"Decía al inicio que, desde el punto de vista de los protagonistas, la novedad en el periodo moderno de la evangelización son los laicos. Su papel ha sido tratado por el concilio en la “Apostolicam Actuositatem”, por Pablo VI en la “Evangelii Nuntiandi” y por el beato Juan Pablo II en la “Christifidelis Laici”.
Los antecedentes de esta llamada universal a la misión se encuentran ya en el Evangelio. Después del primer envío de los apóstoles a la misión, Jesús, se lee en el evangelio de Lucas, “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1). Estos setenta y dos discípulos, probablemente eran todos aquellos que el había reunido hasta aquel momento, o al menos todos aquellos que estaban dispuestos a comprometerse seriamente por él. Por tanto, Jesús envía a todos sus discípulos.
He conocido a un laico de los Estados Unidos, un padre de familia que junto a su profesión desarrolla también una intensa evangelización. Es una persona llena de sentido del humor y evangeliza al son de las carcajadas, como sólo los estadounidenses saben hacerlo. Cuando va a un lugar nuevo, empieza diciendo muy serio: “Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han pedido que venga a anunciarles el evangelio”. Naturalmente, la gente siente curiosidad. A continuación, él explica que los dos mil quinientos obispos son los que participaron en el concilio Vaticano II y escribieron el decreto sobre el apostolado de los laicos, en el cual se exhorta a cada laico cristiano a participar de la misión evangelizadora de la Iglesia. Tenía perfecta razón de decir “me lo han pedido”. No son palabras al viento, a todos y a ninguno, están dirigidas de modo personal a cada laico católico.
Hoy conocemos la energía nuclear que se libera de la “fisión” del átomo. Un átomo de uranio viene bombardeado y “partido” en dos por la colisión de una partícula llamada neutrón, liberando en este proceso energía. Se inicia desde allí una reacción en cadena. Los dos nuevos elementos fisionan, es decir, rompen a su vez otros dos átomos, estos otros cuatro y así sucesivamente en miles de millones de átomos; así, al final, la energía “liberada” es enorme. Y no necesariamente es energía destructiva, porque la energía nuclear puede ser usada también para fines pacíficos, a favor del hombre.
En este sentido, podemos decir que los laicos son una especie de energía nuclear de la Iglesia en lo espiritual. Un laico alcanzado por el Evangelio, viviendo junto a otros, puede “contagiar” a otros dos, estos a otros cuatro, y ya que los laicos no son solo algunas decenas de miles como el clero, sino centenares de millones, ellos pueden desempeñar un papel de veras decisivo en la propagación de la luz beneficiosa del evangelio en el mundo.
Del apostolado de los laicos no se ha comenzado a hablar solo con el concilio Vaticano II, se hablaba de ellos ya hacía tiempo. Pero lo que el concilio ha aportado de nuevo en este campo, se refiere al título con el cual los laicos contribuyen al apostolado de la jerarquía. Ellos no son simples colaboradores llamados a dar su aporte profesional, su tiempo y recursos: son portadores de carismas, con los cuales, dice la Lumen Gentium, “son aptos y están prontos para ejercer las diversas obras y tareas que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”.
Jesús quiso que sus apóstoles fueran pastores de ovejas y pescadores de hombres. Para nosotros, pertenecientes al clero, es más fácil ser pastores que pescadores; es decir, nutrir con la palabra y los sacramentos a aquellos que vienen a la iglesia, que no ir a la búsqueda de los alejados, en los ambientes más dispares de la vida. La parábola de la ovejita extraviada se presenta hoy invertida: noventa y nueve ovejas se han alejado y una ha quedado en el redil. El peligro es pasar todo el tiempo alimentando a la única que quedó y no tener tiempo, también por la escasez de clero, de ir a la búsqueda de las extraviadas. En esto, la aportación de los laicos se revela providencial.
Recientemente, el santo padre Benedicto XVI volvió sobre la importancia de la familia en vista de la evangelización, hablando de un “protagonismo de la familia cristiana” en este terreno. “Y del mismo modo que están en relación el eclipse de Dios y la crisis de la familia, así la nueva evangelización es inseparable de la familia cristiana”.
