–Este tema es sin duda más gordo que los otros que ha tratado
sobre la comunión.
–Bueno, casi mejor digamos que es más
importante, más grave y transcendente.
–La frecuencia de la comunión, actitudes diversas durante siglos
En la antigüedad cristiana, sobre todo en los siglos III y IV, hay numerosas huellas
documentales que hacen pensar en la normalidad de la comunión diaria. Los
fieles cristianos más piadosos, respondiendo sencillamente a la voluntad
expresada por Cristo, «tomad y comed, tomad y bebed», veían en la comunión
sacramental el modo normal de consumar su participación en el sacrificio
eucarístico. Sólo los catecúmenos o los pecadores sujetos a disciplina
penitencial se veían privados de ella. Pronto, sin embargo, incluso en el
monacato naciente, este criterio tradicional se debilita en la práctica o se
pone en duda por diversas causas. La doctrina de San Agustín y de Santo Tomás
podrán mostrarnos autorizadamente esta diversidad de prácticas.
Santo Tomás (+1274), tan respetuoso siempre con la
tradición patrística y conciliar, examina la
licitud de la comunión diaria, adivirtiendo que, por parte del sacramento,
es claro que «es conveniente recibirlo todos los días, para recibir a diario su
fruto». En cambio, por parte de quienes comulgan, «no es conveniente a todos
acercarse diariamente al sacramento, sino sólo las veces que se encuentren
preparados para ello. Conforme a esto se lee [en Genadio de Marsella, +500]:
“ni alabo ni critico el recibir todos los días la comunión eucarística”» (STh III,80,10). Y en ese mismo texto Santo
Tomás precisa mejor su pensamiento sobre la frecuencia de la comunión: «El
amorenciende en nosotros el deseo de recibirlo, y del temor nace la humildad de reverenciarlo. Las
dos cosas, tomarlo a diario y abstenerse alguna vez, son indicios de reverencia
hacia la eucaristía. Por eso dice San
Agustín [+430]: “cada uno
obre en esto según le dicte su fe piadosamente; pues no altercaron Zaqueo y el
Centurión por recibir uno, gozoso, al Señor, y por decir el otro: “no soy digno
de que entres bajo mi techo”. Los dos glorificaron al Salvador, aunque no de
una misma manera. Con todo, el amor y la esperanza, a los que siempre nos
invita la Escritura ,
son preferibles al temor. Por eso, al decir Pedro “apártate de mí, Señor, que
soy hombre pecador”, responde Jesús: “no temas”» (ib. ad 3m).
–Durante muchos siglos la comunión fue infrecuente
Prevaleció en la
Iglesia durante mucho tiempo, incluso en los ambientes más
fervorosos, la comunión poco frecuente, practicada sólo en algunas fiestas señaladas
del Año litúrgico. O la comunión mensual o semanal, siempre con el permiso del
confesor, y normalmente precedida por el sacramento de la penitencia.
Recordemos un ejemplo. Bien conocemos la
inmensa devoción de Santa Clara de Asís a la Eucaristía (1193-1993).
La tradición iconográfica nos la representa siempre con la Custodia en la mano. Pues
bien, en la llamada Regla
propia de Santa Clara se
establece que las hermanas «se confiesen al menos doce veces al año,
con permiso de la abadesa… y comulguen
siete veces; a saber: el día del nacimiento del Señor, el Jueves Santo, el
día de la Resurrección
del Señor, el de Pentecostés, el de la Asunción de la bienaventurada Virgen [siglos
antes de su declaración como dogma], en la fiesta de San Francisco, y en la de
Todos los Santos» (Regla III,12-14).
Normas como ésta fueron vigentes durante siglos, de un modo u otro, en
religiosos y laicos. Nos hacen comprobar, por otra parte, que laconfesión
frecuente se generalizó
entre los más fieles cristianos mucho antes que la comunión frecuente.
La
tendencia a demorar mucho las comuniones eucarísticas se acentuó aún más, hasta
el error, con el jansenismo. Por eso, sin duda, uno de los
actos más valiosos realizados por el Magisterio pontificio en la historia de la Iglesia es el decreto de
San Pío X Sacra Tridentina Synodus (20-XII-1905).
–San Pío X recomienda en él la comunión frecuente y aun diaria,
bajo determinadas condiciones, unificando así antiguas
y venerables tradiciones, aunque nunca unánimes y universales, y saliendo en
contra al mismo tiempo en contra del rigorismo jansenista. Resumo el decreto.
«El deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los
fieles se acerquen diariamente al sagrado convite se cifra principalmente en que los
fieles, unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para
reprimir la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente
ocurren, y para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está
expuesta; pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del
Señor, ni para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan.
De ahí que el santo Concilio de Trento llama a la eucaristía “antídoto con que
nos libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados
mortales"». Según esto:
«1. La comunión frecuente y cotidiana…
esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier
orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal
que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa
intención.
