LA IGLESIA DE CRISTO COMIENZA EL CAMINO DE LA CRUZ
Exposición y canto al Santísimo Sacramento
El domingo de Ramos comienza Cristo el camino de la Cruz, y con Él la Iglesia. Ante la Luz de la Eucaristía iluminamos la oscuridad de la Cruz. Pedimos la luz de la Fe para pasar por oscuras quebradas. Y ante Jesús suplicamos: No abandones la obra de tus manos
Meditamos en silencio las palabras del Señor:
"Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz...".
"El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí" (Mt. 10, 38). Con estas palabras el Maestro divino declara expresamente que llevar la cruz es una de condición indispensable para ser seguidor suyo. No debemos pensar que el nombre de cruz indica solamente sufrimientos especiales, los cuales, aunque no están excluidos, generalmente no son cosa de todos los días, sino también y principalmente esas molestias ordinarias y cotidianas que no faltan jamás en ninguna forma de vida y que tenemos que convertirlas en instrumento de progreso y de fecundidad espiritual.
A veces es quizás más difícil aceptar en un ímpetu de generosidad grandes sacrificios, grandes sufrimientos, cuando se nos ofrecen de un golpe, que esos sufrimientos pequeños, insignificantes, de todos los días, íntimamente vinculados al propio estado de vida y al cumplimiento del propio deber; son sufrimientos que se nos presentan todos los días, con la misma cara, con la misma intensidad e insistencia, en circunstancias que se repiten inmutablemente por mucho tiempo. Pueden ser molestias físicas provocadas por la falta de salud, por las estrecheces económicas, o quizás por la fatiga, por un exceso de trabajo o por la multiplicidad de preocupaciones; pueden ser, tal vez, sufrimientos morales ocasionados por las divergencias en el modo de ver una misma cosa, por los contrastes de carácter o temperamento, por las incomprensiones, etc. Todo esto constituye esa cruz concreta y real que Jesús nos presenta todos los días. Invitándonos a llevar en pos de Él la cruz humilde de cada día, que no exige grandes gestos de heroísmo, sino un sí decidido que hemos de repetir todos los días, doblando dócilmente nuestras espaldas para llevar su peso con generosidad y amor. El valor, la fecundidad de nuestros sufrimientos cotidianos está precisamente aquí, en este aceptarles sin reservas, como Dios nos les presenta, sin procurar evitar o disminuir su peso. "Sí, Padre, porque así lo has querido" (Mt. 11, 26)
Jesús ha dado a nuestros sufrimientos el nombre de cruz, porque cruz significa instrumento de salvación, y Él quiere que nuestro dolor no sea una cosa vana, sino una cruz, es decir, un medio de salvación, de santificación. De hecho cualquier sufrimiento se transforma en cruz desde el momento que la aceptamos como recibida de las manos del Señor, conformándonos con su voluntad, que quiere servirse de ella para nuestro provecho espiritual. Si esto es verdad tratándose de sufrimientos extraordinarios, no lo es menos en cuanto se refiere a los ordinarios: todos fueron previstos por Dios en su plano divino, todos, aun los más insignificantes, fueron predestinados desde la eternidad para nuestra santificación. Aceptémoslos con serenidad y no nos dejemos abatir por las cosas que nos desagradan; démosles el puesto que deben tener y que realmente tienen en el plano divino; el de ser los instrumentos con los que hemos de hacer realidad nuestro ideal de santidad, de unión con Dios. Estas cruces son al mismo tiempo un mal, porque nos hacen sufrir, y un bien, porque nos dan ocasión de practicar la virtud, porque nos purifican y nos acercan al Señor.
Pero para llevar la cruz no basta comprender su valor; es necesaria la fuerza. Si nos ponemos en las manos de Jesús, Él nos dará ciertamente esta energía; y a través de las luchas y los sufrimientos que se nos ofrecen todos los días, nos llevará por el camino que Él ha elegido, a aquel grado de santidad que El definió desde la eternidad para cada uno de nosotros. Pero es necesaria una confianza ilimitada, hay que caminar con los ojos cerrados completamente abandonados a su beneplácito; hay que aceptar la cruz que el Señor nos ofrece y llevarla con amor. Si con la gracia divina aprendemos a santificar de este modo todas las cosas de cada día, grandes y pequeñas, sin perder la serenidad y la confianza, llegaremos a la santidad. Muchas almas se desaniman ante la presencia del dolor, y se ingenian de mil maneras para esquivarlo, porque tienen muy poca confianza en el Señor, y porque no creen fuertemente que todo, aún los más diminutos detalles, lo ha dispuesto el Señor para nuestro verdadero bien. Todo sufrimiento, grande o pequeño, oculta una gracia de redención, de santificación; hacemos nuestra esta gracia escondida en el momento en que aceptamos el padecer con espíritu de fe y por amor de Dios.
(Intimidad Divina)
Pedimos la luz de la Fe para decir con Cristo:
"...pero no se haga mi voluntad, sino la tuya"
Aclamaciones eucarísticas
Bendición con el Santísimo Sacramento
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