La Eucaristía es el
regalo indirecto de la Virgen, porque en su seno virginal se formó la santísima
naturaleza asumida por el Verbo que se nos da, sacramentalmente, en la comunión.
De alguna manera ella
es la primera comulgante. No dudemos de que María, en sus muchos años de
presencia entre los apóstoles, participó con gozo de la Eucaristía que
celebraban en las primeras comunidades.
Lo que más nos interesa
de ella es la creciente identificación con su Hijo, ya desde su dulce espera
materna. La disposición que manifestó en la anunciación es el comienzo de su
perfecta fidelidad. Recibe la Palabra, es dócil al Espíritu, da todo su
consentimiento al Padre.
Todo lo que dijimos, en
cuanto exigencias, de la Eucaristía lo vemos realizado, cono total perfección,
en la Virgen. Comenzando con la pobreza. María es la pobre mujer que es elevada
por Dios complacido en su sencillez de niña. Se siente sierva; nos hace pensar
que es la Madre del Siervo fiel y sufriente. En ella Jesús encuentra el clima
para su crecimiento, para su preparación en vista de la próxima vida misionera.
Es importante imaginarla, no desde la fantasía, sino desde el misterio de
abnegación y silencio de la Eucaristía.
Jesús es niño en brazos
de María; Jesús es adolescente junto a la ternura firme y dulcísimo de María;
Jesús es joven bajo la mirada comprensiva y luminosa de María. Cuando sale a su
tarea evangelizadora María lo alienta; su presencia durante los tres difíciles
años de su actividad misionera sigue alentándolo hasta la cruz. María tiene
toda la sabiduría de la Palabra aceptada y Cristo toda la humildad y sencillez
de María mujer.
Hemos hablado del
silencio eucarístico y nos ha conmovido. Hay mucho de María en ese silencio,
por eso la podremos encontrar en él cuando intimemos con Jesús. El evangelio
nos la presenta observando lo que acontecía a su Hijo, con admiración, y
guardándolo todo en su corazón para la meditación y el servicio.
No se si existe un
ámbito más propio de María que la Eucaristía. A veces nos desvivimos por
encontrar señales extraordinarias de su presencia y no acudimos, precisamente,
donde está con todo su ser de Madre y de adoradora.
Siempre han estado
estrechamente relacionadas la piedad eucarística y la piedad mariana. NO se
entiende una sin la otra. María no se queda sin dar a sus hijos a Cristo. Su
presencia en la vida de los pueblos conduce, necesariamente, a la Iglesia y en
ella, a la eucaristía. Experimento un gozo muy grande al encontrarme con Maria
en la devoción de nuestra humilde gente, de los sacerdotes, de los religiosos…
Superando muchas dificultades, Jesús está allí, y será insistentemente
reclamando como eucaristía y como palabra.
Nuestro amor a la
Virgen nos llevará, como a nuestro pueblo mariano, a encontrarnos con Cristo
eucarístico y a convertirnos en El para los hermanos. Algunos creyentes de
confesiones cristianas no católicas están advirtiendo la fuerza de adhesión a
la Persona de Cristo que posee la devoción mariana. Más aún, la fidelidad a
Cristo y a la Iglesia pasa, necesariamente, por María. Ella lo sabe muy bien y
hace notar su maternidad en formas muy diversas e igualmente eficaces.
Un rosario bien rezado
es la mejor introducción para la profunda contemplación de Cristo en la Eucaristía.
María es la mujer
perfecta, revelada por Dios, para que comprendamos su misión providencial y la
mujer misma reconozca su vocación admirable a la santidad.
Es conveniente que
supliquemos a la Virgen que nos enseñe a recoger nuestra mente y corazón. La Eucaristía
es el misterio donde Ella aprendió todo lo que nos enseña, cuando la Eucaristía
era solamente suya, de su única intimidad maternal.
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