Homilía de Mons. Marino, Obispo de Mar del Plata, en la dedicación de la iglesia y del altar de la parroquia San Andrés (Miramar, 10 de mayo de 2012)
Queridos hermanos:
Nos congrega esta tarde la ceremonia de la solemne dedicación de esta iglesia parroquial de San Andrés, donde desde 1891, hace ciento veintiún años, se celebran los sagrados misterios de nuestra fe. También dedicamos el nuevo altar. Gracias a la solicitud pastoral del párroco, P. Fernando Mendoza, este templo se restaura y recupera en parte su antiguo esplendor.
El templo litúrgico y su altar son dos realidades cargadas de profundo simbolismo. Por eso la Iglesia, madre y maestra de los fieles, despliega en los ritos una hermosa pedagogía. Los signos suelen ser más elocuentes que las palabras. La aspersión con el agua, el perfume del incienso, la unción con el óleo llamado crisma, la iluminación del altar y de la iglesia, han de llamar la atención de todos cuantos asistimos a esta celebración.
De esta ceremonia inusual y vistosa, no ha de quedar, sin embargo, el simple recuerdo de una inauguración de cosas nuevas, sino el estímulo poderoso para nuestro mayor compromiso con la fe católica que profesamos.
Nuestro tiempo se caracteriza por una negación del orden puesto por Dios en la naturaleza misma de las cosas y, como consecuencia, asistimos a un verdadero derrumbe del cuerpo de leyes que hasta ahora expresaban ese orden o lo presuponían y lo protegían. La ley divina y natural es ignorada y en lugar de las leyes anteriores se sancionan otras nuevas que nos llenan de estupor.
Pero en medio de esta dolorosa devastación, la presente ceremonia nos reconforta no sólo por su belleza sino por su significado profundo. Aquí se nos habla de edificación y no de derrumbe. Estos ritos de la dedicación de una iglesia nos recuerdan que todos los bautizados, sólidamente cimentados en Cristo, formamos el templo de Dios. Así lo enseña San Pablo: “Nosotros somos cooperadores de Dios y ustedes son (…) el edificio de Dios (…). El fundamento ya está puesto y nadie puede poner otro, porque el fundamento es Jesucristo” (1Cor 3,9.11). También nos lo dice el apóstol San Pedro: “Al acercarse al Señor, la piedra viva, rechazada por los hombres pero elegida y preciosa a los ojos de Dios, también ustedes a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo” (1Ped 2,4-5).
Aquí se nos habla de alegría y no de tristeza. Este templo material, en efecto, es una imagen real, aunque muy imperfecta y provisoria, del templo perfecto y eterno que es la misma Trinidad Santísima, morada definitiva de nuestra felicidad garantizada por Dios. De esta espléndida morada de Dios que habita en medio de los hombres, nos habla el libro del Apocalipsis: “Esta es la morada de Dios entre los hombres: Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó” (Apoc 21,3-4).
Aquí se nos habla de belleza y armonía, de orden y esplendor, de fragancia y suavidad, de gloria verdadera y de todo lo que el corazón del hombre busca tantas veces sin saberlo. En los ritos solemnes anticipamos la belleza eterna y nos llenamos de su luz. Los signos de esta Misa nos remiten, por decirlo con palabras del Apocalipsis, a una Ciudad donde “su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero” (Apoc 21,22-23).
Necesitamos llenarnos de esta luz para proyectarla alrededor nuestro, cuando crecen las sombras en la noche moral de nuestro tiempo. Si en nuestra sociedad sus dirigentes optan por negar la ley de Dios, y legislar contra la dignidad del hombre y el respeto sagrado a la vida, aquí en esta casa nos comprometemos como los apóstoles a “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29), y a proclamar que somos el pueblo de la vida y al servicio de la vida. El Evangelio que anunciamos es un mensaje de Vida.
De distintas formas se atenta contra la vida: el aborto y la eutanasia, las falsas concepciones sobre el matrimonio y la familia, las condiciones infrahumanas de vida y el trabajo precario, la difusión de la droga y la falta de inclusión educativa, entre otras muchas formas de agravio a la dignidad del hombre.
Este templo que hoy es solemnemente dedicado, pertenece a la identidad de esta ciudad que fue creciendo con el tiempo. En el atrio descansan los restos del Padre Juan Marsiglio, sacerdote italiano, sencillo e íntegro, que supo transmitir la fe, y a quien se debe la existencia del Colegio. Esta ciudad ha conservado un espíritu de familia, como un ambiente propicio para la crianza de los niños y una reserva de ecología humana.
Sabemos bien que la familia es el pilar fundamental de la sociedad, que sin embargo hoy se pretende socavar desde las mismas aulas ignorando el derecho natural de los padres a ejercer su libertad de conciencia y a decidir sobre la educación moral de sus hijos. Como obispo de esta diócesis quiero aquí anunciar el lema acuñado para acompañar en este bienio pastoral la tarea de apoyo y defensa de este patrimonio de la humanidad: “La familia educadora en la fe”. La fe sana y restaura el corazón del hombre y proyecta luz abundante sobre la familia.
Es desde la fe que se disipan y esclarecen muchas verdades sobre la constitución natural de la misma; verdades de suyo alcanzables desde la razón natural. Pero dada la debilidad que el pecado del hombre ha dejado en el entendimiento y en su corazón, sólo la luz de Cristo permite restaurar plenamente su verdad. Es desde las verdades iluminantes del credo que el hombre encuentra la plenitud de aquello que con fatiga busca.
La luz de la fe y el resplandor de la belleza de este día deben ayudarnos a entender y a comprometernos en la construcción de una ciudad digna del hombre. De cada cristiano depende que la fe personal de cada fiel se vuelva testimonio y termine formando mentalidad común y convirtiéndose en cultura.
Celebramos la dedicación de esta iglesia y celebramos la dedicación del nuevo altar. Ambos símbolos nos dirigen un mensaje apremiante. Como edificio de Dios, compuesto por piedras vivas, la Iglesia será un templo siempre inacabado hasta el fin de los tiempos. A nosotros toca contagiar a otros nuestra alegría de pertenecer a él a fin de embellecerlo, agrandarlo y elevarlo. En la intención de Dios y en la nuestra debe alcanzar las dimensiones del mundo y de la historia. Hay mucho lugar en el templo espiritual. Nuestra alegría debe consistir en ver retornar al que un día se fue, y en recibir al que nunca entró en él.
El altar es símbolo de Cristo, que es al mismo tiempo sacerdote, altar y víctima de su propio sacrificio. En este lugar donde acontece lo más importante, Jesucristo se hace presente con su sacrificio y nos invita a la comunión con su misterio pascual. El altar es un signo que nos recuerda las palabras de San Pablo: “Hermanos, yo los exhorto por la misericordia de Dios a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios: éste es el culto espiritual que deben ofrecer. No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12,1-2).
En el símbolo del altar, encontramos la culminación y fuente de toda la tarea evangelizadora de la Iglesia. Hacia el altar de la Eucaristía tienden todas nuestras obras y desde él adquieren toda su fuerza.
Sea éste un día de legítima alegría y entusiasmo para un nuevo impulso evangelizador. Expreso mis sinceras felicitaciones al P. Fernando Mendoza. Saludo cordialmente a las autoridades presentes y a las diversas instituciones. Y a todos imparto mi bendición.
Mons. Antonio Marino, obispo de Mar del Plata
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