–Mi abuelo era de la Adoración Nocturna.
–Gran obra de Dios. Y hoy, por designio de
la Providencia ,
se van multiplicando las capillas de Adoración Perpetua.
En
los anteriores artículos fui explicando los diferentes momentos de la Misa , el Mysterium
fidei por
excelencia. Y al tratar de la consagración, del acto máximo de la Eucaristía (275), no me
detuve en considerar con amplitud el misterio de la transubstanciación,
para contemplarlo ahora más detenidamente, pues él es el fundamento de la
adoración eucarística.
–La presencia de Cristo
en la Eucaristía
es real, verdadera y substancial desde el momento en que sea realiza la consagración del pan
y del vino. Y para exponer misterio tan grandioso prefiero ceder la palabra a
la misma Iglesia, tal como lo confiesa concretamente en el Catecismo:
1373 «“Cristo Jesús que
murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Rm
8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia (LG 48): en su Palabra, en la
oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre” (Mt
18,20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25,31 46), en los
sacramentos de los que él es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona
del ministro. Pero, “sobre todo, [está presente] bajo las especies
eucarísticas” (SC 7).
1374 El modo de presencia de
Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la eucaristía por
encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la vida
espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos” (S. Tomás de A., STh III, 73, 3). En
el santísimo sacramento de la
Eucaristía están “contenidos verdadera, real y
substancialmente el Cuerpo y la
Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor
Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero” (Trento: Denz 1651). “Esta presencia se
denomina `real’, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen
`reales’, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y
hombre, se hace totalmente presente” (Pablo VI, enc. Mysterium
fidei 39).
1375 Mediante la conversión
del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este
sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la
acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión maravillosa.
Así, S. Juan Crisóstomo declara
que:
No es el hombre quien hace que las cosas
ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue
crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas
palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta
palabra transforma las cosas ofrecidas (Prod. Jud. 1,6).
Y S.
Ambrosio dice
respecto a esta conversión:
Estemos bien persuadidos de que esto no es
lo que la naturaleza ha producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de
que la fuerza de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la
bendición la naturaleza misma resulta cambiada… La palabra de Cristo, que pudo
hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas existentes en
lo que no eran todavía?Porque no es menos dar a las cosas su naturaleza
primera que cambiársela (myst. 9,50.52).
1376 El Concilio de Trento
resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo
que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha
mantenido siempre en la
Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo
Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el
cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo
nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su sangre;
la Iglesia
católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación»
(Denz 1642).
1377 La presencia eucarística
de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que
subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una
de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la
fracción del pan no divide a Cristo (Trento: Denz 1641)».
Ésta es la fe católica de la Iglesia , la misma que se confiesa en el Credo
del Pueblo de Dios(1968, 24-26) o en la encíclica Mysterium
fidei de Pablo
VI.
–Algunos profesores católicos de teología niegan hoy la fe de la Iglesia en la
transubstanciación eucarística. Y debemos denunciarlos, porque hay una relación intrínseca
entre la exposición de la verdad y la refutación de la falsedad.
En ese sentido escribe Santo Tomás al comienzo de la Summa
contra Gentiles, «mi
boca medita en la verdad y mis labios aborrecerán al impío» (Prov 8,7).
Según
el profesor Dionisio Borovio, al tratar de la transubstanciación en su obra Eucaristía (BAC, Madrid 2000), la
explicación de la presencia sacramental de Cristo «per modum substantiæ» es un
concepto que, aunque contribuyó sin duda a clarificar el misterio de la
presencia del Señor en la eucaristía, «condujo a una interpretación cosista y
poco personalista de esta presencia» (286).
En la «concepción actual» de sustancia
[¿cuántas «concepciones actuales» habrá de substancia?], en
aquella que, al parecer, Borobio estima verdadera, «pan y vino no son
sustancias, puesto que les falta homogeneidad e inmutablidad. Son aglomerados
de moléculas y unidades accidentales. Sin embargo, pan y vino sí tienen una
sustancia en cuanto compuestos de factores naturales y materiales, y del
sentido y finalidad que el hombre les atribuye: “Hay que considerar como
factores de la esencia tanto el elemento material dado como el destino y la
finalidad que les da el mismo hombre” (J. Betz)» (285).
Si
se parte de esta equívoca filosofía de la substancia, parece evidente que un
cambio que afecte al destino y finalidad del pan y del vino en la Eucaristía (transfinalización-transignificación)
equivale a una transubstanciación.
«Para los autores que defienden esta
postura (v. gr. Schillebeeckx) es preciso admitir un cambio ontológico en el
pan y el vino. Pero este cambio no tiene por qué explicarse en categorías
aristotélico-tomistas (sustancia-accidente), sometidas a crisis por las
aportaciones de la física moderna, y reinterpretables desde la fenomenología
existencial con su concepción sobre el símbolo. Según esta concepción, la realidad material debe
entenderse no como realidad objetiva independiente de la percepción del sujeto,
sino como una realidad antro-pológica y relacional, estrechamente vinculada a
la percepción humana. Pan y vino deben ser considerados no tanto en su
ser-en-sí cuanto en su perspectiva relacional. El determinante de la esencia de
los seres no es otra cosa que su contexto relacional. La relacionalidad
constituye el núcleo de la realidad material, el en-sí de las cosas» (307).
Apoyándose,
pues, en esta falsa metafísica, explica el profesor Borobio la
transubstanciación del pan y del vino, y la presencia real de Cristo en la Eucaristía. En ella
«las cosas de la tierra, sin perder su consistencia y su autonomía, devienen
signo de esa presencia permanente», sin perder «nada de su riqueza creatural y
humana» (266). El pan y el vino, por tanto, siguen siendo pan y vino, no
pierden su realidad creatural, pero puede en la Eucaristía hablarse de
una transubstanciación de tales elementos materiales porque han cambiado
decisivamente su finalidad y significado.
