Su Santidad Benedicto
XVI, papa emérito, ha redactado de nuevo las conclusiones de un artículo que
escribió en 1972 y que el cardenal Kasper había citado en apoyo a sus propias
tesis sobre la comunión de los divorciados vueltos a casar. De esa manera, desautoriza
al cardenal alemán que pretendía usar su figura para sostener una postura
contraria al magisterio de la Iglesia, que Joseph Ratzinger defendió como
cardenal y como Papa.
Transcribimos el nuevo
final del artículo de 1972, redactado de nuevo por Joseph Ratzinger en 2014
La Iglesia es la
Iglesia de la Nueva Alianza, pero vive en un mundo en el cual sigue existiendo
inmutada esa «dureza del [...] corazón» (Mt 19, 8) que empujó a Moisés a legislar.
Por lo tanto, ¿qué puede hacer concretamente, sobre todo en un tiempo en el que
la fe se diluye siempre más, hasta el interior de la Iglesia, y en el que las
«cosas de las que se preocupan los paganos», contra las cuales el Señor alerta
a los discípulos (cfr. Mt 6, 32), amenazan con convertirse cada vez más en la
norma?
Primero de todo, y
esencialmente, debe anunciar de manera convincente y comprensible el mensaje de
la fe, intentado abrir espacios donde pueda ser vivida verdaderamente. La
curación de la «dureza del corazón» sólo puede llegar de la fe y sólo donde
ella está viva es posible vivir lo que el Creador había destinado al hombre
antes del pecado. Por ello, lo principal y verdaderamente fundamental es que la
Iglesia haga que la fe sea viva y fuerte.
Al mismo tiempo, la
Iglesia debe seguir intentando sondear los confines y la amplitud de las
palabras de Jesús. Debe permanecer fiel al mandato del Señor y tampoco puede
ampliarlo demasiado. Me parece que las denominadas «cláusulas de la
fornicación» que Mateo añadió a las palabras del Señor transmitidas por Marcos
reflejan ya dicho esfuerzo. Se menciona un caso que las palabras de Jesús no
tocan.
Este esfuerzo ha
continuado en el arco de toda la historia. La Iglesia de Occidente, bajo la
guía del sucesor de Pedro, no ha podido seguir el camino de la Iglesia del
imperio bizantino, que se ha acercado cada vez más al derecho temporal,
debilitando así la especificidad de la vida en la fe. Sin embargo, a su manera
ha sacado a la luz los confines de la pertinencia de las palabras del Señor,
definiendo así de manera más concreta su alcance. Han surgido, sobre todo, dos
ámbitos que están abiertos a una solución particular por parte de la autoridad
eclesiástica.
1. En 1 Cor 7, 12-16,
San Pablo – como indicación personal que no proviene del Señor, pero a la que
sabe estar autorizado – dice a los Corintios, y a través de ellos a la Iglesia
de todos los tiempos, que en el caso de matrimonio entre un cristiano y un no
cristiano éste puede ser disuelto siempre que el no cristiano obstaculice al
cristiano en su fe. De ello la Iglesia ha derivado el denominado «privilegium
paulinum», que continúa siendo interpretado en su tradición jurídica (cfr. CIC,
can. 1143-1150).
De las palabras de San
Pablo la tradición de la Iglesia ha deducido que sólo el matrimonio entre dos
bautizados es un sacramento auténtico y, por consiguiente, absolutamente
indisoluble. Los matrimonios entre un no cristiano y un cristiano sí que son
matrimonios según el orden de la creación y, por tanto, definitivos de por sí.
Sin embargo, pueden ser disueltos en favor de la fe y de un matrimonio
sacramental.
Al final, la tradición
ha ampliado este «privilegio paulino», convirtiéndolo en «privilegium
petrinum». Esto significa que el sucesor de Pedro tiene el mandato de decidir,
en el ámbito de los matrimonios no sacramentales, cuándo está justificada la
separación. Sin embargo, este denominado «privilegio petrino» no ha sido
acogido en el nuevo Código, como era en cambio la intención inicial.
El motivo ha sido el
disenso entre dos grupos de expertos. El primero ha subrayado que el fin de
todo el derecho de la Iglesia, su metro interior, es la salvación de las almas.
