Un milagro eucarístico
ocurrió el 31 de Enero de 1906, en el pueblo de Tumaco, perteneciente a la
República de Colombia, situado en una pequeñísima isla a la parte occidental de
aquella República, bañada por el Océano Pacífico. Hallábase allí de cura misionero,
en dicho tiempo, el Reverendo Padre Fray Gerardo Larrondo de San José, teniendo
como auxiliar en la cura de las almas al Padre Fray Julián Moreno de San
Nicolás de Tolentino, ambos recoletos.
Eran casi las diez de
la mañana, cuando comenzó a sentirse un espantoso temblor de tierra, siendo
éste de tanta duración que, según cree el padre Larrondo, no debió bajar de
diez minutos, y tan intenso, que dio con todas las imágenes de la iglesia en
tierra. De más está decir el pánico que se apoderó de aquel pueblo, el cual
todo en tropel se agolpó en la iglesia y alrededores, llorando y suplicando a
los padres organizasen inmediatamente una procesión y fueran conducidas en
ellas las imágenes, que en un momento fueron colocadas por la gente en sus
respectivas andas.
Les parecía a los
padres más prudente animar y consolar a sus feligreses, asegurándoles que no
había motivo para tan horrible espanto como el que se había apoderado de todos,
y en esto se ocupaban los dos fervorosos ministros del Señor cerca de la
iglesia, cuando advirtieron que, como efecto de aquella continua conmoción de
la tierra, iba el mar alejándose de la playa y dejando en seco quizá hasta
kilómetro y medio de terreno de lo que antes cubrían las aguas, las cuales iban
a la vez acumulándose mar adentro, formando como una montaña que, al descender
de nivel, había de convertirse en formidable ola, quedando probablemente
sepultado bajo ella o siendo tal vez barrido por completo el pueblo de Tumaco,
cuyo suelo se halla precisamente a más bajo nivel que el del mar.
Aterrado entonces el
padre Larrondo, se lanzó precipitadamente hacia la iglesia, y, llegándose al
altar, sumió a toda prisa las Formas del sagrado copón, reservándose solamente
la Hostia grande, y acto seguido, vuelto hacia el pueblo, llevando el copón en
una mano y en otra a Jesucristo Sacramentado, exclamó: “Vamos, hijos míos,
vamos todos hacia la playa y que Dios se apiade de nosotros.”
Como electrizados a la
presencia de Jesús, y ante la imponente actitud de su ministro, marcharon todos
llorando y clamando a Su Divina Majestad, tuviera misericordia de ellos. El
cuadro debió ser ciertamente de lo más tierno y conmovedor que puede pensarse,
por ser Tumaco una población de muchos miles de habitantes, todos los cuales se
hallaban allí, con todo el terror de una muerte trágica grabado ya de antemano
en sus facciones. Acompañaban también al divino Salvador las imágenes de la
iglesia traídas a hombros, sin que los padres lo hubieran dispuesto, sólo por
irresistible impulso de la fe y la confianza de aquel pueblo fervorosarnente
cristiano.
Poco tiempo había
pasado, cuando ya el padre Larrondo se hallaba en la playa, y aquella montaña
formada por las aguas comenzaba a moverse hacia el continente, y las aguas
avanzaban como impetuoso aluvión, sin que poder alguno de la tierra fuera capaz
de contrarrestar aquella arrolladora ola, que en un instante amenazaba destruir
el pueblo de Tumaco.
No se intimidó, sin
embargo, el fervoroso recoleto; antes bien, descendió intrépido a la arena y,
colocándose dentro de la jurisdicción ordinaria de las aguas, en el instante
mismo en que la ola estaba ya llegando y crecía hasta el último límite el
terror y la ansiedad de la muchedumbre, levantó con mano firme y con el corazón
lleno de fe la Sagrada hostia a la vista de todos, y trazó con ella en el
espacio la señal de la Cruz. ¡Momento solemne! ¡Espectáculo horriblemente
sublime! La ola avanza un paso más y, sin tocar el sagrado copón que permanece
elevado, viene a estrellarse contra el ministro de Jesucristo, alcanzándole el
agua solamente hasta la cintura. Apenas se ha dado cuenta el padre Larrondo de
lo que acaba de sucederle, cuando oye primeramente al padre Julián, que se
hallaba a su lado, y luego a todo el pueblo en masa, que exclamaban como
enloquecidos por la emoción: ¡Milagro! ¡Milagro!
En efecto: como
impelida por invisible poder superior a todo poder de la naturaleza, aquella
ola se había contenido instantáneamente, y la enorme montaña de agua, que
amenazaba borrar de la faz de la tierra el pueblo de Tumaco, iniciaba su
movimiento de retroceso para desaparecer, mar adentro, volviendo a recobrar su
ordinario nivel y natural equilibrio.
Ya comprende el lector
cuánta debió ser la alegría y la santa algazara de aquel pueblo, a quien Jesús
Sacramentado acababa de librar de una inevitable y horrorosa hecatombe.
A las lágrimas de
terror sucediéronse las lágrimas del más íntimo alborozo; a los gritos de
angustia y desaliento siguieron los gritos de agradecimiento y de alabanza, y
por todas partes y de todos los pechos brotaban estentóreos vivas a Jesús
Sacramentado.
Mandó entonces el padre
Larrondo fuesen a traer de la iglesia la Custodia, y, colocando en ella la
Sagrada Hostia, organizóse, acto seguido, una solemnísima procesión, que fue
recorriendo calles y alrededores del pueblo, hasta ingresar Su Divina Majestad
con toda pompa y esplendor en su santo templo, de donde tan pobre y
precipitadamente había salido minutos antes.
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