No ha sido, ni es, fácil escuchar lo que Dios nos quiere decir. A menudo el ruido interior y la dispersión, en la que solemos caer los seres humanos, ha hecho difícil percibir la presencia de Dios. Y es que para escuchar a Dios y acoger su plan hace falta hacer un silencio profundo que nos haga receptivos y nos disponga para cumplir su voluntad.
Uno nunca sabe cómo se manifestará Dios. La historia del pueblo escogido nos muestra cómo el Señor se fue revelando de distintas maneras. Todas exigieron siempre una profunda atención. Cabe pensar que el hombre no hubiera podido acoger la presencia divina y conocer su plan si no hubiera recibido el don de un silencio profundo y receptivo, tanto interior como exterior.
Uno de esos casos que exigieron profundo silencio ocurrió con el profeta Elías. El Señor quiso hacerse oír en el silencio. En el Primer libro de los reyes se relata este encuentro del profeta con Dios. Elías, después de pasar la noche en vela orando en una cueva, es llamado por Yavé para que salga al monte: "Y he aquí que Yavé pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yavé, pero no estaba Yavé en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra, pero no estaba Yavé en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yavé en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz..." (1R. 19, 11-13).
Como se ve en este pasaje, Dios no se quiso manifestar en el estruendo sino en el susurro de una brisa suave. Para percibir su presencia hacia falta un atento y recogido silencio. Con frecuencia los hombres no tuvieron el silencio necesario para escuchar la voz de Dios. Esto los alejó de sus designios. La historia del pueblo de Israel está llena de ejemplos de este tipo de situaciones. Los profetas se vieron movidos a menudo a pedir silencio para escuchar la voz de Dios. Por eso el profeta Habacuc pide: "¿Silencio ante él, tierra entera!" (Ha. 2, 20). En un clima de silencio así se puede esperar Su presencia en cualquier manera y en cualquier momento. Y así vivir lo que dice el libro de las Lamentaciones: "Bueno es esperar en silencio la salvación de Yavé" (Lm. 3, 26)
Son muchos los ejemplos que se podrían sacar de la historia de la humanidad de cómo la viviencia de un silencio integral y activo ha sido ámbito propicio para escuchar y poner por obra el plan de Dios. Lo fue para María quien acogió en su corazon silencioso el anuncio de que sería la madre del Redentor. Lo ha sido a lo largo de dos mil años de historia de fe para tantos hombres que siguieron el designio divino. Y lo sigue siendo hoy a pesar de lo desacostumbrado que el hombre actual parece estar para hacer silencio. El misterio de nuestra reconciliación - y por ende de nuestra plenitud humana - sigue necesitando el silencio para ser acogido plenamente. El Señor sigue hablando en el silencio, como en el principio, y sigue esperando la respuesta del corazón que sabe escucharlo, porque ha sabido hacer silencio.
El silencio es pues un excelente medio que nos capacita para acoger el misterio y escuchar al Señor. Y desde ahí reconstituir toda nuestra vida, en lo personal y en lo comunitario, incluso con relación a la creación. Se trata de recorrer la senda del cumplimiento del plan de Dios que nos presenta al Señor Jesús como camino y modelo de realización y plenitud humana.
El Señor Jesús, como nos lo enseña el Concilio Vatifcano II, es quien le da a conocer el hombre al propio hombre y le descubre el sentido y sublimidad de su vocación. En él "se restaura internamente todo el hombre", pues "en él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado". Por eso, se señala allí mismo que "el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado". De ahí que nuestra plenitud humana solo se alcance verdaderamente a través de la conformación con el Señor Jesús, hecho hijo de mujer para la reconciliación de los hombres. Y para ello, el silencio se presenta como un camino muy apropiado. Ahí tenemos el ejemplo de nuestra madre María, quien vivió de manera singular el misterio redentor en su vida desde la plena adherencia que empezó en el silencio en el que pronunció el "hágase" que nos devolvió el camino de la verdadera libertad y que se manifestó de manera tan singular al pie de la cruz de su hijo.
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