En la eucaristía, como
sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la liturgia del Sacrificio, en la
que se nos da el Pan de vida. Lo primero va unido a lo segundo. Recibiendo la
Palabra, preparamos nuestro corazón para recibir el Pan del cielo. «La Liturgia
de la Palabra y la Liturgia Eucarística están tan estrechamente unidas entre
sí, que forman un solo acto de culto» (SC 56). Recordemos, por otra parte, que
ése fue el orden que comprobamos ya en el sacrificio del Sinaí (Ex 24,7), en la
Cena del Señor, o en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús (Lc
24,13-32).
En este sentido, el
Vaticano II, siguiendo antigua tradición, afirma que «la Iglesia siempre ha
venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues
sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus
fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de
Cristo» (DV 21). Ve, pues, en la eucaristía «la doble mesa de la Sagrada Escritura
y de la eucaristía» (PO 18). En efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo
como palabra, y desde el altar se nos da como pan. Y así el Padre, tanto por la
Palabra divina como por el Pan de vida, es decir, por su Hijo Jesucristo, nos
vivifica en la eucaristía, comunicándonos su Espíritu.
San Jerónimo cuando
decía: «Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice
“quien come mi carne y bebe mi sangre”, ésas son palabras que pueden entenderse
de la eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero
cuerpo y sangre de Cristo» (ML 26,1259). Y especialmente cuando se proclaman en
la liturgia sagrada de la Iglesia.
Lecturas en el ambón
La majestad de la
presencia de Cristo en la Liturgia de la Palabra es claramente expresada por la
Iglesia por el hecho de que al Libro sagrado se presta en el ambón –el lugar de
Cristo Maestro– los mismos signos de veneración que se atribuyen al cuerpo de
Cristo en el altar. Así, en las celebraciones solemnes, si el altar se besa, se
inciensa y se adorna con luces, en honor de Cristo, Pan de vida, también el leccionario en el ambón se besa, se
inciensa y se rodea de luces, honrando a Cristo, Palabra de vida. La Iglesia
confiesa así con expresivos signos que ahí está Cristo, y que es Él mismo
quien, a través del sacerdote o de los lectores, «nos habla desde el cielo»
(Heb 12,25).
Un ambón pequeño, feo,
portátil, que se retira quizá a un rincón tras la celebración, no es el signo
que la Iglesia quiere para expresar el lugar de la Palabra divina en la misa,
según ya vimos (273). Tampoco parece apropiado confiar las lecturas litúrgicas
de la Palabra a niños o a personas que leen con dificultad. Si en algún caso
puede ser esto conveniente, normalmente no es lo adecuado para simbolizar la
presencia real de Cristo hablando a su pueblo. La tradición de la Iglesia,
hasta hoy, entiende el oficio de lector como «un auténtico ministerio
litúrgico» (SC 29a; cf. Código 230; 231,1).
Podemos recordar aquí
aquella escena narrada en el libro de Nehemías, en la que se hace en Jerusalén,
a la vuelta del exilio (538 a.C.), una solemne lectura del libro de la Ley.
Sobre un estrado de madera, «Esdras abrió el Libro, viéndolo todos, y todo el
pueblo estaba atento… Leía el libro de la Ley de Dios clara y distintamente,
entendiendo el pueblo lo que se le leía… Todo el pueblo lloraba oyendo las
palabras de la Ley», las palabras del Señor (Neh 8,3-9).
Otra anécdota
significativa. San Cipriano, obispo de Cartago en el siglo III, refleja bien la
veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de lector cuando instituye en
tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha sobrevivido a la prueba. En efecto,
según comunica a sus fieles, le confiere «el oficio de lector, ya que nada
cuadra mejor a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión de Dios que resonar
en la lectura pública de la divina Escritura; después de las sublimes palabras
que se pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio
de Cristo por el que se hacen los mártires, y subir al ambón después [de haber
subido al] del potro. En éste quedó expuesto a la vista de la muchedumbre de
paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos» (Carta 38).
El leccionario
Desde el comienzo de la
Iglesia, se acostumbra leer las Sagradas Escrituras en la primera parte de la
celebración de la eucaristía. Al principio, los libros del Antiguo Testamento.
Y en seguida, también los libros del Nuevo, a medida que éstos se van
escribiendo (cf. 1Tes 5,27; Col 4,16). Al paso de los siglos, se fueron
formando leccionarios para ser usados en la eucaristía.
El leccionario actual,
formado según las instrucciones del Vaticano II (SC 51), es el más completo que
la Iglesia ha tenido, pues, distribuido en tres ciclos de lecturas, incluye
casi un 90 por ciento de la Biblia, y respeta normalmente el uso tradicional de
ciertos libros en determinados momentos del año litúrgico. De este modo, la
lectura continua de la Escritura, según el leccionario del misal –y según
también el leccionario del Oficio de Lectura–, nos permite leer la Palabra
divina en el marco de la liturgia, es decir, en ese hoy eficacísimo que va
actualizando los diversos misterios de la vida de Cristo.
