“No se trata de tener sentimientos y sensaciones, sino una fe viva y pura”
Carta a los sacerdotes sobre la Eucaristía y San Juan de Ávila 8 de mayo de 2008
Mons. Jesus García Burillo, obispo de Ávila
Mis queridos hermanos sacerdotes: Con verdadero gozo nos encontramos en este festivo tiempo pascual, para celebrar a San Juan de Ávila, patrono del clero secular español, y esperamos que no tardando mucho, podamos celebrarle también como Doctor de la Iglesia Universal. Título bien deseado como lo manifiestan las peticiones elevadas a la Santa Sede por tantas personas y ámbitos de la Iglesia universal, y de manera ferviente, por la Conferencia Episcopal Española y por los obispos hermanos de América.
La relevancia que a la Eucaristía damos en nuestro vigente plan Diocesano de pastoral, expresada con claridad en mi última carta pastoral, me lleva a detenerme en la importancia que la celebración y adoración de la Eucaristía tiene para todos nosotros, pastores en la Iglesia de Ávila. Particularmente por la situación que padecemos en nuestra Diócesis debido a la dificultad para poder atender a todas nuestras comunidades y, quizás también, por un cierto cansancio que sentimos a veces al preparar y celebrar la Eucaristía, tal como habéis manifestado en diferentes ocasiones. Quiera el Señor, que no sea por habernos enfriado en el “Amor primero”, como se dice en el libro del Apocalipsis (Ap 2,4).
San Juan de Ávila puede ayudarnos a nosotros, pastores del pueblo de Dios, a darle el Alimento que nunca perece y que nos da la Vida Eterna: El Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados en la Eucaristía por la salvación de todos los hombres (cf. Jn 6,54; Lc 22,14-20). Las dificultades de todo tipo, ambientales y personales, nunca deben enfriarnos en la celebración eucarística, sino más bien “enfervorizarnos”, es decir, “hacernos hervir en Amor”, sentirnos estimulados en Ella. Vienen al caso las palabras de Bernanós en la situación acrisolante que vivimos: “Tú, que vives en medio del fuego, ¿quieres no quemarte y tomarlo con tenacillas?
No podemos olvidar que el Misterio Eucarístico ha nacido del Misterio Pascual: nuestro verdadero Pastor y Pontífice ha ofrecido su vida en la Cruz “de una vez para siempre”, como nos recuerda la Carta a los Hebreos (7,27); pero ha querido actualizar su Misterio Redentor en el Misterio de la Eucaristía. Cruz y Eucaristía están entrañablemente unidas, y así ha de quedar reflejado en nuestra vida, como innumerables veces nos recuerda San Juan de Ávila. Permitidme unos breves apuntes tomados del santo Maestro, que revelan la intimidad y la intensidad con que él vivía su encuentro sacerdotal con Cristo en la Eucaristía, de modo que puedan “engolosinarnos”, según la expresión de la Santa.
San Juan de Ávila trata sobre la Eucaristía en todos sus escritos de modo trasversal, ciertamente, pero de modo especial lo hace en sus Sermones Eucarísticos y en algunos de sus escritos menores, además de en su abundoso Epistolario. Es célebre en este sentido la carta nº 6, dirigida a un sacerdote, mostrándole “cuál será el mejor aparejo y cuál consideración más provechosa para llegarse a celebrar”, la cual me sirve de guía en esta homilía. Como no es posible seguirla entera, os invito a su lectura y meditación reposadas. Lo hago porque nos ayudará a crecer, sin duda, en la experiencia de gracia y de fe, en la experiencia del amor de Dios, en el momento de celebrar la Eucarística, que es el fin principal del Santo al escribir. La celebración de la Eucaristía es la mesa de la Cruz y del Amor, la cual nos hace pregustar la experiencia infinita del divino y eterno Amor. La Eucaristía es el lugar, según san Juan de Ávila, donde de manera eminente se realiza la transformación del hombre en Dios, realizándose el beneficio principal que recibimos en la celebración eucarística, es decir, nuestra deificación. (Cf: S. Juan de Ávila, A un sacerdote, Obras completas, BAC (2003), IV, 41-45 y Meditación del beneficio que nos hizo el Señor en el sacramento de la Eucaristía, II, 759-763).