Esta explicación de la Presencia eucarística real de Cristo no es
conciliable con la fe de la
Iglesia , tal como la expresa, por ejemplo, Pablo VI en la Mysterium fidei (1965), que en buena parte escribe precisamente
esta encíclica para denunciar y rechazar éstos errores:
«Cristo se hace presente en este
Sacramento por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de
toda la substancia del vino en su sangre […] Realizada la transubstanciación, las
especies de pan y de vino adquieren sin duda un nuevo significado y un nuevo
fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo
de una cosa sagrada. Pero adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en
tanto en cuanto contienen una “realidad” que con razón denominamos ontológica.
Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa
completamente diversa, y esto no únicamente por el juicio de fe de la Iglesia , sino por la
realidad objetiva, puesto que, convertida
la substancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de
Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies. Bajo
ellas, Cristo, todo entero, está presente en su “realidad” física, aun
corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar».
La
especulación filosófica-teológica que propone Borovio –siguiendo dócilmente a
tantos otros autores modernos– sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía no prescinde
solamente, como él dice, de la explicación en clave aristotélico-tomista de ese
misterio, sino que contradice abiertamente la doctrina católica,
la de siempre, la que ha sido enseñada por los Padres, la Liturgia , las Catequesis
antiguas más venerables, el concilio de Trento, la Mysterium
fidei o elCatecismo de la Iglesia Católica. La que, por ejemplo, en el siglo IV, sin emplear las categorías
aristotélico-tomistas, exponía San Cirilo de Jerusalén (+386).
«Habiendo pronunciado Él y dicho del pan:
“éste es mi cuerpo”, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y habiendo Él
afirmado y dicho: “ésta es mi sangre”, ¿quién podrá dudar jamás y decir que no
es la sangre de Él?… Con plena seguridad participamos del cuerpo y sangre de
Cristo [en la comunión eucarística]. Porque en figura de pan se te da el cuerpo
y en figura de vino se te da la sangre [de Cristo]… No los tengas, pues, por
mero pan y mero vino, porque son el cuerpo y sangre de Cristo, según la
afirmación del Señor. Pues aunque los sentidos te sugieran aquéllo, la fe debe
convencerte. No juzgues en esto según el gusto, sino según la fe cree con
firmeza, sin ningun duda, que has sido hecho digno del cuerpo y sangre de
Cristo» (Catequesis mistagógica IV,
1-6).
Ahora
bien, si en la celebración de la
Eucaristía el pan y el vino se han transformado en el cuerpo
y la grande de Cristo, y esta presencia suya es real, verdadera y substancial
permanece después de celebrada la
Misa , ¿cuál deberá ser la respuesta del pueblo cristiano a
esta Presencia del Señor?… El Catecismo lo expresa:
1378 –«El culto de la Eucaristía. En la
liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo
las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o
inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. “La Iglesia
católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al
sacramento de la Eucaristía
no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración:
conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los
fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión” (Mysterium fidei 56).
1379 El Sagrario
[tabernáculo] estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para
que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa.
Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía,
la Iglesia tomó
conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las
especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar
particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que
subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santo
sacramento.
1380 Es grandemente admirable
que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto
que [en la Ascensión ] Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su
presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por
muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había
amado «hasta el fin» (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En
efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de
nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ga
2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:
«La Iglesia
y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en
este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la
adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas
graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» (Juan Pablo II,
lit. Dominicae Cenae, 3).
1381 «La presencia del
verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este
sacramento, “no se conoce por los sentidos, dice S. Tomás, sino solo por la fe
, la cual se apoya en la autoridad de Dios”» (STh III,
75,1)…
«Habiendo aprendido estas cosas y habiendo
sido plenamente asegurado de que lo que aparece pan no es pan, aunque así sea
sentido por el gusto, sino el cuerpo de Cristo; y que le que aparece vino no es
vino, aunque el gusto así lo crea, sino la sangre de Cristo… fortalece tu
corazón participando de aquel pan como espiritual que es y alegra tú el rostro
de tu alma.
«Ojalá que teniendo patente este tu rostro
con la conciencia pura, contemplando como en un espejo la gloria del Señor,
crezcas de gloria en gloria en Cristo nuestro Señor, a quien sea el honor y el
y el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (ib. IV, 9)
Crece en la
Iglesia el culto a la Eucaristía
El
pueblo cristiano, con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha ido
prestando un culto siempre creciente a la eucaristía fuera de la Misa : oración
ante el Sagrario, exposiciones en la Custodia , procesiones, Horas santas, visitas al
Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua, las Cuarenta Horas,
etc. Ese crecimiento en la
Iglesia de la adoración eucarística se va realizando por obra
del Espíritu Santo, que nos conduce «hacia la verdad plena» (Jn 14,26; 16,13).
Ya dijo Cristo del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14)… Colaboremos,
pues, con el Espíritu Santo para suscitar esta suprema devoción cristiana a
Cristo en la
Eucaristía. Así lo hacía el Santo Cura de Ars:
«En el púlpito, comenzaba a veces a tratar
de diferentes materias, pero siempre
volvía a Nuestro Señor presente en la Eucaristía. “Este atractivo por la presencia real [según
testimonio de Catalina Lasagne] aumentó de una manera sensible hacia el fin de
su vida… Se interrumpía y derramaba lágrimas; su figura aparecía
resplandeciente y no se oían sino exclamaciones de amor”» (A. Trochou,El
Cura de Ars, Palabra, Madrid 2003, 12ª ed., 631).
José María Iraburu, sacerdote
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