“Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo les voy a dar, es mi carne por la vida del mundo». Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Jesús les dijo: «En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.»” (Juan 6, 51-59).
Las palabras de Jesús sobre el Pan de Vida eterna resultan inaceptables para la mayoría de sus oyentes. Por eso lo abandonan, menos los Doce. Y Jesús los interpela también a ellos, poniéndolos con firmeza ante la alternativa de creerle o de irse.
Mientras Jesús hace curaciones, multiplica y reparte alimentos, todos lo admiran y quieren estar a su lado. Pero aceptar la oferta del Pan espiritual de Vida eterna, que vale infinitamente más, compromete sus seguridades, sus costumbres y su misma religión de ritos externos, sin compromiso de vida.
¿Han cambiado las cosas? ¡Cuántas veces se comulga la hostia!, pero no se comulga con Cristo Resucitado presente en la hostia, en su Palabra, en el prójimo, en la vida cotidiana, en el hogar, en el sufrimiento, en las alegrías, en el trabajo, e incluso en la oración.
Así Jesús resulta un “don nadie”, excluido de la vida… Y entonces no se pueden cumplir sus promesas: “Quien coma de este pan, vivirá para siempre”, “Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí yo en él”. La promesa de Jesús de identificarse con nosotros mediante la Comunión, se hace una realidad tan maravillosa, misteriosa y feliz, que hasta se nos puede volver increíble, inaceptable. Y así es humanamente. Mas para el Amor omnipotente de Dios, nada hay imposible.
Dos preguntas para llegar predispuestos a la proclamación de este evangelio dominical:¿Me contento con recibir la hostia, sin interés alguno de estar con Cristo, amarlo, imitarlo? ¿Me uno a Él, que se hace presente en mi persona, le dirijo la palabra y lo escucho?
Jesús Álvarez, SSP
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