Esta participación eucarística supone una fe viva, “ilustradísima” según la expresión de san Juan de la Cruz. La participación eucarística así lo exige y así lo realiza. No se trata de tener sensaciones y sentimientos, “gustillos” dirá él, (Cta. 79) a los que esta cultura de los sentidos, de la imagen y del bienestar nos tiene tan acostumbrados. El santo reclama de nosotros, sencillamente, una fe viva, pura y desnuda.
Para que la Eucaristía sea verdadera experiencia de gracia, el santo nos invita haciéndonos partícipes de su misma experiencia. Para comprender mejor “Quién es el que al altar viene” (Cta. 6) y “por qué viene” (Ib), conviene situarnos en la perspectiva de Dios más que en la nuestra, de manera que “cuando ésto se siente,… ¿quién no se enciende en amor con pensar: ‘Al Bien infinito voy a recibir’?” y entonces “será una semejanza del amor de la encarnación, del nacimiento, de la vida y de su muerte, que le renueve lo pasado”. El amor del Señor en la Eucaristía nos hace seres nuevos, personas enteramente renovadas.
En esta misma carta va describiendo el Santo cómo es la vivencia ante el Señor en la Eucaristía: “haga cuenta que oye aquella voz: ¡He aquí que viene el esposo! ¡Viene vuestro Dios! (Mt 25,6) y enciérrese dentro de su corazón y ábralo para recibir aquello que de tal relámpago suele venir”… Y compara esta experiencia de amor con la tenida en la altísima contemplación, en la que no hay palabras sino presencia centelleante, “en dardos de amor”: “En presencia de la infinita Grandeza temblando de su pequeñez y ardiendo en fuego de amor, como arrojados al horno de Él”.
La experiencia eucarística de un Dios cercano, que ha puesto su tienda entre nosotros le hace exclamar: “¡Y qué siente un alma cuando ve que tiene en sus manos al que tuvo nuestra Señora, elegida, enriquecida en celestiales gracias para tratar a Dios humanado, y compara (al sacerdote) los brazos de Ella y sus manos y sus ojos con los propios! ¡Qué confusión le cae! ¡Por cuán obligado se siente con tal beneficio!”… “Nuestros templos están hechos Belem, donde está el mismo Cristo que allí nació envuelto en los pañales de los accidentes de pan” (Advertencias al Concilio de Toledo, 16).
No entiende el santo cómo una Misa bien vivida no vaya a transformar al que la celebra poniendo en él más y nuevas ansias de volver a celebrarla cada día. “Y cómo en acabando la misa le es gran asco ver las criaturas –en comparación con la gloria de Dios y la experiencia del mismo- y le es gran tormento tratar con ellas, y su descanso sería estar pensando en lo que en él habrá hecho el Señor, hasta otro día que tornase a decir Misa”. Son palabras llenas de aliento y estímulo para quienes no experimentan la necesidad de celebrar la Eucaristía a diario, por muchas que sean las misas que hayamos de celebrar. No rechaza a las criaturas sino que destaca el encuentro con el Creador. Ya en el siglo XVI Juan de Ávila urge a celebrar diariamente la Eucaristía, en un momento en que muchos sacerdotes no lo veían necesario: y teniendo en cuenta que cuando el Santo habla de celebrar la Eucaristía no se refiere a que los sacerdotes asistan a ella como fieles cristianos, sino a celebrarla como tal sacerdote, es decir, “in persona Christi”.
