Me di cuenta de esta verdad cuando asistí a una Misa al aire libre en un país montañoso de América Latina. Muchas personas muy pobres participaron en esta Misa. El sacerdote usó una mesa como altar. Llevaron a un niño que sufría de quemaduras muy severas y tenía su cuerpo lleno de ampollas. Recuerdo haber pensado: "Dios mío, no hay realmente nada qué hacer. Está tan mal. No tenemos médicos ni medicinas aquí." Yo admiraba al sacerdote. Su fe en el Señor me enseñó que debo dejar que Jesús haga lo que sólo El puede hacer en y a través de la Eucaristía: cambiar nuestra vida. Oramos por el pequeño y después el sacerdote le dijo a la anciana mujer que lo había llevado a la Misa: "Sólo déjelo ahí, debajo la mesa y prosigamos con la celebración de la Eucaristía". En el transcurso de la Misa, me sorprendió grandemente la participación de la gente en la celebración. Me impresionó que el sacerdote fuera tan consciente de lo que estaba haciendo a través de la liturgia, él hizo que la Misa cobrara vida para esas pobres personas. Era evidente por la manera de actuar del sacerdote que estaba emocionado por la Misa, que tenía una fe profunda y personal en Jesús. De hecho así lo transmitió a las personas que asistimos a esa Misa al aire libre. Cuando llegamos a la Consagración, yo tenía los ojos cerrados. Al abrirlos, descubrí que la gente estaba postrada en el suelo, sólo elevaban sus ojos para adorar al Señor. La mirada en sus rostros me hizo pensar que ellos realmente creían que Ese era Jesús." Después, cuando miré la Hostia Consagrada, en mi imaginación, ví la figura más hermosa de Jesús con ambas manos extendidas. El sonreía con mucho amor y compasión. Abrazó a esa pobre gente y dijo: "Vengan a Mí los que estén cansados, Yo les daré vida y fe." Fue en ese momento que entendí en lo mas hondo de mi corazón: "Querido, Jesús, ése eres realmente Tú. Podrá aparecer sólo pan y vino, pero sólo Tú pudiste pensar en un modo tan creativo para hacerte presente entre Tu pueblo." Al terminar la Misa, fui a ver cómo estaba el niño. Lo habían colocado debajo de la mesa que sirvió como altar, pero ya no estaba ahí. Yo le pregunté a la mujer que lo trajo a la Misa: "¿Dónde está?" Ella me dijo, señalando un grupo de niños que jugaban ahí cerca: "Ahí está". Ví al niño y se veía muy bien. No había nada malo en ese pequeño. Y dije en voz alta, más para mí que para los demás: "¿Qué le pasó?" La anciana mujer me miró y me dijo: "¿Cómo que qué le pasó? ¿Acaso no vino Jesús?" Durante esa Misa y como en todas las Misas, el sacerdote extendió sus manos sobre el pan y el vino e invocó la acción del Espíritu Santo para santificar esta acción "a fin de que se convierta en el Cuerpo y la Sangre" de Jesús. Cuando el sacerdote dijo esa oración, vino el Espíritu Santo, pero ciertamente no se limitó sólo a hacer lo que el sacerdote pidió. El Espíritu infundió Su poder en ese pequeño y el niño fue transformado, fue completamente sanado. Ese mismo día, al comienzo de la Misa, ví a otro niño con su carita totalmente deformada. Al final de la Misa, su madre corriendo hacia mí con su hijo en brazos. Me dijo: "Hermana, mire a mi pequeño". La deformación había sido curada. Yo fui la única que se sorprendió, pero el sacerdote había tenido la capacidad de introducir a la comunidad con Jesús vivo. Como la mujer del Evangelio, ellos se acercaron a Jesús con una Fe expectante. No fueron simplemente a ver lo que el sacerdote hacía o a criticar cómo predicaba y celebraba la Misa. Era su Eucaristía. Habían ido a participar con Jesús de una celebración que sería ofrecida al Padre y tomaron parte también de ese ofrecimiento. Para ellos, fue una experiencia viva de Jesús. Abandoné esa montaña con un entendimiento totalmente nuevo de la Eucaristía.
No se trata únicamente, pues, de lo que yo puedo hacer para acercar a la gente a la Eucaristía ni de que sean muy reverentes y le digan a Jesús que lo aman. Eso está muy bien, pero se trata más bien de lo que Jesús puede y quiere hacer por todos nosotros, por el mundo entero. Jesús no necesita que nosotros vayamos a la Misa, somos nosotros quienes necesitamos a Jesús. Esa noche no pude dormir. Estaba muy inquieta. Sentí como si Dios estuviera tratando de decirme algo. Cerca de las cuatro de la mañana, todavía estaba despierta. Me volteaba hacia un lado y hacia el otro. Así que me levanté y me arrodillé a la ori¬lla de la cama y dije: "¿Jesús, qué es lo que quieres decirme'?" Sentí que el Señor me decía: "Debes darme a conocer en la Eucaristía. La gente se acerca a ti. Mucha gente vendrá a ti en busca de sanación. Cuántos dirán: “Oh si tan solo lográramos que Sor Briege nos tocara” o bien “Si Sor Briege nos impusiera las manos, seríamos sanados”. “Muchos se hacen dioses falsos de las personas que trabajan en el ministerio de sanación. Las buscan a ellas y no a Mí. Yo vengo todos los días en la Eucaristía. Yo prometí darles vida, dárselas en abundancia, llenarlos de fortaleza en su peregrinación”. "Quiero que vayas al mundo y me señales en la Eucaristía. Quiero que le digas a todos que aparten sus ojos de Briege McKenna y los pongan en su Señor Eucarístico, que pongan su fe en Mí. Tú puedes desilusionarlos y los vas a desilusionar como sucederá con cualquier persona que atraiga a la gente, a sí misma. Pero si los conduces a Mí, nunca quedarán defraudados”. Una vez más, esto me mostró que yo tenía que ser una señal que anunciaba a Jesús. A partir de esta experiencia de oración, comencé a centrar mis enseñanzas en la Eucaristía.
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