Amor mas fuerte que la muerte mas fuerte que el
pecado
La cruz de Cristo en el Calvario es asimismo
testimonio de la fuerza del mal contra el mismo Hijo de Dios, contra aquél que,
único entre los hijos de los hombres, era por su naturaleza absolutamente
inocente y libre de pecado, y cuya venida al mundo estuvo exenta de la
desobediencia de Adán y de la herencia del pecado original. Y he ahí que,
precisamente en El, en Cristo, se hace justicia del pecado a precio de su
sacrificio, de su obediencia « hasta la muerte », Al que estaba sin pecado, « Dios lo
hizo pecado en favor nuestro ». Se
hace también justicia de la muerte que, desde los comienzos de la historia del
hombre, se había aliado con el pecado. Este hacer justicia de la muerte se
lleva a cabo bajo el precio de la muerte del que estaba sin pecado y del único
que podía —mediante la propia muerte— infligir la muerte a la misma muerte. De este modo la cruz de Cristo,sobre la cual
el Hijo, consubstancial al Padre, hace
plena justicia a Dios, es
también una revelación radical
de la misericordia, es decir,
del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la
historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.
La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el
hombre y todo lo que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y
dolorosos— llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno
sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el
cumplimiento, hasta el final, del programa mesiánico que Cristo formuló una vez
en la sinagoga de Nazaret y
repitió más tarde ante los enviados de Juan Bautista. Según las palabras ya escritas en la
profecía de Isaías, tal programa
consistía en la revelación del amor misericordioso a los pobres, los que
sufren, los prisioneros, los ciegos, los oprimidos y los pecadores. En el
misterio pascual es superado el límite del mal múltiple, del que se hace
partícipe el hombre en su existencia terrena: la cruz de Cristo, en efecto, nos
hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en
la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico Solamente en el
cumplimiento escatológico y en la renovación definitiva del mundo, el amor vencerá en todos los
elegidos las fuentes más profundas del mal, dando
como fruto plenamente maduro el reino de la vida, de la santidad y de la
inmortalidad gloriosa. El fundamento de tal cumplimiento escatológico está
encerrado ya en la cruz de Cristo y en su muerte. El hecho de que Cristo « ha
resucitado al tercer día » constituye
el signo final de la misión mesiánica, signo que corona la entera revelación
del amor misericordioso en el mundo sujeto al mal. Esto constituye a la vez el
signo que preanuncia « un cielo nuevo y una tierra nueva », cuando Dios « enjugará las lágrimas de
nuestros ojos; no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni afán, porque las
cosas de antes han pasado ».
En el cumplimiento escatológico, la misericordia se
revelará como amor, mientras que en la temporalidad, en la historia del hombre
—que es a la vez historia de pecado y de muerte— el amor debe revelarse ante
todo como misericordia y actuarse en cuanto tal. El programa mesiánico de
Cristo, —programa de misericordia— se convierte en el programa de su pueblo, el
de su Iglesia. Al centro del mismo está siempre la cruz, ya que en ella la
revelación del amor misericordioso alcanza su punto culminante. Mientras « las
cosas de antes no hayan pasado », la
cruz permanecerá como ese « lugar », al que aún podrían referirse otras
palabras del Apocalipsis de Juan: « Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él
conmigo » De manera particular
Dios revela asimismo su misericordia, cuando
invita al hombre a la «misericordia » hacia su Hijo, hacia el
Crucificado.
Cristo, en cuanto crucificado, es el Verbo que no pasa; es el que está a la puerta y llama al
corazón de todo hombre, sin
coartar su libertad, tratando de sacar de esa misma libertad el amor que es no
solamente un acto de solidaridad con el Hijo del Hombre que sufre, sino
también, en cierto modo, « misericordia » manifestada por cada uno de nosotros
al Hijo del Padre eterno. En este programa mesiánico de Cristo, en toda la
revelación de la misericordia mediante la cruz, ¿cabe quizá la posibilidad de
que sea mayormente respetada y elevada la dignidad del hombre, dado que él,
experimentando la misericordia, es también en cierto sentido el que «
manifiesta contemporáneamente la misericordia »?
En definitiva, ¿no toma quizá Cristo tal posición respecto
al hombre, cuando dice: « cada vez que habéis hecho estas cosas a uno de
éstos..., lo habéis hecho a mí »? Las
palabras del sermón de la montaña: « Bienaventurados los misericordiosos porque
alcanzarán misericordia », ¿no
constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la Buena Nueva , de todo
el « cambio admirable » (admirabile commercium) en ella encerrado, que es una
ley sencilla, fuerte y « dulce » a la vez de
la misma economía de la salvación? Estas
palabras del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del « corazón
humano » en su punto de partida (« ser misericordiosos »), ¿no revelan quizá,
dentro de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable
unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo
la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la
perfección de la justicia?
El misterio pascual es Cristo en el culmen de la revelación
del inescrutable misterio de Dios. Precisamente entonces se cumplen hasta lo
último las palabras pronunciadas en el Cenáculo: « Quien me ha visto a mí, ha
visto al Padre ». Efectivamente,
Cristo, a quien el Padre « no perdonó » en
bien del hombre y que en su pasión así como en el suplicio de la cruz no
encontró misericordia humana, en su resurrección ha revelado la plenitud del
amor que el Padre nutre por El y, en El, por todos los hombres. « No es un Dios
de muertos, sino de vivos ». En
su resurrección Cristo ha
revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente
porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto —cuando recordamos la
cruz de Cristo, su pasión y su muerte— nuestra fe y nuestra esperanza se
centran en el Resucitado: en Cristo que « la tarde de aquel mismo día, el
primero después del sábado... se presentó en medio de ellos » en el Cenáculo, «
donde estaban los discípulos,... alentó sobre ellos y les dijo: recibid el
Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a
quienes los retengáis les serán retenidos ».
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha
experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor
del Padre que es más fuerte
que la muerte. Y es también el mismo Cristo,
Hijo de Dios, quien al término —y en cierto sentido, más allá del término— de
su misión mesiánica, se revela a sí mismo como fuente inagotable de la
misericordia, del mismo amor que, en la perspectiva ulterior de la historia de
la salvación en la Iglesia ,
debe confirmarse perennemente más
fuerte que el pecado. El
Cristo pascual es la encarnación definitiva de la misericordia, su signo
viviente: histórico-salvífico y a la vez escatológico. En el mismo espíritu, la
liturgia del tiempo pascual pone en nuestros labios las palabras del salmo: «
Cantaré eternamente las misericordias del Señor ».
Juan Pablo II, Dives in Misericordia 8
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