«2. La
recta intención consiste en
que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por
respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más
estrechamente con Él por la caridad, y remediar las propias flaquezas y
defectos con esa divina medicina.
«3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta
diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los
plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta
sin embargo que no tengan
culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante…
«4. Ha de procurarse que a la sagrada
comunión preceda una diligente
preparación y le siga la
conveniente acción de gracias,
según las fuerzas, condición y deberes de cada uno.
«5. Debe pedirse consejo al confesor.
Procuren, sin embargo, los confesores no apartar a nadie de la comunión
frecuente o cotidiana, con tal que se halle en estado de gracia y se acerque
con rectitud de intención» (Denz 3375-3383).
Comentario al decreto de San Pío X
Adviértase
que, al considerar la cuestión, San Pío X, con lucidez de Papa y de Santo,
indica ante todo «el deseo de Jesucristo» de unirse a los fieles con frecuencia en ese abrazo inefable
de la comunión eucarística… Eso es lo más importante… ¿Cómo no salir a su
encuentro para consumar frecuentemente esa perfecta unión eucarística deseada
por nuestro Señor y Salvador?
1
y 2.- Basta el estado de gracia y la recta intención para comulgar con frecuencia.
La recta intención, descrita por el Papa con precisión, excluye la rutina, la
vanidad, los respetos humanos.
3.-
Esta condición tercera muy frecuentemente es ignorada y es desobedecida.
Ignorada porque no se predica, y desobedecida porque entre los que comulgan con
frecuencia muchos no están «libres de pecados veniales, por lo menos de los
plenamente deliberados, y del apego a ellos». Es decir, son comulgantes que se
acogen a un permiso dado por el Papa sin cumplir, y sin tener siquiera
intención de cumplir, una condición que él indica como «sobremanera
conveniente». Obraban bien –y obran bien– aquellos confesores y directores
espirituales que no autorizaban o aconsejaban la comunión frecuente a los
fieles en los que veían apegos desordenados no combatidos, sino admitidos con
clara y habitual conciencia; costumbres malas –aunque no se trate de materias
graves– auto-consentidas sin combate espiritual suficiente; es decir, a los
fieles en los que no hay ciertamente una voluntad real de ir adelante en el
camino de la santidad. A esta exigencia 3ª, propia del amor verdadero al Señor,
enseñada por el Papa, añadía él mismo esta consideración: aunque «basta sin
embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en
adelante». Con propósito de no pecar más adelante… ¿Existe ese propósito? El
comulgante y su consejero espiritual deberán discernirlo.
4.-
También este requisito es muy frecuentemente omitido: tanto la preparación para la comunión como la
acción de gracias en
no pocos casos son prácticamente inexistentes.
5.-
La exigencia del «consejo del confesor» es una condición hoy prácticamente
inaplicable, y no sólo por la grave falta de sacerdotes confesores, sino porque
la mayoría de éstos –quizá– ignoran las condiciones señaladas en la Sacra
Trydentina Synodus para
hacer recomendable la comunión frecuente.
Según este análisis somero, puede estimarse que el Decreto de San
Pío X ha tenido un doble efecto –como ocurre con todas las normas de la Iglesia , cuando no se
aplican bien, según su letra y su espíritu–. Ha tenido efectos positivos y otros negativos.
Ha sido causa de inmensos beneficios para el pueblo cristiano esa
recomendación de la comunión frecuente. Pero también ha sido ocasión de innumerables
abusos; pérdida de veneración por la comunión eucarística;
comuniones masivas en las comunidades cristianas –por ejemplo, con ocasión de
bodas o primeras comuniones–, en las que quizá muchos de los comulgantes no
están en gracia de Dios, y probablemente no se han acercado al sacramento de la
penitencia durante años.
San Pablo habla claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas: «Quien come el pan y bebe el cáliz del
Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese,
pues, el hombre a sí mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el
que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia
condenación.Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y muchos
muertos»(1Cor 11,27-29). Atribuye el Apóstol los peores males de la
comunidad cristiana de Corinto a un uso abusivo de la comunión eucarística…
Esto ha de llevarnos hoy a considerar de nuevo con toda atención el tema de la disposición espiritual que es
conveniente para la comunión, y especialmente para la comunión frecuente.
Parece
claro que en la grave cuestión de la comunión frecuente, la
tentación más grave de error es hoy la actitud laxista, y no el rigorismo jansenista, siendo
una y otro graves errores. Pero en todo caso, entre ambos extremos de error, la
doctrina de la Iglesia
católica,tal como está expresada en el
decreto de San Pío X, permanece vigente. Hoy «la Iglesia recomienda
vivamente a los fieles recibir la santa eucaristía los domingos y los días de
fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días» (Catecismo 1389). Y lo recomienda, insisto, según
las condiciones sabiamente enseñadas por el santo Papa Pío X.