Esta centralidad cristológica es la base de toda su experiencia, tan reconfortante para nosotros, sacerdotes del siglo XXI. Por eso él ve en la Eucaristía, presente por ser memorial, toda la historia de la Salvación culminada en Cristo. Lo que le lleva a decir con san Pablo que, tras celebrar la Eucaristía, “vivo yo, pero no soy yo quien vive. Es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). El Esposo está impaciente por venir a nosotros, y no puede vivir lejos de la esposa, por lo que el alma se llenará de amor y “desfallecerá”, como la esposa de los Cantares, pues ya no cabe en ella tanto amor como el esposo le ofrece en la Eucaristía. Literalmente afirma: “Y si entrare en lo íntimo del Corazón del Señor y le enseñare que la causa de su venida -en la Eucaristía- es un amor impaciente, violento, que no consiente al que ama estar ausente de su amado, desfallecerá su alma en tal consideración”. Y desearía el alma, continúa diciendo el santo, poder tener más capacidad de amarle, “tener mil corazones” y poder así responder con Amor a tanto Amor.
Hermanos sacerdotes: Vivimos “tiempos recios”, en expresión de Santa Teresa. Ella no descansó hasta que desde Montilla, y tras mil peripecias y “peligros”, recibiera su Autobiografía el Maestro Ávila, quien la confirmó que su experiencia era de Dios, que poseía buen espíritu… Él fue el oráculo de Dios en el siglo XVI español y punto de referencia para todos, incluidos los grandes santos de la época: Francisco de Borja, Ignacio de Loyola, Fray Luis de Granada, Teresa de Jesús; él que tanto padeció en medio de las tribulaciones que en su alma crearon los malos consejeros espirituales. Nuestros tiempos, necesitados como los del santo Maestro de exigencia auténtica no sólo en la Iglesia, sino también en nuestra sociedad, precisan con urgencia del testimonio de nuestra caridad, de nuestro amor a lo divino. Hoy es necesaria nuestra experiencia viva del Cristo vivo, Resucitado, en la Eucaristía; que da la Vida y la da en abundancia, pues nuestro Dios es un Dios de vivos y vive eucarísticamente entre nosotros. Bástennos estas sencillas reflexiones, pero suficientes para enardecernos en amor eucarístico.
Pidámosle al Señor, por intercesión de nuestra Madre sacerdotal, que nos conceda una fuerte experiencia de gracia en cada Eucaristía que celebramos. Para que la vivamos consciente y responsablemente, como don que es de Cristo a su Iglesia, para la salvación del mundo, con la misma conciencia que expresa la frase que la Beata Teresa de Calcuta mandó poner en la sacristía de todas sus capillas y oratorios, para ayudar al celebrante a prepararse a la Eucaristía con el mismo interés que propugnaba el Maestro Ávila: “Sacerdote de Jesucristo: celebra esta Misa como si fuera tu primera Misa, tu única Misa, tu última Misa” O, como decía el Santo, conscientes de que “necesitaríamos una Eternidad para prepararnos a la celebración de la Misa, otra para celebrarla, y otra para dar gracias por haberla celebrado”.
“Concluyamos ya esta buena plática, tan propia de ser obrada y sentida” –termina el Santo su carta al Lic. Martín de Villar- Sigamos a Jesucristo, nuestro único y verdadero Pastor, en su entrega por todos, haciendo nuestros los versos del poeta que la Iglesia celebra como himno en su Liturgia de las Horas: “Oveja perdida, ven / sobre mis hombros que hoy / no sólo tu Pastor soy / sino tu pasto también /…
Ruego al Señor de todo corazón, que a todos nosotros, a los sacerdotes de nuestra Diócesis de Ávila y nuestros hermanos sacerdotes esparcidos por el mundo entero, nos conceda, como a san Juan de Ávila, un corazón plenamente partícipe de su Corazón de Buen Pastor, para que también, nuestras vidas, como la suya, se conviertan en pasto eucarístico, abundante de vida, hasta que todos juntos lleguemos a gozar de las verdes praderas de su Reino. Amén.
1 comentario:
Excelente!!! Qué maravilla!!! Un escrito lleno del Espíritu santo
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