Esta lectura de la
Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos permite escuchar los
mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por eso, «el que tenga oídos,
que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las iglesias» (Ap 2,11). Así como cada
día la luz del sol va amaneciendo e iluminando de Oriente a Occidente las
diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una misma, va iluminando a
su Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la palabra que ese día,
concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte el Señor a sus fieles.
Innumerables cristianos, de tantas lenguas y naciones, están en ese día
escuchando y orando esas palabras de la sagrada Escritura que Cristo les ha
dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en Nazaret, podemos decir: «hoy se
cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,21).
Por otra parte, «en la
presente ordenación de las lecturas, los textos del Antiguo Testamento están
seleccionados principalmente por su congruencia con los del Nuevo Testamento,
en especial del Evangelio, que se leen en la misma misa» (Orden de lecturas,
1981, 67). De este modo, la cuidadosa distribución de las lecturas bíblicas
permite, al mismo tiempo, que los libros antiguos y los nuevos se iluminen
entre sí, y que todas las lecturas estén sintonizadas con los misterios que en
ese día o en esa fase del Año litúrgico se están celebrando.
Profeta, apóstol y
evangelista. Los días feriales en la misa hay dos lecturas, pero cuando los
domingos y otros días señalados hay tres, éstas corresponden a «el profeta, el
apóstol y el evangelista», como se dice en expresión muy antigua.
–El profeta, u otros
libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá creciendo hasta el
Evangelio.
En efecto, «muchas
veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por
ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo…
el resplandor de su gloria, la imagen de su propio ser» (Heb 1,1-3). Es
justamente en el Evangelio donde se cumple de modo perfecto todo lo que estaba
escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos»
(Lc 24,44; cf. 25.27).
–El apóstol nos trae la
voz inspirada de los más íntimos discípulos del Maestro: Juan, Pedro, Pablo…
–El salmo responsorial
da una respuesta meditativa a la lectura –a la lectura primera, si hay dos–. La
Iglesia, con todo cuidado, ha elegido ese salmo interleccional con una clara
intención cristológica. Así es como fueron empleados los salmos frecuentemente
en la predicación de los apóstoles (cf. Hch 1,20; 2,25-28.34-35; 4,25-26). Y ya
en el siglo IV, en Roma, se usaba en la misa el salmo responsorial, como
también el Aleluya –es decir, «alabad al Señor»–, que precede al Evangelio.
–El Evangelio es el
momento más alto de la Liturgia de la Palabra. Creamos firmemente con fe viva y
cierta que ante los fieles congregados en la eucaristía, «Cristo hoy anuncia su
Evangelio» (SC 33). Y creamos que hoy, a veinte siglos de distancia histórica,
podemos escuchar nosotros su palabra con la misma realidad que quienes la
oyeron entonces en Palestina; aunque ahora, sin duda, con mucha más luz y más ayuda
del Espíritu Santo. El momento es, de suyo, muy solemne, y todas las palabras y
gestos previstos merecen ser conocidos, pues están llenos de muy alta
significación:
«Si se usa incienso, el
sacerdote lo pone en el incensario. Después el diácono (o el concelebrante que
ha de proclamar el evengelio, en la misa presidida por el Obispo), inclinado
ante el sacerdote, pide la bendición, diciendo en voz baja: Padre, dame la
bendición. El sacerdote dice en voz baja: El Señor esté en tu corazón y en tus
labios, para que anuncies dignamente el Evangelio; en el nombre del Padre, y
del Hijo +, y del Espíritu Santo. El diácono o el concelebrante responde: Amén.
(Y si es el mismo sacerdote el que debe proclamar el evangelio, inclinado ante
el altar, dice en secreto: Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso,
para que anuncie dignamente tu Evangelio)
«Después el diácono (o
el sacerdote) va al ambón, acompañado eventualmente por los ministros que
llevan el incienso y los cirios. Ya en el ambón, dice: El Señor esté con
vosotros. El pueblo responde: Y con tu espíritu. El diácono o el sacerdote:
Lectura del santo Evangelio según san N. Y mientras tanto hace la señal de la
cruz sobre el libro y sobre la frente, labios y pecho. El pueblo aclama: Gloria
a ti, Señor. El diácono o el sacerdote, si se usa incienso, inciensa el libro.
Y luego proclama el Evangelio», diciendo al terminar: «Palabra del Señor» Todos
aclaman: Gloria a ti, Señor Jesús». El ministro que ha leído el Evangelio,
finalmente lo besa y dice: «Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados»
(Misal Romano 13-15).
–La homilía, que sigue
a las lecturas de la Escritura, ya está en uso en la Sinagoga, como aquella que
un sábado hace Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y desde el principio se practica
también en la Eucaristía cristiana, como hacia el año 153 testifica San Justino
(I Apología 67). La homilía está reservada al sacerdote o al diácono, pero
nunca a un laico (OGMR 66; Código 767,1). Es el momento más alto en el
ministerio de la predicación apostólica, y en ella se cumple especialmente la
promesa del Señor: «el que os oye, me oye» (Lc 10,16).
