La presencia del Señor en la Eucaristía es un misterio grande. El inmenso y bellísimo misterio de un Dios que ha querido encarnarse, anonadarse; que se dejó abrazar, tocar, y también comer, que se hizo palabra de consuelo, gesto de ternura y pan de vida.
El Omnipotente, el Innombrable, el Infinito, el Inalcanzable, el que era motivo de temor para el Antiguo Testamento, ante el cual había que taparse el rostro para no caer muerto al verlo cara a cara, este Dios Inmenso comete la "amorosa imprudencia" de quedarse entre nosotros y para nosotros bajo la forma de pan y vino.
Misterio de descalabro, de celebración gozosa para los pequeños y de escándalo para los fariseos: un Dios que se deja tomar entre las manos, que se deja pasar de mano en mano, con el riesgo de que no siempre ellas estén lo suficientemente limpias como el Señor merecería. y Ello sabe... e insiste en quedarse, y no se arrepiente ni quiere volver para atrás. No le interesa ser sólo un motivo de reverente y fría admiración, cuidadoso de no rozarse con nuestras miserias, para no ensuciarse. El nunca temió ni le escapó a las heridas del corazón, que como dicen "muchas veces supuran más que las del cuerpo", al contrario las ha venido a buscar, las ha asumido en su carne bendita y en ella las ha purificado llevándoselas a la cruz ya la Resurrección.
"Tus heridas nos han curado", nos dice bellamente la Liturgia de Semana Santa.
Nunca el Señor en el Evangelio es duro con el pecador que se reconoce pequeño, necesitado; en cambio sí lo es con los fariseos, los que la juegan de buenitos, los que intentan "tapar" con buenos modales -también religiosos-las malas costumbres. A ellos los llamará entre otras cosas nada lindas: "sepulcros blanqueados", que por más bonito que tengan el frente, adentro albergan un cadáver maloliente.
Es cierto que esta decisión amorosa del Señor de asumir plenamente nuestra fragilidad no nos libera, al contrario: nos obliga a llegar a la Eucaristía con el corazón lo mejor dispuesto posible, en primer lugar por cariño y respeto, y también porque la Eucaristía se celebra en comunidad, y por lo tanto nuestro testimonio será cristiano en la medida que nuestros gestos sean cada vez más coherentes con nuestra fe y así no escandalicemos y alejemos a la gente de la Iglesia y a veces de Dios, cuando advierten desconcertados en nosotros ese quiebre entre lo que pensamos o proclamamos y lo que vivimos, entre nuestro creer y nuestro obrar, entre lo que nos ven manifestar públicamente cuando nos acercamos a comulgar en la misa y lo que nos ven hacer durante la semana en el trabajo, entre la fidelidad y piedad aparentada en el gesto cultual y la infidelidad y el "chanchullito" llevado a cabo en la trastienda.
Pero también es cierto que esto no nos tiene que hacer olvidar que la Eucaristía no es el premio a los "intachables", sino el alimento de débiles que necesitan ser fortalecidos; de heridos que necesitan ser curados, o aliviados; de hijos pequeños que necesitan sentir la paternidad de Dios; de ciegos, que necesitan la luz; de hombres y mujeres que por esas vueltas de la vida hemos perdido el camino, y entonces venimos al que es "el Camino", para que nos saque, con la delicadeza con la que sólo Él sabe hacerlo, de los acantilados donde fuimos a parar, nos entablille los huesos rotos en la desbarrancada y nos ponga de nuevo en la buena senda. O si vamos más o menos bien, podamos perseverar y no tentamos de dejar el sendero estrecho para indagar recodos o atajos falsos. O cansamos y quedamos al "costado del camino".
Hermosamente expresa Descalzo, que además de periodista y poeta era sacerdote, esa conciencia y sentimiento hondo de indignidad y de agradecimiento ante el contraste entre el amor empecinado de Dios en brindársenos en la Eucaristía y nuestra pequeñez:
¿ Cómo es posible, oh Dios, que cada día o levante tu Sangre entre mis manos
y que mis labios sigan siendo humanos y que mi sangre siga siendo mía?
Treinta años sacerdote, y todavía nada sé de tu amor, y he vuelto vanos tus doce mil prodigios soberanos y doce mil millones perderia.
¡No vengas más! Refúgiate en tu cielo o búscate otras manos más amigas!
¡Yo soy capaz de congelar tu fragua! Me das amor, y te lo torno hielo.
Siembras tu carne, y te produzco ortigas.
Viertes tu Sangre, y la convierto en agua.
Describiendo esta presencia especial de Jesús en la Eucaristía :omo una "permanente invitación al encuentro con Él", el reciente documento del Episcopado Argentino que lleva por nombre "Jesucristo, Señor de la historia" nos dice bellamente:
"Él está allí para encontrarse con nosotros, para ofrecernos un abrazo de amistad que calme nuestras angustias y alivie nuestros cansancios. Él está allí para escuchar aquello que con nadie podemos conversar. Está allí para decimos lo que más necesitamos escuchar. Está para alimentamos en el camino y derramar su Espíritu de vida en nuestros corazones, porque El quiere sanar nuestra debilidad, impulsamos a la lucha por la verdad y la justicia, y preservamos de las atracciones del mal que nos seduce y enferma".