Comentando el texto de Lucas, donde se dice que Jesús “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1), san Gregorio Magno escribe que los manda de dos en dos “porque menos que entre dos no puede haber amor”, y el amor es aquello por lo que los hombres podrán reconocer que somos discípulos de Cristo. Esto vale para todos, pero en modo especial para los padres de familia. Si no pueden hacer nada más para ayudar a sus hijos en la fe, ya sería mucho si, viéndolos, ellos pudiesen decir entre sí: “Mira cómo se aman papá y mamá”. “El amor es de Dios”, dice la Escritura (1 Jn. 4,7) y esto explica por qué, donde sea que haya un poco de amor, allí siempre será anunciado Dios.
La primera evangelización comienza dentro de las paredes de la casa. A un joven que se preguntaba qué cosa debía hacer para salvarse, Jesús le respondió un día: “Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres…, después ven y sígueme” (Mc. 10, 21); pero a otro joven que quería dejar todo y seguirlo, no se lo permitió, sino le dijo: “Vete a tu casa, con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti” (Mc. 5,19).
Dice así: “If you cannot preach like Peter, if you cannot preach like Paul, go home and tell your neighbor: He died to save us all”. (Si no sabes predicar como Pedro; si no sabes predicar como Pablo, anda a tu casa y diles a tus vecinos: Jesús ha muerto para salvarnos a todos”.
La Navidad nos trae de nuevo a la punta de la proa que inicia la estela de la nave, porque todo comenzó a partir de allí, de aquel Niño en el pesebre. En la liturgia escucharemos proclamar “Hodie Christus natus est, hodie Salvator apparuit”, “Hoy ha nacido Cristo, hoy apareció el Salvador”. Escuchándolo, recordemos aquello que habíamos dicho de la anamnesis, “que hace el pasado aún más presente de cuando fue vivido”. Sí, Cristo nace hoy, porque él nace de verdad para mí en el momento en el cual reconozco y creo en el misterio. “¿De qué me sirve que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace de nuevo por la fe en mi corazón?”; son palabras pronunciadas por Orígenes y repetidas por san Agustín y por san Bernardo.
Hagamos nuestra la invocación elegida por nuestro santo padre para su saludo natalicio de este año, y repitámosla con todo el anhelo de nuestro corazón: “Veni ad salvandum nos”, “¡Ven, Señor, y sálvanos!”. "
Cuarta meditación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, realizada el viernes 23 de diciembre en la basílica vaticana de San Pedro, en presencia de Benedicto XVI.
Los antecedentes de esta llamada universal a la misión se encuentran ya en el Evangelio. Después del primer envío de los apóstoles a la misión, Jesús, se lee en el evangelio de Lucas, “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1). Estos setenta y dos discípulos, probablemente eran todos aquellos que el había reunido hasta aquel momento, o al menos todos aquellos que estaban dispuestos a comprometerse seriamente por él. Por tanto, Jesús envía a todos sus discípulos.
He conocido a un laico de los Estados Unidos, un padre de familia que junto a su profesión desarrolla también una intensa evangelización. Es una persona llena de sentido del humor y evangeliza al son de las carcajadas, como sólo los estadounidenses saben hacerlo. Cuando va a un lugar nuevo, empieza diciendo muy serio: “Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han pedido que venga a anunciarles el evangelio”. Naturalmente, la gente siente curiosidad. A continuación, él explica que los dos mil quinientos obispos son los que participaron en el concilio Vaticano II y escribieron el decreto sobre el apostolado de los laicos, en el cual se exhorta a cada laico cristiano a participar de la misión evangelizadora de la Iglesia. Tenía perfecta razón de decir “me lo han pedido”. No son palabras al viento, a todos y a ninguno, están dirigidas de modo personal a cada laico católico.
Hoy conocemos la energía nuclear que se libera de la “fisión” del átomo. Un átomo de uranio viene bombardeado y “partido” en dos por la colisión de una partícula llamada neutrón, liberando en este proceso energía. Se inicia desde allí una reacción en cadena. Los dos nuevos elementos fisionan, es decir, rompen a su vez otros dos átomos, estos otros cuatro y así sucesivamente en miles de millones de átomos; así, al final, la energía “liberada” es enorme. Y no necesariamente es energía destructiva, porque la energía nuclear puede ser usada también para fines pacíficos, a favor del hombre.
