Nos asegura la Iglesia
que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la
sagrada Escritura, es él quien nos habla» (Vat. II, SC 7a). ¿Nos lo creemos de
verdad?… «Cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo habla
a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio. Por eso,
las lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia un elemento
de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con veneración» (OGMR
29).
«En las lecturas, que
luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de
la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual. Y el mismo Cristo,
por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la
hace suya el pueblo con los cantos y muestra su adhesión a ella con la
Profesión de fe [el Credo]; y una vez nutrido con ella, en la Oración
universal, hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la
salvación de todo el mundo» (OGMR 55).
¿Reconocemos la
presencia real de Cristo cuando en la Liturgia sagrada habla a su pueblo?
Es el Padre celestial
quien nos da el pan de la Palabra encarnada
«La palabra que oís,
dice Jesús, no es mía, sino del Padre, que me ha enviado» (Jn 14,24). En la
liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su palabra, que
no tiene otra, y por él nos comunica su Espíritu. En efecto, cuando nosotros
queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos, pues en la palabra
encontramos el medio mejor para transmitir nuestro espíritu. Y nuestra palabra
humana transmite, claro está, espíritu humano. Pues bien, el Padre celestial,
hablándonos por su Hijo Jesucristo, plenitud de su palabra, nos comunica así su
espíritu, el Espíritu Santo, «el Espíritu de la verdad: él os guiará hacia la
verdad completa» (Jn 16,13)..
Siendo esto así, hemos
de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como comulgamos a Cristo-Pan, pues
incluso entendido del pan eucarístico, es verdad aquello de que «no solo de pan
vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt
4,4).
En la liturgia de la
Palabra se reproduce, por ejemplo, aquella escena de Nazaret, cuando Cristo
asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de un texto
de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de cuantos
había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: “Hoy se cumple
esta escritura que acabáis de oir”» (Lc 4,16-21). Con la misma realidad
escuchamos nosotros a Jesús, el Maestro, en la Misa. Y con esa misma veracidad
experimentamos también aquel encuentro que vivieron los discípulos de Emaús con
Cristo resucitado: «Se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros corazones dentro
de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?»
(Lc 24,32).
Si creemos, gracias a
Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el pan consagrado, también
por gracia divina hemos de creer en la realidad de la presencia de Cristo en la
palabra sagrada, cuando nos habla en la liturgia. Recordemos aquí que la
presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras
[modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es
substancial» (Pablo VI, enc. Mysterium fidei).
Cuando el ministro,
pues, confesando su fe, dice al término de las lecturas: «Palabra de Dios», no
está queriendo decir solamente que «Ésta fue la palabra de Dios», dicha hace
veinte o más siglos, y ahora recordada piadosamente; sino que «Ésta es la
palabra de Dios», la que precisamente hoy el Señor está dirigiendo a sus hijos.
Jose María Iraburu, sacerdote
No hay comentarios:
Publicar un comentario