Tibi se cor meum totum subiicit, quia, te contemplans, totum deficit
Pasmarse ante el misterio de amor
Ante la entrega de Jesucristo en la Eucaristía, cuántas veces repetía nuestro Padre: «se quedó para ti»; «se humilló hasta esos extremos por amor a ti» . Al contemplar tanto amor, el corazón creyente queda como fulminado, lleno de admiración, y desea corresponder a su vez dándose del todo al Señor. «Yo me pasmo ante este misterio de Amor» . Cultivemos este sentimiento, esta disposición de la inteligencia y de la voluntad, para no acostumbrarnos y para mantener siempre el ánimo sencillo del niño que se maravilla ante los regalos que su padre le prepara. Expresemos también con hondo agradecimiento: «Gracias, Jesús, gracias por haberte rebajado tanto, hasta saciar todas las necesidades de nuestro pobre corazón» . Y, como consecuencia lógica, rompamos a cantar, alabando a nuestro Padre Dios, que ha querido alimentar a sus hijos con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo; perseverando en esa alabanza porque siempre resultará corta .
Jesús se ha quedado en la Eucaristía para remediar nuestra flaqueza, nuestras dudas, nuestros miedos, nuestras angustias; para curar nuestra soledad, nuestras perplejidades, nuestros desánimos; para acompañarnos en el camino; para sostenernos en la lucha. Sobre todo, para enseñarnos a amar, para atraernos a su Amor. «Cuando contempléis la Sagrada Hostia expuesta en la custodia sobre el altar, mirad qué amor, qué ternura la de Cristo. Yo me lo explico, por el amor que os tengo; si pudiera estar lejos trabajando, y a la vez junto a cada uno de vosotros, ¡con qué gusto lo haría!»
»Cristo, en cambio, ¡sí puede! Y Él, que nos ama con un amor infinitamente superior al que puedan albergar todos los corazones de la tierra, se ha quedado para que podamos unirnos siempre a su Humanidad Santísima, y para ayudarnos, para consolarnos, para fortalecernos, para que seamos fieles» .
«No son mis pensamientos como vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos —oráculo de Yahveh—. Pues cuanto superan los cielos a la tierra, así superan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros» (Is 55, 8-9). La lógica eucarística sobrepasa toda lógica humana, no sólo debido a que la presencia de Cristo bajo las especies sacramentales es un misterio que nunca podremos comprender plenamente con nuestra inteligencia; sino también porque la donación de Cristo en la Eucaristía desborda completamente la pequeñez del corazón humano, la de todos los corazones humanos juntos. A la capacidad de nuestra mente, tanta generosidad le puede parecer inexplicable, porque se halla muy distante de los egoísmos grandes o pequeños que tantas veces nos acechan.
«El más grande loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse como Él se entrega, y a quienes se entrega?
»Porque locura hubiera sido quedarse hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo Pan.
»—¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?... ¿Yo mismo?» .
Es necesario agrandar el corazón para acercarse a Jesús sacramentado. Ciertamente, se precisa la fe; pero se requiere además, para ser alma de Eucaristía, "saber querer", "saber darse a los demás", imitando —dentro de nuestra poquedad— la entrega de Cristo a todos y a cada uno. Con su experiencia personal, San Josemaría ha podido confiarnos: «La frecuencia con que visitamos al Señor está en función de dos factores: fe y corazón; ver la verdad y amarla» .
En la "escuela" de San Josemaría
Nuestro Padre saboreó con hondura, desde muy joven, el amor de Cristo al quedarse en este Sacramento, porque tenía una fe muy grande —«que se podía cortar»— y porque sabía amar: se podía poner «como ejemplo de hombre que sabe querer». Por eso, la «locura de amor» del Señor al donarse a nosotros en este Sacramento «le robó el corazón», y entendió el colmo de anonadamiento y humillación a que llegó el Señor por cariño tierno y recio a cada uno de nosotros. Por eso también, supo corresponder a ese amor sin ceder a la generalidad del anonimato: se consideró directamente interpelado por Cristo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía, y estuvo en condiciones de escribir, refiriéndose al Santo Sacrificio: «"Nuestra" Misa, Jesús...» .