En este sentido, podemos decir que los laicos son una especie de energía nuclear de la Iglesia en lo espiritual. Un laico alcanzado por el Evangelio, viviendo junto a otros, puede “contagiar” a otros dos, estos a otros cuatro, y ya que los laicos no son solo algunas decenas de miles como el clero, sino centenares de millones, ellos pueden desempeñar un papel de veras decisivo en la propagación de la luz beneficiosa del evangelio en el mundo.
Del apostolado de los laicos no se ha comenzado a hablar solo con el concilio Vaticano II, se hablaba de ellos ya hacía tiempo. Pero lo que el concilio ha aportado de nuevo en este campo, se refiere al título con el cual los laicos contribuyen al apostolado de la jerarquía. Ellos no son simples colaboradores llamados a dar su aporte profesional, su tiempo y recursos: son portadores de carismas, con los cuales, dice la Lumen Gentium, “son aptos y están prontos para ejercer las diversas obras y tareas que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”.
Jesús quiso que sus apóstoles fueran pastores de ovejas y pescadores de hombres. Para nosotros, pertenecientes al clero, es más fácil ser pastores que pescadores; es decir, nutrir con la palabra y los sacramentos a aquellos que vienen a la iglesia, que no ir a la búsqueda de los alejados, en los ambientes más dispares de la vida. La parábola de la ovejita extraviada se presenta hoy invertida: noventa y nueve ovejas se han alejado y una ha quedado en el redil. El peligro es pasar todo el tiempo alimentando a la única que quedó y no tener tiempo, también por la escasez de clero, de ir a la búsqueda de las extraviadas. En esto, la aportación de los laicos se revela providencial.
Recientemente, el santo padre Benedicto XVI volvió sobre la importancia de la familia en vista de la evangelización, hablando de un “protagonismo de la familia cristiana” en este terreno. “Y del mismo modo que están en relación el eclipse de Dios y la crisis de la familia, así la nueva evangelización es inseparable de la familia cristiana”.
Comentando el texto de Lucas, donde se dice que Jesús “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1), san Gregorio Magno escribe que los manda de dos en dos “porque menos que entre dos no puede haber amor”, y el amor es aquello por lo que los hombres podrán reconocer que somos discípulos de Cristo. Esto vale para todos, pero en modo especial para los padres de familia. Si no pueden hacer nada más para ayudar a sus hijos en la fe, ya sería mucho si, viéndolos, ellos pudiesen decir entre sí: “Mira cómo se aman papá y mamá”. “El amor es de Dios”, dice la Escritura (1 Jn. 4,7) y esto explica por qué, donde sea que haya un poco de amor, allí siempre será anunciado Dios.
La primera evangelización comienza dentro de las paredes de la casa. A un joven que se preguntaba qué cosa debía hacer para salvarse, Jesús le respondió un día: “Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres…, después ven y sígueme” (Mc. 10, 21); pero a otro joven que quería dejar todo y seguirlo, no se lo permitió, sino le dijo: “Vete a tu casa, con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti” (Mc. 5,19).
Dice así: “If you cannot preach like Peter, if you cannot preach like Paul, go home and tell your neighbor: He died to save us all”. (Si no sabes predicar como Pedro; si no sabes predicar como Pablo, anda a tu casa y diles a tus vecinos: Jesús ha muerto para salvarnos a todos”.
La Navidad nos trae de nuevo a la punta de la proa que inicia la estela de la nave, porque todo comenzó a partir de allí, de aquel Niño en el pesebre. En la liturgia escucharemos proclamar “Hodie Christus natus est, hodie Salvator apparuit”, “Hoy ha nacido Cristo, hoy apareció el Salvador”. Escuchándolo, recordemos aquello que habíamos dicho de la anamnesis, “que hace el pasado aún más presente de cuando fue vivido”. Sí, Cristo nace hoy, porque él nace de verdad para mí en el momento en el cual reconozco y creo en el misterio. “¿De qué me sirve que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace de nuevo por la fe en mi corazón?”; son palabras pronunciadas por Orígenes y repetidas por san Agustín y por san Bernardo.
Hagamos nuestra la invocación elegida por nuestro santo padre para su saludo natalicio de este año, y repitámosla con todo el anhelo de nuestro corazón: “Veni ad salvandum nos”, “¡Ven, Señor, y sálvanos!”. "
Cuarta meditación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, realizada el viernes 23 de diciembre en la basílica vaticana de San Pedro, en presencia de Benedicto XVI.
No hay comentarios:
Publicar un comentario