En la vida del sacerdote la S. Misa diaria marca el ápice de su jornada y de su condición de consagrado en Cristo para la Iglesia. Toda la existencia sacerdotal debería estar ritmada por dos momentos solemnes: la preparación a la S. Misa y la acción de gracias. Es la valiosa sugerencia que S. Pier Giuliano Eymard daba a todos los cristianos de dividir el día en dos partes: la primera parte para prepararse a la Eucaristía y la segunda para dar gracias al Señor por su gran don podría llegar a ser también una regla espiritual del presbítero. Se trata de vivir en vista de la celebración eucarística y en la acción de gracias al Padre por haber celebrado los misterios de nuestra salvación. Así la S. Misa marca diariamente el ritmo de la vida sacerdotal, de los compromisos pastorales, ofreciendo una medida altísima al ministerio sagrado: la búsqueda de la santidad de la vida sobre todas las cosas.
Ante todo prepararse con la oración a la celebración de la S. Misa. Las mismas oraciones que se rezan durante la liturgia ofrecen notables y valiosos puntos de meditación para entrar en el misterio que se va a realizar en el altar. En el momento de la presentación de las ofrendas, que se transustanciarán por el poder de Dios en el Cuerpo y Sangre del Hijo, antes de recitar la oración sobre el cáliz, el sacerdote añade unas pocas gotas de agua al vino y pide dirigiéndose a Dios, creador y redentor de la substancia humana: «Per huius acquae et vini mysterium, eius divinitates esse consortes, qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps», Jesucristo Hijo tuyo y Señor nuestro. El sacerdote ruega para que por el misterio del agua, añadida simbólicamente al vino, podamos ser partícipes de la naturaleza divina de Aquel que se dignó a asumir nuestra naturaleza humana. El agua significa nuestra humanidad asumida por Cristo en la encarnación desde el seno purísimo de la Virgen María, mientras que el vino la naturaleza divina del Hijo, consustancial al Padre y al Espíritu Santo. En la S. Misa, en el momento del ofertorio, el sacerdote, y por medio de él todo el pueblo de Dios presente en la actio liturgica, pide poder llegar a ser consorte de la naturaleza divina de Cristo y ser así introducido por el Hijo en el seno de Dios. Recordando las enseñanzas de la 2 P 1, 4: «divinae consortes naturae», el ministro suplica al Señor poder participar en el misterio de la Encarnación del Verbo, que ahora en su sacrificio, representado en el pan que se convierte en Cuerpo y el vino que se convierte en Sangre, se comunica a los hombres, renovando profundamente toda la creación y su misma vida. Podemos ser partícipes en nuestra pobre humanidad de su divinidad. En la S. Misa se accede a este divino consorcio: lo que es frágil y humano es asumido por el Verbo y transformado en algo perenne; en una palabra, participamos de la eternidad, comunicando al misterio del Hijo de Dios. La vida del sacerdote es como el agua que se vierte en el vino: se ofrece de nuevo a Cristo para que la haga suya en ese momento, precisamente en el acto en el cual Él se ofrece al Padre para la santificación del mundo.
Prepararse a la celebración del sacrificio divino, pues, significa meditar atentamente sobre lo que se va a cumplir: mi vida va a ser asumida por Cristo Sacerdote y con Él me convierto en instrumento de transformación para el mundo; con el Señor participo de la vida divina que redime a la humanidad. Esto requiere en el ministro de Cristo conciencia y cooperación, ofrecimiento de sí mismo. Con las oblatas el sacerdote se lleva sobre todo a sí mismo, su cuerpo, toda su existencia. En razón de este místico consorcio entre Cristo, el ministro sagrado y todos los demás participantes, el sacerdote se prepara para convertirse en ofrenda viva, santa y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Con Jesús el sacerdote se convierte en oblación viva —y, por consiguiente, lo hace posible también para los fieles—, propiamente un «rationabile obsequium», que es el verdadero culto espiritual que se eleva al Padre por medio del Hijo.
Esto puede resonar en la primera parte de una jornada sacerdotal: me ofreceré como sacrificio con el Señor. «Este es mi cuerpo… esta es mi sangre» ahora significará la disposición interior del ministro a ser uno con Cristo, uniendo su cuerpo, uniéndose a sí mismo para la salvación de los hermanos. Aquí está el preludio de lo que el Apocalipsis define las nupcias místicas del Cordero (cf. Ap 19, 9): uno se prepara a celebrar la unión con el Señor entrando ya en la morada interior de su misterio, de su corazón. La mediación sacerdotal debe pasar del nivel ministerial al existencial, de modo que esta dimensión complete a la otra, mostrando en la propia carne la unión del Hijo con su Iglesia. Con estos sentimientos el sacerdote se prepara a subir al altar de Dios. Su recogimiento, por último, al vestir los paramentos sagrados, recitando las oraciones correspondientes que explican su íntimo significado, hace que el ministro se revista completamente de Cristo, lleve su dulce Cruz y se encamine hacia el altar.
