Exposición del Santísimo Sacramento y canto de adoración
Meditamos con San Luis María Grignion de Montfort:
María es a quien
ha dicho el Padre: "in Jacob inhabita", hija mía, mora en Jacob, es
decir, en mis predestinados, figurados por Jacob; María es a quien ha dicho el
Hijo: "in Israel haereditare", hereda en Israel, madre querida, es
decir, en los predestinados; María es a quien ha dicho el Espíritu Santo:
"in electis meis mitte radices", arraiga fiel esposa, en mis
elegidos. Quienquiera, pues, que sea elegido o predestinado, tiene a María por
moradora de su casa, es decir, de su alma y la deja echar raíces de humildad
profunda, de caridad ardiente y de todas las virtudes.
Molde viviente
de Dios, "forma Dei", llama San Agustín a María y, en efecto, lo es.
Quiero decir que en Ella sola se formó Dios hombre, al natural, sin que rasgo
alguno de divinidad le faltara; y en Ella sola también puede formarse el hombre
en Dios, al natural, en cuanto es capaz de ello la naturaleza humana, con la
gracia de Cristo.
De dos maneras
puede un escultor sacar al natural una estatua o retrato: primera, con fuerza y
saber y buenos instrumentos puede labrar la figura en materia dura e informe; y
segunda, puede vaciarla en un molde. Largo, difícil, expuesto a muchos
tropiezos es el primer modo; un golpe mal dado, de cincel o de martillo, basta,
a veces, para echarlo a perder todo. Pronto, fácil y suave es el segundo, casi
sin trabajo y sin gastos, con tal que el molde sea perfecto y que represente al
natural la figura; con tal que la materia de que nos servimos sea manejable y
de ningún modo resista a la mano.
El gran molde de
Dios, hecho por el Espíritu Santo, para formar al natural un Hombre-Dios, por
la unión hipostática, y para formar un hombre-Dios por la gracia, es María. Ni
un solo rasgo de divinidad falta en este molde; cualquiera que se meta en él y
se deje modelar, recibe allí todos los rasgos de Jesucristo, verdadero Dios; y
esto de manera suave y proporcionada a la debilidad humana, sin grandes
trabajos ni agonías; de manera segura y sin miedo de ilusiones, puesto que el
demonio no tuvo ni tendrá jamás entrada en María, Santa e Inmaculada, sin la
menor mancilla de culpa.
¡Oh alma
querida, cuánto va del alma formada en Jesucristo, por los medios ordinarios de
la que, como los escultores, se fía de su pericia, y se apoya en su industria,
al alma bien tratable, bien desligada, bien fundida, que sin estribar en sí, se
mete dentro de María y se deja manejar allí por la acción del Espíritu Santo!
¡Cuántas tachas, cuántos defectos, cuántas tinieblas, cuántas ilusiones, cuánto
de natural y humano hay en la primera! Y la segunda, ¡cuán pura es y divina y
semejante a Cristo!
No hay ni habrá
jamás criatura, sin exceptuar bienaventurados, ni querubines, ni serafines de
los más altos en el mismo cielo, en que Dios sea más grande que en la
Bienaventurada Virgen María. Ella es el paraíso de Dios y su mundo inefable,
donde el Hijo de Dios entró para hacer maravillas, para guardarle y tener en Él
sus complacencias. Un mundo hecho para el hombre peregrino, que es la tierra
que habitamos; otro mundo para el hombre bienaventurado, que es el paraíso; mas
para Sí mismo, ha hecho otro mundo y lo ha llamado María; mundo desconocido a
casi todos los mortales de la tierra, e incomprensible a los ángeles y
bienaventurados del cielo, que, admirados de ver a Dios tan elevado y lejano,
tan escondido en su mundo que es la Bienaventurada Virgen María, claman sin
cesar: "Santo, Santo, Santo".
Cantamos el Santo
Silencio
Seguimos con la meditación:
Feliz y mil
veces feliz es en la tierra el alma a quien el Espíritu Santo revela el Secreto
de María para que lo conozca, a quien abre este huerto cerrado, para que en él
entre, y esta fuente sellada para que de ella saque el agua viva de la gracia y
beba en larga vena de su corriente. Puesto que en todas partes está Dios, en
todas se le puede hallar: pero no hay sitio en que la criatura encontrarle
pueda tan cerca y tan al alcance de su debilidad como en María, pues para eso
bajó a Ella. En todas partes es el Pan de los fuertes y de los ángeles, pero en
María es el Pan de los niños.
Nadie, pues, se
imagine, como algunos falsos iluminados, que María, por ser criatura, es
impedimento para la unión con el Creador. No es ya María quien vive, es sólo
Jesucristo, es sólo Dios quien vive en Ella. La transformación de María en Dios
excede a la de San Pablo y otros santos más que el cielo se levanta sobre la
tierra. Sólo para Dios nació María, y tan lejos está de ¡retener! consigo a las
almas que, por el contrario, hace que remonten hasta Dios su vuelo, y tanto más
perfectamente las une con Él, cuanto con Ella están más unidas.
María es eco
admirable de Dios, que cuando se grita: María, no responde más que: Dios; y
cuando con Santa Isabel se la saluda bienaventurada, no hace más que
engrandecer a Dios. Si los falsos iluminados, de quienes tan miserablemente ha
abusado el demonio, hasta en la oración, hubieran sabido hallar a María y por
María a Jesús y por Jesús a Dios, no hubieran dado tan terribles caídas.
Una
vez que se ha encontrado a María, y por María a Jesús y por Jesús a Dios Padre,
se ha encontrado todo bien, como dicen las almas santas. Quien dice todo, nada exceptúa: toda gracia y
amistad cerca de Dios, toda seguridad contra los enemigos de Dios, toda verdad
contra la mentira, toda facilidad para vencer las dificultades en el camino de
la salvación, toda dulzura y gozo en las amarguras de la vida.
Y no es que esté
exento de sufrimientos y cruces el que ha encontrado a María mediante la
verdadera devoción: lejos de eso, más que a ningún otro le asaltan, porque
María, que es la madre de los vivientes, da a sus hijos los trozos del Árbol de
la Vida, que es la Cruz de Jesucristo; mas al repartirles buenas cruces, les da
gracias para llevarlas con paciencia y aun con alegría (de suerte que las
cruces que da Ella a los suyos son cruces de dulce, almibaradas más bien que
amargas); o si por algún tiempo gustas la amargura del cáliz, que
necesariamente han de beber los amigos de Dios, la consolación y gozo que esta
buena Madre hace suceder a la tristeza, les alienta infinito para llevar otras
cruces, aun más amargas y pesadas.
Silencio
Aclamaciones eucarísticas
Bendición con el Santísimo Sacramento
Canto final
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