Emprendamos cotidianamente ese itinerario de nuestro queridísimo Fundador: pidamos al Señor muchas veces con los Apóstoles, como repetía San Josemaría: adauge nobis fidem!; y, por tanto, aprendamos en "la escuela de Mariano" a darnos constantemente a los demás, comenzando por servir a quienes se encuentran a nuestro alrededor, con una atención vibrante de amor sacrificado. Así sabremos también nosotros entrar en el misterio del Amor eucarístico y unirnos íntimamente al sacrificio de Cristo. A la vez, el amor que alberguemos al Señor sacramentado nos conducirá a darnos a los otros, precisamente sin que se note, sin hacerlo pesar: como Él, pasando ocultos. «Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía» .
Hemos de imitar en nuestra conducta personal el oblatus est quia ipse voluit (Is 53, 7, Vg) de Jesús: esa decidida determinación interior de donarse y entregarse a la persona amada, de cumplir lo que espera y pide. Necesitamos un corazón limpio, lleno de afectos rectos, vacío de los desórdenes que introduce el yo desorbitado. «Las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y prolongarse con testimonio de conducta cristiana (...). Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios» .
Ser de verdad almas de Eucaristía no se reduce a la fiel observancia de unas ceremonias, que resultan desde luego indispensables; se extiende a la entrega completa del corazón y de la vida, por amor a Quien nos consignó y nos sigue consignando la suya con absoluta generosidad. Aprendamos de la Virgen la humildad y la disponibilidad sin condiciones para amar, acoger y servir a Jesucristo. Meditemos frecuentemente, como nos proponía nuestro queridísimo Padre, que Ella «fue concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo». Y afrontemos la pregunta con que concluía esa invitación: «si la acción de gracias ha de ser proporcional a la diferencia entre don y méritos, ¿no deberíamos convertir todo nuestro día en una Eucaristía continua?» .
Visus, tactus, gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur
¡Qué patente se alza el fracaso de los sentidos ante el Santísimo Sacramento! La experiencia sensible, camino natural para que nuestra inteligencia conozca lo que son las cosas, aquí no basta. Sólo el oído salva al hombre del naufragio sensible ante la Eucaristía. Sólo oyendo la Palabra de Dios que revela lo que la mente no percibe a través de la sensibilidad, y acogiéndola con la fe, se llega a saber que la sustancia —aunque lo parezca— no es pan sino el cuerpo de Cristo, no es vino sino la sangre del Redentor.
También la inteligencia zozobra, porque no alcanza ni alcanzará jamás a comprender la posibilidad de que permaneciendo lo sensible —las "especies"— del pan y del vino, la realidad sustancial constituya el Cuerpo y la Sangre de Cristo. «Lo que no comprendes y no ves, lo afirma una fe viva, más allá del orden propio de las cosas» .
Por esta virtud teologal se consigue, ante el Misterio eucarístico, la certeza que a la sola razón humana se presenta como imposible. «Señor, yo creo firmemente. ¡Gracias por habernos concedido la fe! Creo en Ti, en esa maravilla de amor que es tu Presencia Real bajo las especies eucarísticas, después de la consagración, en el altar y en los Sagrarios donde estás reservado. Creo más que si te escuchara con mis oídos, más que si te viera con mis ojos, más que si te tocara con mis manos» .
«Es toda nuestra fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo los accidentes del pan y del vino» . Fe en el poder del Creador; fe en Jesús, que afirma: «Esto es mi cuerpo», y añade: «Éste es el cáliz de mi sangre»; fe en la acción inefable del Espíritu Santo, que intervino en la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen e interviene en la admirable conversión eucarística, en la transubstanciación.
Fe en la Iglesia, que nos enseña: «Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan (Mt 26, 26 ss; Mc 14, 22 ss; Lc 22, 19 ss; 1 Cor 11, 24 ss); de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión, y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transubstanciación por la Santa Iglesia Católica» .
En continuidad con este Concilio y con la entera Tradición, el Magisterio posterior ha insistido en que «toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el cuerpo y la sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros» .
Os aconsejo que, especialmente a lo largo de este Año de la Eucaristía, releáis y meditéis algunos de los más importantes documentos que el Magisterio de la Iglesia ha dedicado al Santísimo Sacramento . Acojamos con agradecimiento íntimo estos venerados textos, reforzando nuestra obœdientia fidei a la Palabra de Dios que en esas enseñanzas se nos transmite con autoridad dada por Jesucristo .
S.E. Mons. Javier Echevarría
Prelado del Opus Dei
Roma, 6 de octubre de 2004
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