En primer lugar, el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, y luego el del Orden Sagrado, el Sacerdocio, dedicado esencialmente a su renovación, de modo que el misterio de Cristo llegue fresco y vibrante a cada generación hasta el Fin de los Tiempos.
Porque la historia puede ser imaginada como una serie de altares, en cada uno de los cuales hay un cáliz que es llenado con la sangre que brota del costado abierto del Señor.
Esa noche santa, habiendo llegado su hora, Cristo hizo su Pascua al dar comienzo a la Nueva Alianza sellada con la sangre del Cordero de Dios, que al día siguiente iba a ser inmolado en la cruz, para librarnos del pecado y reconciliarnos con el Padre.
Pero no sólo había llegado la hora de Jesús, sino también la del Príncipe de las tinieblas y sus secuaces, quienes traicionarían al Señor causándole una angustia de muerte.
Estas dos horas, la de Dios y la del Demonio, se compaginan en el misterio de la Cruz que une, por una parte, el deicidio, cuyos autores son Judas, los sanedritas, los judíos, luego todos los hombres en cuanto pecadores, y detrás de ellos el Poder de las Tinieblas, con la entrega de Jesús que libremente se encamina a su muerte como un atleta.
Por eso la Última Cena sólo puede entenderse a través del prisma de la Cruz. El Jueves Santo no se comprende independientemente del Viernes Santo, porque en la Cena entregó el Señor el mismo Cuerpo que al día siguiente sería martirizado, y la misma Sangre que luego manaría a raudales de su cabeza, de sus manos y de su costado.
La Cena y la Cruz conviven en relación estrecha, sólo semejante a la que existe entre la Cruz y la Misa. Porque tanto en aquélla como en ésta, se inmola el mismo Sacrificio realizado de una vez y para siempre sobre el Leño del Calvario.
En la Eucaristía, suprema manifestación de la caridad de Cristo y grano de trigo molido por nuestros pecados, se nos entrega el memorial de su Pasión a modo de alimento para nuestra salvación.
Por ello debe ser también fuente de nuestra propia caridad, puesto que los que se han hecho uno en Cristo, no pueden vivir enemistados. Esa caridad que florece en actos que son como el rebrote palpitante del sacramento recibido en la Santa Misa.
La santa Eucaristía que se recibe en la Conmemoración de la Cena del Señor, tiene que tener sabor al leño amargo de la Cruz. Que al recibirla nos comprometamos a identificarnos cada vez más con el Cordero que se inmola por nuestra redención; y que ella nos ayude a hacer nuestra Pascua mediante la práctica actuante de la caridad, pasando del mundo de pecado en el que vivimos al nuevo mundo de la gracia y de la Resurrección.
P. Alfredo Sáenz
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