Sobre el Matrimonio y la Eucaristía
El deber de santificación de la familia cristiana tiene
su primera raíz en el bautismo y su expresión máxima en la Eucaristía, a la que
está íntimamente unido el matrimonio cristiano. El Concilio Vaticano II ha
querido poner de relieve la especial relación existente entre la Eucaristía y
el matrimonio, pidiendo que habitualmente éste se celebre «dentro de la Misa».
Volver a encontrar y profundizar tal relación es del todo necesario, si se
quiere comprender y vivir con mayor intensidad la gracia y las
responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano.
En efecto, el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo
con la Iglesia, en cuanto sellada con la sangre de la cruz. Y en este
sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos encuentran la
raíz de la que brota, que configura interiormente y vivifica desde dentro, su
alianza conyugal. En cuanto representación del sacrificio de amor de Cristo por
su Iglesia, la Eucaristía es manantial de caridad. Y en el don eucarístico de
la caridad la familia cristiana halla el fundamento y el alma de su «comunión»
y de su «misión», ya que el Pan eucarístico hace de los diversos miembros de la
comunidad familiar un único cuerpo, revelación y participación de la más amplia
unidad de la Iglesia; además, la participación en el Cuerpo «entregado» y en la
Sangre «derramada» de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero
y apostólico de la familia cristiana.
Sobre la comunión a los divorciados casados de nuevo
La experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien
ha recurrido al divorcio tiene normalmente la intención de pasar a una nueva
unión, obviamente sin el rito religioso católico. Tratándose de una plaga que,
como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos, el
problema debe afrontarse con atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo
han estudiado expresamente. La Iglesia, en efecto, instituida para conducir a
la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, no puede
abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial
sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará
infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a
discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que
sinceramente se han esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido
abandonados del todo injustamente, y los que por culpa grave han destruido un
matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que han contraído una
segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están
subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio,
irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.
En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a
toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando
con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, pudiendo y
aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte a
escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a
perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de
la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana,
a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo,
día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos, los anime, se presente
como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura
reafirma su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados
que se casan otra vez. Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su
estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre
Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además
otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los
fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia
sobre la indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que
les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los
que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a
Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la
indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el
hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los
hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso
de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los
esposos».
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del
matrimonio, a los mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de
los fieles, prohíbe a todo pastor —por cualquier motivo o pretexto incluso
pastoral— efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que
vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de que
se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas y como consecuencia
inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente
contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia
fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu
materno hacia estos hijos suyos, especialmente hacia aquellos que
inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también
quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación pueden
obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación si perseveran en
la oración, en la penitencia y en la caridad.
(Textos extraídos de la Familiaris consortio, números 57 y 84)
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