Señor
mío Jesucristo, Creador y conservador del cielo y de la tierra, Padre el más
amoroso, médico el más compasivo, maestro sapientísimo, pastor el más
caritativo de nuestras almas. Aquí tenéis a este miserable pecador, indigno de
estar en vuestra presencia y más indigno aún de acercarse a ese banquete
inefable. ¡Ay, Señor! Cuando considero vuestra infinita bondad en querer venir
a mí, me pasmo..., y al mirar la multitud de pecados con que os ofendí y
agravié en toda mi vida, me confundo, me ruborizo y me siento compelido a
deciros: «Señor, no vengáis...; apartaos de mí, porque soy un miserable
pecador». Si el Bautista no se consideraba digno de desatar las correas de
vuestro calzado, ¿cómo mereceré yo tan grande honor?... Si el temor y el
respeto hace que tiemblen los Ángeles en vuestra presencia, ¿podré yo no
temblar al presentarme y sentarme a vuestra mesa divina? Si la Santísima Virgen ,
aunque destinada para ser vuestra Madre, y condecorada con todas las
excelencias, prerrogativas y gracias posibles en una pura criatura, se
considera, sin embargo, como una esclava, e indigna de concebiros en sus
purísimas y virginales entrañas, ¿podré yo, miserable pecador, lleno de
imperfecciones y defectos, tener valor para recibiros en mi interior? ¡Ay,
Señor! ¿No os horroriza este delincuente?... ¿No os causa asco el venir a mi y
entrar en tan vil e inmunda morada?
En verdad, Señor, que yo no tuviera valor para acercarme a
Vos, si primero no me llamaseis, diciéndome como a otro Zaqueo, no una vez
sola, sino tantas cuantas son las inspiraciones con que me dais a conocer el
deseo que tenéis de venir a mi: Baja, Zaqueo, pues hoy quiero hospedarme en tu
casa. Pero ¿qué es lo que os mueve a venir a mí, Señor? ¿Mis méritos? ¿Mis
virtudes? ¿Cómo hablará de virtudes y méritos un pecador como yo?, ¡ah, ya lo
entiendo, Señor; mis miserias, mi pobreza: esto es lo que os mueve. ¡Oh exceso
de amor!
Vos dijisteis que no son los sanos los que necesitan del
médico, sino los enfermos; y he aquí por qué queréis venir: veis mi urgente
necesidad, y el deseo de remediarla os impele. En efecto, Señor, es tal el
estado de mi alma, que puedo decir con verdad: «De la planta del pie a la
coronilla de la cabeza no hay en mi parte sana»; ¡tantas son mis
imperfecciones! No obstante, aquí me tenéis, Señor; me presento a Vos, no
porque de Vos me juzgue digno, sino porque no puedo vivir sin Vos; iré a Vos
cual otro mendigo al rico, para que remediéis mis miserias y para que me
libréis del ahogo de mis faltas e imperfecciones; iré porque las grandes enfermedades
que me aquejan sólo Vos podéis remediarlas; una mirada compasiva, divino
Médico, y quedarán sanas mis potencias y sentidos.
Párate aquí un poco y descúbrele confiado todos tus males
corporales y espirituales, y después prosigue:
Virgen Santísima: ya que compadecida de los esposos de Cana
de Galilea los sacasteis del apuro, alcanzándoles de Jesús aquella milagrosa
conversión del agua en vino, pedidle también que obre en mi favor un prodigio
semejante, concediéndome las gracias que para recibirle dignamente he menester.
A Vos nunca os dio un desaire; siempre sois atendida: interesaos, pues, por mí;
haced en mi favor cuanto podéis. ¡Oh, cuánto lo necesito!
Ángeles santos: veis que voy a sentarme a la santa Mesa y
comer al que es vuestro pan; alcanzadme que yo vaya con el vestido nupcial y
ataviado con el adorno de todas las virtudes.
¡Oh Santos todos moradores del cielo! Interesaos por mí, y
haced que yo me llegue al augusto Sacramento cual os llegabais vosotros, y que,
sacando de él los frutos que vosotros, pueda decir con verdad: «Vivo yo, mas no
yo, sino que vive en mi Cristo ». Con esta fe, esperanza, confianza y amor me
llego a Vos, Señor y Dios mío.
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