La piedad eucarística
es en el siglo XX una parte integrante de la espiritualidad cristiana común.
Por eso ya San Pío X sólo expresaba una convicción general cuando decía: «Todas
bellas, todas santas son las devociones de la Iglesia Católica, pero la devoción
al Santísimo Sacramento es, entre todas, la más sublime, la más tierna, la más
fructuosa» (A la Adoración Nocturna Española 6-VII-1908).
¿Y después del Vaticano
II? La gran renovación litúrgica impulsada por el Concilio también se ha
ocupado de la piedad eucarística. Concretamente, el Ritual de la sagrada
comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa es una realización de la
Iglesia postconciliar. Antes no había un Ritual, y la devoción eucarística
discurría por los simples cauces de la piadosa costumbre. Ahora se ha ordenado
por rito litúrgico esta devoción. Por otra parte, en el Ritual de la dedicación
de iglesias y de altares, de 1977, después de la comunión, se incluye un rito
para la «inauguración de la capilla del Santísimo Sacramento». Antes tampoco
existía ese rito. Es nuevo.
Son éstos, sin duda,
gestos importantes de la renovación litúrgica post-conciliar. Y los recientes
documentos magistrales sobre la adoración eucarística que hemos recordado, más
explícitamente todavía, nos muestran el gran aprecio que la Iglesia actual
tiene por esta devoción y este culto.
Por eso aquéllos que
hoy, en vez de podar el árbol de la devoción a la Eucaristía de ciertos excesos
sentimentales o deficiencias doctrinales, lo cortan de raíz se están alejando de
la tradición católica y, sin saberlo normalmente, se oponen al impulso
renovador de la Iglesia actual.
Ya en 1983 observaba
Pere Tena: «sabemos y constatamos cómo en muchos lugares se ha silenciado
absolutamente el sentido espiritual de la oración personal ante el santísimo
sacramento, y cómo esto, juntamente con la supresión de las procesiones
eucarísticas y de las exposiciones prolongadas, se considera como un progreso»
(La adoración eucarística, «Phase» 1994, 209). Hay parroquias hoy que no tienen
custodia, y en las que el sagrario, si existe, no está asequible a la devoción
de los fieles. Es una vergüenza y una gran pena.
La supresión de la
piedad eucarística no es un progreso, evidentemente, sino más bien una
decadencia en la fe, en la fuerza teologal de la esperanza y en el amor a
Jesucristo. Y no parece aventurado estimar que entre la eliminación de la
devoción eucarística y la disminución de las vocaciones sacerdotales y
religiosas existe una relación cierta, aunque no exclusiva.
Juan Pablo II, en su
exhortación apostólica Dominicæ Coenæ, no sólamente manifiesta con fuerza su
voluntad de estimular todas las formas tradicionales de la devoción
eucarística, «oraciones personales ante el Santísimo, horas de adoración,
exposiciones breves, prolongadas, anuales –las cuarenta horas–, bendiciones y
procesiones eucarísticas, congresos eucarísticos», sino que afirma incluso que
«la animación y el fortalecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa
auténtica renovación que el Concilio se ha propuesto y de la que es el punto
central». Y es que «la Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto
eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos
tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y
abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra
adoración».
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