Por el padre José Antonio Pérez, SSP
Estamos viviendo tiempos paradójicos: por una parte un ritmo frenético nos obliga a correr continuamente, y con frecuencia nos impide “vivir” plenamente lo que vivimos; por otra, sin embargo, muchos sienten la necesidad de espacios necesarios no solo para el equilibrio personal, sino también para que la misma actividad logre ser positiva y eficaz. Este dilema, presente en todas partes, lo sienten quizás con más intensidad las personas comprometidas en el testimonio evangélico y en la acción apostólica de la Iglesia. Muchos llevan una vida rica de iniciativas en favor de los demás, con una entrega incondicional, pero con el riesgo de vaciarse y, por tanto, de acabar en un ineficaz compromiso misionero y de evangelización, que en realidad no comunica; en un darse por entero a sí mismos, pero sin dar a Jesús.
Para evangelizar se requiere la fuerza del Espíritu Santo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, y seréis mis testigos hasta el confín de la tierra” (cf. Hch. 1,8). Es necesario, pues, dejar espacio al Espíritu, que habla en el silencio, “precioso para favorecer el necesario discernimiento entre los numerosos estímulos y respuestas que recibimos, para reconocer e identificar asimismo las preguntas verdaderamente importantes” (Benedicto XVI, mensaje para la 46 Jornada de las comunicaciones sociales).
La adoración, encuentro con Cristo.
Un momento privilegiado para este “silencio” es el de la adoración eucarística, precisamente porque es un momento de encuentro. “En la vida actual, a menudo ruidosa y dispersiva, es más importante que nunca recuperar la capacidad de silencio interior y de recogimiento: la adoración eucarística permite hacerlo no sólo en torno al Yo, sino también en compañía del Tú lleno de amor que es Jesucristo…” (Benedicto XVI, Angelus 10.06.2007).
La Eucaristía es el mayor tesoro de la Iglesia porque es el sacramento del sacrificio de Cristo, del que hacemos memoria, y es también su presencia viva entre nosotros. No solo simboliza y comunica la gracia, como hacen los demás sacramentos, sino que contiene al Autor de la gracia. De por sí la Misa es el acto de adoración más grande de la Iglesia, pero la adoración fuera de la Misa prolonga e intensifica lo que ha tenido lugar en la celebración y hace posible una verdadera y profunda acogida de Cristo.
Así describía este momento el beato Santiago Alberione: “Es un encuentro del alma y de todo nuestro ser con Jesús. Es la criatura que se encuentra con el Creador. Es el discípulo junto al Maestro divino. Es el enfermo con el Médico de las almas. Es el pobre que recurre al Rico. Es el sediento que bebe en la Fuente. Es el débil que se presenta al Omnipotente. Es el tentado que busca Refugio seguro. Es el ciego que busca la Luz. Es el amigo que se dirige al Amigo verdadero. Es la oveja descarriada buscada por el Pastor divino. Es el corazón desorientado que encuentra el Camino. Es el ignorante que encuentra la Sabiduría. Es la esposa que encuentra al Esposo de su alma. Es la nada que encuentra el Todo. Es el afligido que encuentra al Consolador. Es el joven que encuentra orientación para su vida” (UPS II p. 104).
La adoración, momento de escucha.
La adoración es para el apóstol “como una audiencia, una clase, donde el discípulo o el ministro se entretiene con el divino Maestro”, afirmaba el beato Santiago Alberione. Es ese tiempo en el que el evangelizador se acerca a la fuente del Espíritu, el tiempo para interiorizar la Palabra de Dios, para renovarse en presencia del Señor, para ver de nuevo, con su luz, a todas las personas y situaciones.
“Aprender a comunicar –leemos en el mensaje para la 46 Jornada de las comunicaciones sociales– quiere decir aprender a escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente importante para los agentes de la evangelización”. “En el silencio –dice el Papa– escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos... Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial”.
Para el fundador de la Familia Paulina, la adoración verdadera “es el alma que impregna todas las horas, las ocupaciones, los pensamientos, las relaciones, etc. Es la linfa o corriente vital que influye en todo, que comunica el espíritu incluso en las cosas más comunes. Forma una espiritualidad que se vive y comunica. Forma el espíritu de oración que, si se le cultiva, transforma todos los trabajos en oración...”. Y continuaba afirmando que si con la adoración “se adquiriera una base sobrenatural que lo ilumina todo, una generosidad espiritual de entrega y acción, un sentimiento profundo de que Dios está en nosotros; si, tras haber estado con Jesucristo, lo sintiéramos vivo y actuando en nuestro ser...”; entonces llegaríamos pronto a la “transformación en Cristo”. “La vida se convierte en oración y la oración da la vida” (cf UPS II, p. 110-111).
La adoración, fuente de evangelización.
El apóstol Pablo pone en estrecha relación la eucaristía y el anuncio: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Cor 11,26). “Para evangelizar el mundo hacen falta apóstoles expertos en la celebración, en la adoración y contemplación de la eucaristía”, escribía Juan Pablo II en su mensaje para la Jornada misionera mundial de 2004. En efecto, la adoración debe preceder a nuestra actividad y a nuestros programas, de modo que seamos realmente libres y se nos den los criterios para la acción, como recomienda Benedicto XVI.
“La Iglesia existe para evangelizar” (EN 14). Jesús es el centro, y transmitir su Evangelio y su Amor es el objetivo. Para el beato Santiago Alberione, la identidad del apóstol tiene su origen en la adoración; de hecho, “es la práctica que más orienta e influye en toda la vida y en todo el apostolado... Es el gran medio para vivir enteramente de Jesucristo... Es el secreto para nuestra transformación en Cristo: es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20). Es sentir las relaciones de Jesús con el Padre y con la humanidad. Es garantía de perseverancia” (UPS II, p 105).
Movido por esta fe, el beato Santiago Alberione aprendió y practicó una sabia dinámica: la experiencia consciente de la realidad que le rodeaba, considerada e iluminada a la luz de Jesús-eucaristía, se transformaba para él en desafío que lo obligaba a dar respuestas a los problemas que su gran corazón apostólico descubría. Un mensaje siempre actual, y urgente quizás hoy más que nunca.
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