–La oración en silencio después de comulgar
La
práctica devocional de la
Iglesia ha dado siempre una importancia muy notable al tiempo de oración
después de la comunión. Muchos santos ha recibido gracias muy
especiales, a veces decisivas para su vida, en la oración posterior a la
comunión. Santa Teresa de Jesús, concretamente, con gran frecuencia recibe en
la comunión las gracias más notables de las que refiere: «Me dio el Señor hoy,
acabando de comulgar»…, «Habiendo un día comulgado…». Y ya hemos visto
cómo San Pío X recomendaba esa «conveniente acción de gracias» posterior a la
comunión eucarística, por ser un momento muy especial de gracia. Por eso es
aconsejable realizarla fielmente, bien sea en el silencio inmediato a la
comunión, que a veces se hace demasiado brevemente, o bien quedándose un
rato en la iglesia después de finalizada la misa.
Es lo que la Iglesia recomienda. Para
que los fieles «puedan perseverar más fácilmente en esta acción de gracias, que
de modo eminente se tributa a Dios en la misa, se recomienda a los que han sido
alimentados con la sagrada comunión que permanezcan
algún tiempo en oración» (Instruc. 1967, Eucharisticum mysterium 38).
–Oración post-comunión
Después
de ese tiempo, más o menos largo, «para
terminar la súplica del pueblo de Dios y también para concluir todo el rito de la Comunión , el sacerdote
dice la oración después de la comunión, en la que se suplican los frutos del
misterio celebrado» (OGMR 89). Estos frutos son incesantemente
indicados y pedidos en las oraciones de postcomunión. En efecto, si hacemos una
lectura seguida de postcomuniones de la misa, iremos conociendo claramente
cuáles son los frutos normales de la participación eucarística, pues lo que pide la Iglesia en esas oraciones, con toda confianza
y eficacia, coincide precisamente con lo que el Señor quiere dar en la liturgia de la misa. Esto es lo
propio de toda oración litúrgica, que realiza lo que pide.
Veamos, a modo de ejemplo, algunas peticiones incluidas en
postcomuniones de domingos del Tiempo Ordinario:
…«te suplicamos la gracia de poder
servirte llevando una vida según
tu voluntad» (1). «Alimentados con el mismo pan del cielo, permanezcamos unidos en el mismo amor» (2). «Cuantos hemos
recibido tu gracia vivificadora, nos
alegremos siempre de este
don admirable que nos haces» (3). «Que el pan de vida eterna nos haga crecer continuamente en la fe verdadera» (4). «Concédenos vivir tan
unidos en Cristo, que fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo» (5).
«Busquemos siempre las fuentes de donde brota la
vida verdadera» (6). «Alcanzar un día la
salvación eterna, cuyas primicias nos has entregado en estos sacramentos»
(7; intención frecuente:cf. 20,
26, 30, 31). «Sane nuestras maldades y
nos conduzca por el camino del bien» (10). «Que esta comunión en tus misterios,
Señor, expresión de nuestra unión contigo, realice la unidad de tu Iglesia» (11).
«Condúcenos a perfección
tan alta, que en todo sepamos agradarte» (21). «Fortalezca nuestros
corazones y nos mueva a servirte
en nuestros hermanos» (22). «Sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida»
(24). «Nos transformemos en
lo que hemos recibido» (27). «Nos hagas participar
de su naturaleza divina» (28). «Aumente la caridaden todos
nosotros» (33). «No permitas que
nos separemos de ti» (34). «Encontrar la
salud del alma y del cuerpo en
el sacramento que hemos recibido» (Trinidad).
Salud del alma «y del cuerpo». La experiencia de los santos
coincide con lo que la oración litúrgica expresa como efecto propio de la
comunión. Santa Teresa, por ejemplo, da frecuentes testimonios de este efecto
inefablemente benéfico de la comunión eucarística en su salud corporal,
habitualmente tan mala:
…«llegándome a comulgar, queda el alma y
el cuerpo tan quieto, tan sano y tan claro el entendimiento», etc. «Y tengo
experiencia de esto, que son muchas
veces, al menos cuando comulgo, ha más de medio año que notablemente
siento clara salud corporal» (Cuenta de conciencia 1,31: octubre-diciembre 1560). La Beata Ana Catalina
Emmerich (1774-1824), estigmatizada, y tantas veces en una situación
verdaderamente agonizante, «revivía» cuando le era administrada la comunión, y
recuperaba su estado normal de temple y de habla.
Éstos
y otros preciosos efectos que
la Iglesia
pide al Señor con audacia y confianza en la oraciónpostcomunión –como
también los pide en la oración colecta y
la del ofertorio– son los que la Eucaristía causa de suyo en nosotros, según Dios lo
quiera, si no ponemos impedimentos a la acción del Cristo, que se une
sacramentalmente a nosotros con pan y medicina celestial (cf.Catecismo,
frutos de la comunión: 1391-1398).
José María Iraburu», sacerdote
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