Mientras que la preparación a la S. Misa quiere acompañar al ministro de Cristo a entrar progresivamente en la morada más interior del Gran Rey, por usar una expresión de S. Teresa de Ávila, su costado abierto sobre la Cruz, la acción de gracias, que sigue a la acción litúrgica, quiere ser el homenaje de alabanza y amor que se elevan al Padre por haber representado el sacrificio memorial del Hijo. Estamos en la segunda gran mitad de la jornada sacerdotal, de la existencia sacerdotal. Damos gracias a Dios por el ofrecimiento que ha cumplido in persona del Hijo a favor de la Iglesia y de la humanidad a salvar. Hemos ofrecido al Señor. Su santo sacrificio, que hace nuevas todas las cosas, se ha renovado por medio de nuestra acción sacramental. Un nuevo Fiat de amor y obediencia se ha elevado a Dios por medio de Cristo, por medio del sacerdote que en el Hijo dice al Padre: hágase tu voluntad de salvación. El sacerdote ha ofrecido a Jesús, y como había preanunciado en el símbolo de la conmixtión del agua y el vino, también se ha ofrecido a sí mismo, hasta llegar a ser en la comunión con el sacrificio de Cristo uno con el Señor. La liturgia es viva en la medida en que nos transforma en el Señor. Ahora partícipes de Él somos totalmente suyos. Las nupcias del Cordero de Dios se han cumplido. Sólo el silencio y la oración pueden permitir entrar en este misterio. Nuevamente con la oración de la liturgia el sacerdote puede ahora dar gracias al Padre por el don del Hijo y por la acción memorial que ha celebrado. Después de haberse comunicado y haber comunicado a los fieles, mientras purifica los vasos sagrados, la forma extraordinaria del Rito romano hace rezar al sacerdote con estas palabras: «Corpus tuum Domine, quod sumpsi, et Sanguis, quem potavi, adhaereat visceribus meis et praesta; ut in me non remaneat scelerum macula, quem pura et sancta refecerunt sacramenta». Se expresa, con acentos de elevada mística, el deseo de que el Cuerpo del Señor y su Sangre se adhieran a las entrañas del ministro para que en él no quede ninguna mancha, después de que los divinos misterios le han vuelto puro y santo. El sacerdote después de la comunión es uno con el Señor. Verdaderamente puede ser un solo espíritu (cf. 1Co 6, 17), al ser un solo cuerpo con Él: el Cuerpo de Cristo lo transforma en Él, lo hace vivir de Él.
Ora el agere sacerdotal in persona Christi se injerta en el vivire in Christo: es una consecuencia de la vida consagrada del ministro. Una vez más la mediación sacerdotal-sacramental debe transfundirse en la persona del ministro y en toda su existencia, para así vivir de modo prolongado in persona Christi. Vivir de Él porque has comido de Él (cf. Jn 6, 57). «Este es mi cuerpo…» deberá resonar con un acento nuevo después del ofrecimiento sacramental: este cuerpo mío tiene que ser el Cuerpo de Cristo. Aquí tiene todo su alimento el celibato sagrado. No se trata de una especie de facilitación pastoral, de ser libres de una familia humana para dedicarse con más ahínco y sin otros problemas a una nueva familia espiritual. Se trata también de esto, pero no sólo de esto. El sacerdote encuentra en la Eucaristía la verdadera medida de su ser célibe: actúa en la persona de su Señor y, por eso, vive como su Señor; representa su munus salvífico encarnándolo en su vida, a fin de que quien ve al sacerdote pueda ver verdaderamente a Cristo Siervo de Yahvé, que da su vida por la redención de muchos.
Además, dar gracias a Dios después de la S. Misa, con la oración personal, reservándose un espacio suficiente plenamente dedicado al diálogo y al amor con el Señor glorificado, ahora vivo en mí, es realmente indispensable: es la acción de gracias del sacerdote al Señor, como el Hijo da gracias al Padre en la S. Misa. El agradecimiento prolonga el misterio de la Eucaristía en la vida del sacerdote, de algún modo lo encarna en su existencia. La S. Misa, de hecho, es propiamente una acción memorial sacrificial en forma de acción de gracias al Padre. El sacerdote con su oración personal agradece al Padre lo que ha cumplido a favor de toda la Iglesia. Esta oración se convierte en un sacrificio de alabanza, de adoración, que en al amor se eleva a Dios como respuesta sacerdotal al ofrecimiento del Hijo. Así los frutos de la S. Misa, sobre todo la caridad y el celo sacerdotales, pueden madurar en el sacerdote y transformar toda su vida en una acción de gracias al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.
Un gran literato toscano, Domenico Giuliotti, que nos dejó un espléndido comentario espiritual a la S. Misa, introducía así este misterio, en el que llegamos a ser uno con Cristo: «Si nos ofreciésemos sólo a nosotros mismos, no ofreceríamos nada; pero nos ofrecemos a nosotros con Él; injertamos nuestra muerte en su Vida y así vivimos. “Tomad y comed de él, este es mi Cuerpo”. Y nosotros comemos de ese pan que mata la muerte. El infinito penetra así en lo finito; lo finito se dilata, resplandeciendo, en el Infinito. El Creador, rebajándose, eucarísticamente, hasta la criatura, se entrega a ella, celebra con ella las nupcias» (El puente sobre el mundo, p. 10).
En conclusión, en la preparación a la S. Misa y después en la sucesiva acción de gracias es necesario dirigir un pensamiento especial a la Virgen María. Ella es la Virgen que ofrece a Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-36) y más tarde de modo sumo y culminante en el Calvario, donde estaba al lado de su Hijo (cf. Jn 19, 25-27), una con Él. La Virgen María enseña al sacerdote a ofrecer en el altar a la Víctima divina con sus sentimientos maternos, a ofrecer a su Hijo divino y a ofrecerse a sí mismo con Jesús, precisamente como hizo ella. Por las manos inmaculadas de María —que se nos han dado con el amor por ella— el sacerdote ofrece del modo más digno a Cristo, «hostia inmaculada», y se ofrece en acción de gracias a Dios por la salvación de todos los hombres.
P. Serafino M. Lanzetta, FI
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