El momento más solemne de mi vida es siempre en el que recibo la santa Comunión. La añoro y por cada una de ellas doy gracias a la Santísima Trinidad.
Los ángeles- si pudiesen envidiarnos en algo- nos envidiarían dos cosas: primero- poder recibir la santa Comunión; segundo- sufrir.
Me preparo para recibir al Rey. ¿Qué soy yo y qué eres tu, Señor, Rey de la Gloria, gloria inmortal? Oh, corazón mío; ¿Te das cuenta de quien viene a visitarte hoy? Si, lo sé, pero extrañamente no puedo comprenderlo. Oh, si fuera solamente un rey…, pero éste es el Rey de los reyes. El Señor de los señores. Ante El tiembla todo poder y autoridad. Corazón mío, aleja de ti este profundo pensamiento acerca de cómo le adoran los demás, porque no tienes tiempo para ello porque se acerca y ya se posa a tus puertas.
El hoy viene a mi corazón. Cuando oigo que se acerca salgo a encontrarle y le invito. Salgo a su encuentro y le invito a la morada de mi corazón, humillándome profundamente, ante su Majestad. Pero el Señor me levanta del polvo y al ser mi Esposo, me invita a tomar asiento a su lado, para que le diga todo lo que pesa en mi corazón. Y yo atrevida por su bondad, inclino mi bien sobre su pecho y se lo cuento todo. En primer lugar le digo lo que jamás diría a ningún otro ser. Y después hablo de las necesidades de la Iglesia, de las almas de los pobres pecadores que tanto necesitan de su misericordia.
Cuando entró en la morada de mi corazón, mi alma se llenó de tal gran respeto que se desmayó cayendo a sus pies. Jesús le tiende su mano y le permite benévolamente sentarse a su lado. La tranquiliza: “¿Ves? He abandonado el trono del cielo para unirme a ti. Lo que estás viendo es apenas un pequeño ejemplo y tu alma ya se desmaya de amor, ¿Cuánto se asombraría tu corazón si me vieras en la plenitud de la gloria? Quiero decirte, no obstante, que la vida eterna debe iniciarse ya aquí en la tierra a través de la santa Comunión. Cada comunión que recibas se hace más apta para convivir con Dios en toda la eternidad.
Pero el momento pasa rápidamente. Jesús, debo alejarme al exterior para acudir a los deberes que me están esperando. Jesús me dice que queda aún un rato para la despedida. Una profunda mirada mutua y aparentemente nos separamos pero nunca de hecho. Nuestros corazones están incesantemente unidos aunque exteriormente yo esté ocupada por distintas obligaciones. No obstante, la presencia de Jesús me sumerge continuamente, en profundo recogimiento.
Así que, Rey mío, no te pido mucho aunque se que me puedes dar todo. Te pido solamente: quédate como el Rey de mi corazón por los siglos de los siglos y eso me basta.
Santa Faustina Kowalska
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