuando nos tomamos en serio que la Misa es «nuestra Misa, Jesús», porque la celebra Jesús con cada uno de nosotros, porque cada uno hace de sí una oblación a Dios Padre unida a la de Cristo, entonces dura las veinticuatro horas de la jornada. «Amad mucho al Señor. Tened afán de reparación, de una mayor contrición. Es necesario desagraviarle, primero por nosotros mismos, como el sacerdote hace antes de subir al altar. Y nosotros, que tenemos alma sacerdotal, convertimos nuestra jornada en una misa, muy unidos a Cristo sacerdote, para presentar al Padre una oblación santa, que repare por nuestras culpas personales y por las de todos los hombres (...). Tratadme bien al Señor, en la Misa y durante todo el día» .
Iesu, quem velatum nunc aspicio, / oro, fiat illud quod tam sitio, / ut te revelata cernens facie, / visu sim beatus tuæ gloriæ
Hambres de ver el rostro de Cristo
Concluye el Adoro te devote con esta estrofa, que cabría resumir así: Señor, ¡que te quiero ver! Muy lógica conclusión, pues la Eucaristía, «prenda de la gloria venidera» , nos concede un anticipo de la vida definitiva. «La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del Cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino» .
Este tesoro central de la Iglesia anticipa la eternidad, porque nos convierte en comensales de la "Cena del Cordero", donde los bienaventurados se sacian de la visión de Dios y de su Cristo (cfr. Ap 19, 6-10). Nosotros conseguimos ya, por la gracia de Dios, acceso a la misma realidad, pero no de modo pleno: sólo imperfectamente (cfr. 1 Cor 13, 10-12). Con el don del Sacramento se nos aumenta y se consolida la vida nueva conferida con el Bautismo, que está llamada a su perfección en la gloria.
La recepción de Jesús en la Sagrada Comunión nos obtiene serenidad ante la muerte y ante la incertidumbre del juicio, porque Él ha asegurado: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día» (Jn 6, 54). «Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo» . La fe y la esperanza eucarísticas alejan de nosotros muchos temores.
La Sagrada Eucaristía es «la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado (cfr. Ap 21, 4)» .
Este Sacramento se coloca como en el umbral entre esta vida y la otra, no sólo cuando se administra a los moribundos en forma de viático; sino más propiamente porque contiene a Christus passus, ya glorioso, de modo que participa en el orden sacramental de la condición de esta vida, mientras sustancialmente pertenece ya a la otra. También por eso, la piedad eucarística nos irá haciendo más y más Opus Dei, empujándonos a conducirnos como contemplativos en el mundo, pues caminamos amando en la tierra y en el Cielo: «no "entre" el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos "in hoc sæculo"» .
Prenda de la vida eterna
El plan salvífico de Dios se incoa en esta etapa terrena, que es "penúltima", y se consuma en la que debe venir, que es eterna . Así, la fe entraña cierta incoación del conocimiento cara a cara, una incoación de la visión gloriosa y beatífica. En la Eucaristía, la tensión a la gloria se apoya sobre todo en el amor que nace del trato. El alma eucarística anhela adorar abiertamente a Quien ya adora oculto en el Pan, porque el repetido trato con un amor escondido genera un deseo irrefrenable de poseerlo abiertamente. «Trata a la Humanidad Santísima de Jesús... Y Él pondrá en tu alma un hambre insaciable, un deseo "disparatado" de contemplar su Faz» .
Ésta ha sido siempre la impaciencia de los santos, la que guardaba San Josemaría en su corazón. «Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. "Vultum tuum, Domine, requiram" (Sal 26, 8), buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no "como en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara" (1 Cor 13, 12). Sí, hijos, "mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios?" (Sal 41, 3)» .
La devoción eucarística irá comunicando y aumentando en nosotros esa ansia, hasta convertir el estar con Cristo en lo único que nos importe, sin que esto nos aparte de este mundo; al contrario, lo amaremos más apasionadamente, con nuestro corazón unido estrechamente al Corazón de Jesucristo. La intimidad, el trato con el Señor en la Eucaristía, nos irá imprimiendo con vigor el convencimiento de que la felicidad no se halla en estos o aquellos bienes de la tierra, que envejecerán y desaparecerán; sino en permanecer para siempre con Él, porque la felicidad es Él, que ya ahora poseemos como «tesoro infinito, margarita preciosísima» en este Sacramento . «Cuando daba la Sagrada Comunión, aquel sacerdote sentía ganas de gritar: ¡ahí te entrego la Felicidad!» .
La Santísima Virgen, mujer eucarística
Con esta advocación —«mujer eucarística»—, Juan Pablo II ha propuesto a la Iglesia el ejemplo de María como "escuela" y "guía" para aprender a pasmarnos —que significa acoger, adorar, agradecer...— ante el misterio de la Eucaristía . A la luz de la fe, lo entendemos muy bien, como sucedió a nuestro Padre, que nos hacía considerar que en la Santa Misa, «de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor en el Calvario y en la Santa Misa» .
María, al pie de la Cruz, unió su propio sacrificio interior —«ved si hay dolor como mi dolor» (Lm 1, 12)— al de su Hijo, cooperando a la Redención en el Calvario. Ella misma, «presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas» , coopera con el Hijo en difundir en el mundo —¡Medianera de toda gracia!— la infinita fuerza santificadora del Santo Sacrificio que sólo Jesús cumple.
Hijas e hijos míos, si de algún modo nos hemos confrontado con Dimas, el buen ladrón, y con el Apóstol Tomás, ¿cómo no mirar a María para conocer y querer más a Jesús sacramentado, para aprender de Él e imitarle, para «tratarle bien»? En esta personalísima labor, que de modo incesante nos renovará interiormente y nos llenará de deseos de santidad y apostolado, ayudémonos con la contemplación de los misterios del Rosario, desde la Anunciación, cuando vemos cómo la Virgen acoge incondicionalmente en su seno purísimo al Verbo encarnado, hasta su glorificación, cuando Dios la recibe en cuerpo y alma en la gloria, y la corona como Reina, Madre y Señora nuestra.
«A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María» . Pidamos a nuestra Madre que nos tome siempre de la mano, y especialmente en este Año de la Eucaristía para que constantemente digamos al Señor sacramentado, con las palabras y las obras: «¡te adoro, te amo!» Adoro te devote! Y cuando lo hagamos, escuchemos a nuestro queridísimo Padre, que nos insiste: «invocad a María y a José, porque de alguna manera estarán presentes en el Sagrario, como lo estuvieron en Belén y en Nazaret (...). ¡No os olvidéis!» .
S.E. Mons. Javier Echevarría
Prelado del Opus Dei
Roma, 6 de octubre de 2004
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