Desde el Papa Nicolás I, en el siglo IX, el Adviento consta de cuatro semanas,
cuyos domingos son "estacionales". Cada dominica tiene su Misa y
Oficio propios y hermosísimos, y señala un notable avance hacia el venturoso suceso
de Belén. La silueta del Redentor se va perfilando de semana en semana, y
adquiriendo nuevos matices y relieves, hasta que, al fin, se le ve aparecer en
carne mortal. Paralelamente se va proclamando cada vez más alto la virginal
Maternidad de María.
El más célebre de estos
domingos es el III, llamado "Gaudete" (alégrate) por la primera
palabra del Intróito, y porque traduce a maravilla el espíritu de la liturgia
en este día, que es de extraordinaria alegría.
En él suspende la
Iglesia todas las manifestaciones exteriores de luto, vistiendo a sus ministros
de color rosa y de dalmáticas, engalanando con flores los altares y tañendo el
órgano. En las etapas del Adviento, señala este domingo el punto culminante del
progresivo ascenso a Belén. Con ser el equivalente al domingo
"Laetare", IV de Cuaresma, no suscita en los fieles tanta alegría
como aquél; pero es porque tampoco se hace sentir tanto su ausencia, ya que la
tristeza de Adviento es muy moderada y obedece a muy distintas causas.
Como a medio camino del
Adviento, interpónense las IV Témporas (miércoles, viernes y sábado de la III
Semana), que son las que con sus ayunos y abstinencias imprimen a la temporada
un cierto tinte de austeridad y penitencia.
Eran éstas las Témporas
más importantes del año y las únicas en que, en la antigüedad, se celebraban
las Ordenaciones. El miércoles era muy célebre en la Edad Media por su
Evangelio "Missus est", que inmortalizó San Bernardo con sus cuatro
popularísimos sermones sobre las alabanzas de María. En él se proclamaban ante
el pueblo los candidatos para las Ordenaciones.
Pero la más amena y
alentadora de todas es la etapa última, que abarca del 17 al 25, y que, con su
repertorio de antífonas propias, a cada cual más vibrante, nos pone al Salvador
ocho días antes de nacer.
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