«La homilía es parte de
la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria para alimentar la vida
cristiana. Conviene que sea una explicación o de algún aspecto particular de
las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro texto del Ordinario, o del
Propio de la misa del día, teniendo en cuenta sea el misterio que se celebra,
sean las necesidades particulares de los oyentes» (OGMR 65). Si el sacerdote,
que en la homilía re-presenta a Cristo sacramentalmente, da en ella enseñanzas
contrarias a las de Cristo y de su Iglesia, comete evidentemente un sacrilegio
(Catecismo 2120). Este «pecado grave» es hoy cometido con bastante frecuencia,
como bien saben los fieles que conocen la doctrina de la fe católica. Señor,
ten piedad.
–Silencio. «Es
conveniente que se guarde un breve espacio de silencio después de la homilía»
(OGMR 66).
–Profesión de la fe. El
Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la Palabra
divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el Credo es una
grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad tradicional cristiana.
Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se extiende en la confesión de
Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador; declara, en fin, la fe en el
Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina afirmando la fe en la Iglesia y
la resurrección.
Puede rezarse en su
forma breve, que es el símbolo apostólico (del siglo III-IV), o en la fórmula
más desarrollada, que procede de los Concilios niceno (325) y
constan-tinopolitano (381).
–La oración universal u
oración de los fieles. La liturgia de la Palabra termina con la oración de los
fieles, también llamada oración universal, que el sacerdote preside,
iniciándola y concluyéndola, en el ambón o en la sede. Ya San Pablo ordena que
se hagan oraciones por todos los hombres, y concretamente por los que
gobiernan, pues «Dios nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y
vengan al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,1-4). Y San Justino, hacia 153,
describe en la eucaristía «plegarias comunes que con fervor hacemos por
nosotros, por nuestros hermanos, y por todos los demás que se encuentran en
cualquier lugar» (I Apología 67,4-5).
De este modo, «en la
oración universal u oración de los fieles, el pueblo responde en cierto modo a
la Palabra de Dios recibida en la fe y, ejercitando el oficio de su sacerdocio
bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos… por los gobernantes,
por los que sufren diversas necesidades y por todos los hombres y por la
salvación de todo el mundo» (OGMR 69). Ya dediqué un artículo (265) a la
edición española de la Oración de los fieles.
Al hacer la oración
universal hemos de ser muy conscientes de que la eucaristía, la sangre de
Cristo, se ofrece por los cristianos «y por todos los hombres, para el perdón
de los pecados». La Iglesia, en efecto, es «sacramento universal de salvación»,
de tal modo que todos los hombres que alcanzan la salvación se salvan por la
mediación de la Iglesia, que actúa sobre ellos inmediatamente –cuando son
cristianos– o en una mediación a distancia –cuando no son cristianos–. Es lo
mismo que vemos en el evangelio, donde unas veces Cristo sanaba por contacto
físico y otras veces a distancia. En todo caso, nadie sana de la enfermedad
profunda del hombre, el pecado, si no es por la gracia de Cristo Salvador que,
desde Pentecostés, «asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia»
(SC 7b), sin la que no hace nada en orden a la salvación de los hombres.
Según esto, la Iglesia,
por su enseñanza y acción, y muy especialmente por la oración universal y el
sacrificio eucarístico, sostiene continuamente al mundo, procurándole por
Cristo incontables bienes materiales y espirituales, e impidiendo su ruina
total. Hoy esto es ignorado por muchos
fieles.
De esto tenían clara
conciencia los cristianos primeros, con ser tan pocos y tan mal situados en el
mundo de su tiempo. Es una firme convicción que se refleja, por ejemplo, en
aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200: «Lo que es el alma en el cuerpo,
eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los
miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo… La
carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella,
porque no le deja gozar de los placeres. Y a los cristianos los aborrece el
mundo, sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los placeres… El
alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene unido al cuerpo.
Y así los cristianos están detenidos en el mundo, como en una cárcel, pero
ellos son los que mantienen la trabazón del mundo… Tal es el puesto que Dios
les señaló, y no es lícito desertar de él» (VI,1-10).
El Canon Romano expresa
en su final esta misma convicción: «Por Cristo, Señor nuestro, por quien sigues
creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y
los repartes entre nosotros».
Pero a veces somos
hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no pedís» (Sant 4,2). O si
pedimos algo, por ejemplo, que termine el comunismo, cuando Dios por fin hace
en su providencia que esa inmensa plaga desaparezca de muchos países,
fácilmente atribuímos el bien recibido a ciertas causas segundas –políticas,
económicas, personales, etc.–, y no recordamos que «todo buen don y toda dádiva
perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Es
indudable que, por ejemplo, las religiosas de clausura y los humildes
feligreses de misa diaria contribuyen mucho más poderosamente al bien del mundo
que todo el conjunto de prohombres y políticos, que llenan las páginas de los
periódicos y las pantallas de la televisión. Sin embargo, los fieles creyentes
y orantes son los que más influyen en la marcha del mundo. Basta un poquito de
fe para saberlo con toda certeza.
José María Iraburu,
sacerdote
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