El oficio de Lectura del tercer domingo durante el año nos hace meditar una enseñanza fundamental del concilio Vaticano
II, en su constitución sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium, donde da una
enseñanza de suma importancia para la espiritualidad cristiana:
«Cristo está siempre
presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el
sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por
ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz” [Trento],
sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en
los sacramentos, de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza
[S. Agustín]. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la
Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la
Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20)».
Pablo VI, en su
encíclica Mysterium fidei, hace una enumeración semejante de los modos de la
presencia de Cristo (19-20), y añade: «Pero es muy distinto el modo,
verdaderamente sublime, con el que Cristo está presente a su Iglesia en el
sacramento de la Eucaristía… Tal presencia se llama real no por exclusión, como
si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal
y sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y
hombre, entero e íntegro» (21-22). Ésta es la fe de la Iglesia:
La Iglesia cree y confiesa
que «en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del
pan y del vino, se contiene verdadera, real y substancialmente nuestro Señor
Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas
sensibles» (Trento 1551: Dz 874/1636).
La divina Presencia
real del Señor, éste es el fundamento primero de la devoción y del culto al
Santísimo Sacramento. Ahí está Cristo, el Señor, Dios y hombre verdadero,
mereciendo absolutamente nuestra adoración y suscitándola por la acción del
Espíritu Santo. No está, pues, fundada la piedad eucarística en un puro
sentimiento, sino precisamente en la fe. Otras devociones, quizá, suelen llevar
en su ejercicio una mayor estimulación de los sentidos –por ejemplo, el
servicio de caridad a los enfermos o a los pobres–; pero la devoción
eucarística, precisamente ella, se fundamenta muy exclusivamente en la fe, en
la pura fe sobre el Mysterium fidei («præstet fides supplementum sensuum
defectui»: que la fe conforte la debilidad del sentido; Pange lingua).
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