Para
participar bien, interior y exteriormente, en la santa Misa conviene conocerla
bien, y seguir con plena atención e intención todo lo que en la celebración
eucarística se va diciendo y haciendo. Veamos ahora lo que va del
Padrenuestro a la Comunión.
–La paz
Sabemos
que Cristo resucitado, cuando se aparecía a los
apóstoles, les saludaba dándoles la paz: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.26). En realidad, la
herencia que el Señor deja a sus discípulos en la última Cena es precisamente
la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (14,27).
El pecado, separando al hombre de Dios, que es su centro,
divide de tal modo al hombre en partes contrapuestas, e introduce en él tal
cúmulo de ansiedades y de internas contradicciones, que aleja irremediablemente
de la vida humana la paz. Por eso, en la Biblia la
paz (salom), que
implica, en cierto modo, todos
los bienes, no se espera sino como don propio del Mesías salvador. Él será
constituido «Príncipe de la paz: su soberanía será grande y traerá una paz sin
fin para el trono de David y para su reino» (Is 9,5-6). Sólo él será capaz de
devolver a la humanidad la paz perdida por el pecado (Ez 34,25; Joel 4,17ss;
Am 9,9-21).
Pues
bien, Jesús es el Mesías anunciado: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Cuando nace en Belén, los
ángeles anuncian que Jesús trae a la tierra «paz a los hombres amados por Dios»
(Lc 2,14). En efecto, quiso «el Dios de la paz» (Rm 15,33), en la plenitud de
los tiempos, «reconciliar por Él consigo, pacificando por la sangre de su cruz,
todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo» (Col 2,20). De este
modo nuestro Señor Jesucristo, quitando el pecado del mundo y comunicándonos su
Espíritu, es el único que puede darnos la paz verdadera, la que es «fruto del espíritu»
(Gál 5,22) y de una justificación por gracia (Rm 5,1): la paz que ni el mundo
ni la carne son capaces de dar, la paz perfecta, el don celeste, la paz que
ninguna vicisitud terrena será capaz de destruir en los fieles de Cristo.
El rito de la paz, previo a la comunión, es, pues, un gran momento
de la eucaristía. El ósculo de la paz ya se daba fraternalmente en la eucaristía
en los siglos II-III. El sacerdote, en una oración –que, esta vez, dirige al
mismo «Señor Jesucristo»– comienza pidiéndo a Jesús para su Iglesia «la paz y
la unidad», en una súplica extremadamente humilde: «no tengas en cuenta
nuestros pecados, sino la fe [la fidelidad] de tu Iglesia». Y a continuación,
haciendo presente al mismo Cristo resucitado, dice a los discípulos reunidos en
su nombre: «La paz del Señor esté siempre con vosotros».
Por
otra parte, la comunión está ya próxima, y no podemos unirnos a Cristo si
permanecemos separados de nuestros hermanos. De ahí la exhortación: «Daos
fraternalmente la paz». De este modo, la asidua participación en la
eucaristía va haciendo de los cristianos hombres de paz, pues en la misa reciben
una y otra vez la paz de Cristo, y eso les hace cada vez más capaces de
comunicar a los hermanos la paz que de Dios han recibido. «Bienaventurados los
que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La
Instrucción Redemptionis sacramentum (2004), recordando normas precedentes,
advierte que «cada uno dé la paz sobriamente, sólo a los más cercanos a él. El
Sacedordote puede dar la paz a los ministros, permaneiendo siempre dentro del
presbiterio, para no alterar la celebración. Hágase del mismo modo si, por una
causa razonable, desea dar la paz a algunos fieles» (72).