'Hagan lo mismo"
Pero en el mismo documento los obispos nos recuerdan que la Eucaristía debe ser también "escuela de amor al prójimo":
"La misma fe que reconoce a Jesús en el Sacramento del Amor debe descubrirlo, contemplarlo y servirlo en los más necesitados, especialmente en los más pobres, con quienes ha querido identificarse con una ternura especial y a quienes llama 'mis hermanos más pequeños' (Mt 25, 40)... de modo que al comer su Cuerpo y beber su Sangre se abran los ojos de nuestra fe para saber vivir como verdaderos hijos de Dios y descubrir las otras formas de su presencia, particularmente en el hermano injustamente postergado y necesitado, donde Jesús prolonga su pasión... Al reconocerlo en la fracción del Pan, nosotros, como los discípulos de Emaús, sentimos que nuestro corazón arde de amor apasionado y compasivo".
Siempre recuerdo un cuadro que supe encontrar en una Casa de Ejercicios y que me llamó mucho la atención: Tenía en la mitad superior la escena clásica de la Última Cena y en la inferior, artísticamente escritas, las obras de misericordia corporales: Dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, enterrar a los muertos y dar limosna a los pobres. Aquel cuadro era una verdadera catequesis sobre la Eucaristía: las dos cosas iban juntas, formando una unidad inseparable, una cosa llevaba a la otra. Y me recordó al evangelista Juan que en vez de narrar la institución de la Eucaristía, subraya el gesto del lavatorio de los pies, en el que el Señor despojándose de su condición divina asume su "condición de siervo".
Un gesto de anonadamiento grande, que además tiene una finalidad pedagógica, porque hasta un ratito antes, y quien sabe si incluso sentados ya a la mesa, los discípulos habían estado "cuchicheando" y discutiendo quién era el más grande, el más querido por el Señor. Quizás movido por esta chiquilinada de aquellos grandulotes que iban a recibir sobre sus hombros nada menos que la responsabilidad de la continuidad del Mensaje Evangélico y el nacimiento de la Iglesia y que todavía podían enredarse en estas rivalidades y competencias "adolescentes", es que el Señor se agacha y les lava los pies, y después les dice:
"¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes?.. Si yo, que soy el Señor y el Maestro les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes" (Jn 13, 12-15).
La Eucaristía es un inmenso gesto de caridad de Cristo para con nosotros. Nuestros gestos de amor siempre se quedarán chiquitos al lado de éste. Pero chiquito no significa ilegítimo. Al contrario: la garantía de que nuestra vida eucaristica es legítima es que se traduce en servicio a los más necesitados. Quien se nutre y vive en profundidad la presencia real de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, sabe encontrarlo también y hacerse cargo de la otra presencia real de Cristo, la más parecida a la de la Eucaristía y que también exige fe, que es la de Jesús en los "más pequeños": "Lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25, 40) dice bien clarito el Evangelio.
Cuando nuestra vida eucaristica -por piadosa que parezca y por frecuente que sea- está desconectada de los prójimos, especialmente de los más necesitados, deja de ser una práctica "cristiana"; se vuelve revoque, póliza de seguro, tranquilizador de conciencia, farsa, y finalmente antitestimonio.
Con esa claridad propia de los hombres de Dios, San Juan Crisóstomo ha expresado esta íntima vinculación que existe entre el Jesús presente en el altar y el Jesus presente en el pobre:
"¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez... ¿de qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de oro, cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez? ...Por tanto, al adornar el templo, procuren no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro".
iQue Dios nos libre de no reconocerlo presente en la Eucaristía como Pan de Vida, como Amigo que "está a la puerta y llama", como Padre que nos dice "Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados.. .", como Señor que nos consuela en nuestra misión: "No tengan miedo... yo estaré siempre con ustedes..."!
iY nos libre también de no reconocerlo presente en nuestros "hermanos más pequeños", en aquellos en los que -como dice la Madre Teresa de Calcuta- anda el Señor en "disfraz de pobre"!
Quizás lo mejor que podemos hacer es ir frente al Sagrario, y como los discípulos de Emaús, que también lo tuvieron al Señor tan cerca, que no lo reconocieron, decirle desde lo más hondo del corazón: "iQuédate con nosotros!". A pesar de no merecerte, a pesar de nuestra frialdad e indiferencia, a pesar de nuestra ingratitud, ipor favor, quédate con nosotros!
Y después, pensando en mis prójimos más cercanos y más necesitados, decirle como aquel ciego del Evangelio: "i Señor, que vea!, ique te vea en este hermano mío más pequeño!".
P. Angel Rossi. S. J.
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