“…Es en la Eucaristía donde encuentran su plena realización aquellas dulces palabras: “Venid a Mi todos los que estáis fatigados y oprimidos, que Yo os aliviaré”…”
Jesús muere y no solo muere sino se queda en la eucaristía. Nos da a su hijo y su hijo se queda para siempre.
La eucaristía es el signo más tangible del amor de Dios por el hombre, ya que renueva permanentemente su sacrificio por amor a nosotros. Dios nos amó en la creación, pero no se ha quedado a una distancia inalcanzable, sino que ha entrado y entra en nuestra vida. Viene a nosotros, a cada uno de nosotros en la Eucaristía. Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Se ha hecho para nosotros, verdadera comida, como amor. Lo que antes era estar frente a Dios, con la Eucaristía se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La “mística” del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre podría alcanzar y es que en la comunión sacramental, yo quedo unido al Señor, como todos los demás que comulgan “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan”, dice San Pablo (1 Cor 10, 17).
La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán.
La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y por lo tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos «un cuerpo», aunados en una única existencia. Ahora, el Amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. En la Eucaristía el amor de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros.
“…Lo que más me impresiona de la Eucaristía es su silencio, nada tan vivo y tan silencioso. Imposible de perturbar. Ningún movimiento que delate la mínima reacción y, sin embargo, toda la vida, toda la fuerza, toda la gracia de la resurrección está presente. Nadie puede estar más presente y al mismo tiempo más desapercibido. El está allí, a pesar de nuestra incomprensión, y seguirá estando allí”...
Mirémoslo con fe y sonriámosle con nuestro amor. Frente a la eucaristía se forjan los santos, los misioneros, los catequistas, los laicos comprometidos. El Cura de Ars, contemplaba por largo tiempo la Eucaristía entre sus manos después de la consagración. Al observarlo, le preguntaban la razón de ese proceder, a lo que contestaba, no sin cierto gesto de preocupación: “Por si no tuviera la dicha de verlo en el Cielo”. Se escapaba del confesionario para descansar de rodillas, las manos juntas, la mirada suplicante y llena de amor dirigida al sagrario.
Estamos aquí con el mismo misterio de Amor que los santos adoraban y contemplaban. Es el mismo que recibieron los Apóstoles en la Última Cena, que compartieron las primeras comunidades, también la Virgen; el mismo que nutrió la fortaleza admirable de los mártires. Es el mismo. No ha cambiado. Nos ama, como los amó a ellos. Se nos da como se les dio a ellos y los hizo santos.
Amarlo mucho es nuestra respuesta a su amor sin medida. No importa que no pueda fijar mi mente por mucho tiempo, que no pueda formular pensamientos profundos o poéticos. Importa el amor: “Señor aquí estoy, porque te quiero y no tengo otra cosa que decirte”…”
“Padre, tu que nos amaste tanto que nos entregaste a tu Hijo, danos la gracia en este adviento para poder mirarte con fe en la Eucaristía”
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