De ello se deduce que la Iglesia puede y está autorizada a hacer lo que sirve
para conseguir este fin. El otro grupo, al contrario, defendía la idea de que
los mandatos del ministerio petrino no deben ampliarse demasiado y que es
necesario permanecer dentro de los límites reconocidos por la fe de la Iglesia.
Debido a la falta de
acuerdo entre estos dos grupos, el Papa Juan Pablo II decidió no acoger en el
Código esta parte de las costumbres jurídicas de la Iglesia y siguió
confiándola a la congregación para la doctrina de la fe que, junto con la
praxis concreta, debe examinar continuamente las bases y los límites del
mandato de la Iglesia en este ámbito.
2. En el tiempo se ha
desarrollado de manera cada vez más clara la conciencia de que un matrimonio
contraído aparentemente de manera válida, a causa de vicios jurídicos o
efectivos puede no haberse concretizado realmente y, por lo tanto, puede ser
nulo. En la medida en que la Iglesia ha desarrollado el propio derecho
matrimonial, ella ha elaborado también de manera detallada las condiciones para
la validez y los motivos de posible nulidad.
La nulidad del
matrimonio puede derivar de errores en la forma jurídica, pero también, y sobre
todo, de una insuficiente conciencia. Respecto a la realidad del matrimonio, la
Iglesia muy pronto reconoció que el matrimonio se constituye como tal mediante
el consentimiento de los dos cónyuges, que debe expresarse también públicamente
en una forma definida por el derecho (CIC, can. 1057 § 1). El contenido de esta
decisión común es el don recíproco a través de un vínculo irrevocable (CIC,
can. 1057 § 2; can. 1096 § 1). El derecho canónico presupone que las personas
adultas sepan ella solas, partiendo de su naturaleza, qué es el matrimonio y,
por consiguiente, que sepan también que es definitivo; lo contrario debería ser
demostrado expresamente (CIC, can. 1096 § 1 e § 2).
Sobre este punto, en
los últimos decenios han nacido nuevos interrogantes. ¿Se puede presumir hoy
que las personas sepan «por naturaleza» sobre lo definitivo y la
indisolubilidad del matrimonio, asintiendo con su sí? ¿O acaso no se ha
verificado en la sociedad actual, al menos en los países occidentales, un
cambio en la conciencia que hace presumir más bien lo contrario? ¿Se puede dar
por descontada la voluntad del sí definitivo o no se debe más bien esperar lo
contrario, es decir, que ya desde antes se está predispuesto al divorcio? Allí
donde el aspecto definitivo sea excluido conscientemente no se llevaría a cabo
realmente el matrimonio en el sentido de la voluntad del Creador y de la
interpretación de Cristo. De esto se percibe la importancia que tiene hoy una
correcta preparación al sacramento.
La Iglesia no conoce el
divorcio. Sin embargo, después de lo apenas indicado, ella no puede excluir la
posibilidad de matrimonios nulos. Los procesos de anulación deben ser llevados
en dos direcciones y con gran atención: no deben convertirse en un divorcio
camuflado. Sería deshonesto y contrario a la seriedad del sacramento. Por otra
parte, deben examinar con la necesaria rectitud las problemáticas de la posible
nulidad y, allí donde haya motivos justos en favor de la anulación, expresar la
sentencia correspondiente, abriendo así a estas personas una nueva puerta.
En nuestro tiempo han
surgido nuevos aspectos del problema de la validez. Ya he indicado antes que la
conciencia natural sobre la indisolubilidad del matrimonio es ahora
problemática y que de ello derivan nuevas tareas para el procedimiento
procesal. Quisiera indicar brevemente otros dos nuevos elementos:
a. El can. 1095 n. 3 ha
inscrito la problemática moderna en el derecho canónico allí donde dice que no son
capaces de contraer matrimonio las personas que «no pueden asumir las
obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica». Hoy,
los problemas psíquicos de las personas, precisamente ante una realidad tan
grande como el matrimonio, se perciben más claramente que en el pasado. Sin
embargo, es bueno poner en guardia sobre edificar la nulidad, de manera
imprudente, a partir de los problemas psíquicos; haciendo esto se estaría
pronunciando fácilmente un divorcio bajo la apariencia de la nulidad.
b. Hoy se impone, con
gran seriedad, otra pregunta. Actualmente hay cada vez más paganos bautizados,
es decir, personas que se convierten en cristianas por medio del bautismo, pero
que no creen y que nunca han conocido la fe. Se trata de una situación
paradójica: el bautismo hace que la persona sea cristiana, pero sin fe ésta es
sólo, a pesar de todo, un pagano bautizado. El can. 1055 § 2 dice que «entre
bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo
sacramento». Pero, ¿qué sucede si un bautizado no creyente no conoce para nada
el sacramento? Podría también tener la voluntad de la indisolubilidad, pero no
ve la novedad de la fe cristiana. El aspecto trágico de esta situación se hace
evidente sobre todo cuando bautizados paganos se convierten a la fe e inician
una vida totalmente nueva. Surgen aquí preguntas para las cuales no tenemos
todavía una respuesta. Es, por lo tanto, más urgente aún profundizar sobre
ellas.
3. De cuanto dicho
hasta ahora surge que la Iglesia de Occidente – la Iglesia católica –, bajo la
guía del sucesor de Pedro, por un lado sabe que está estrechamente vinculada a
la palabra del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio; sin embargo, por
el otro ha intentado también reconocer los límites de esta indicación para no
imponer a las personas más de lo que es necesario.
Así, partiendo de la
sugerencia del apóstol Pablo y apoyándose al mismo tiempo en la autoridad del
ministerio petrino, para los matrimonios no sacramentales ha elaborado
ulteriormente la posibilidad del divorcio en favor de la fe. De la misma
manera, ha examinado en todos los aspectos la nulidad de un matrimonio.
La exhortación
apostólica «Familiaris consortio» de Juan Pablo II, de 1981, ha llevado a cabo
un paso ulterior. En el número 84 está escrito: «En unión con el Sínodo exhorto
vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a
los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados
de la Iglesia […]. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente como madre
misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza».
Con esto, a la pastoral
se le confía una tarea importante, que tal vez no ha sido suficientemente
transpuesta en la vida cotidiana de la Iglesia. Algunos detalles están
indicados en la propia exhortación. Se dice que estas personas, en cuanto
bautizadas, pueden participar en la vida de la Iglesia, que incluso deben
hacerlo. Se enumeran las actividades cristianas que para ellos son posibles y
necesarias. Sin embargo, tal vez sería necesario subrayar con mayor claridad
qué pueden hacer los pastores y los hermanos en la fe para que ellas puedan
sentir de verdad el amor de la Iglesia. Pienso que sería necesario reconocerles
la posibilidad de comprometerse en las asociaciones eclesiales y también que
acepten ser padrinos o madrinas, algo que por ahora no está previsto por el
derecho.
Hay otro punto de vista
que se difunde. La imposibilidad de recibir la santa eucaristía es percibida de
una manera tan dolorosa sobre todo porque, actualmente, casi todos los que
participan en la misa se acercan también a la mesa del Señor. Así, las personas
afectadas aparecen también públicamente descalificadas como cristianas.
Considero que la
advertencia de San Pablo a autoexaminarse y a la reflexión sobre el hecho de
que se trata del Cuerpo del Señor debería tomarse otra vez en serio:
«Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien
come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (1 Cor 11,
28 s.) Un examen serio de uno mismo, que puede también llevar a renunciar a la
comunión, nos haría además sentir de manera nueva la grandeza del don de la
eucaristía y, por añadidura, representaría una forma de solidaridad con las
personas divorciadas que se han vuelto a casar.
Quisiera añadir otra
sugerencia práctica. En muchos países se ha convertido en una costumbre que las
personas que no pueden comulgar (por ejemplo, las personas pertenecientes a
otras confesiones) se acerquen al altar, pero mantengan las manos sobre el
pecho, haciendo entender de este modo que no reciben el Santísimo Sacramento,
pero que piden una bendición, que se les da como signo del amor de Cristo y de
la Iglesia. Esta forma ciertamente podría ser elegida también por las personas
que viven en un segundo matrimonio y que por ello no están admitidas a la mesa
del Señor. El hecho que esto haga posible una comunión espiritual intensa con
el Señor, con todo su Cuerpo, con la Iglesia, podría ser para ellos una
experiencia espiritual que les refuerce y les ayude.
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