16 de junio de 2013

El amor hasta el extremo de Clara de Asís a la Eucaristía



Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo... (Jn 13,1).

I. El florecer eucarístico en los tiempos de Clara de Asís

1) Antes del siglo XIII
«Una es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie puede salvarse. En ella es a la vez sacerdote y sacrificio Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contienen verdaderamente bajo las especies de pan y de vino en el sacramento del altar, por haberse transubstanciado, en virtud de la divina potencia, el pan en el cuerpo y el vino en la sangre».

Así suscribían la fórmula de fe los Padres del Concilio Lateranense IV en 1215. Se había alcanzado la cima segura, después de siglos de esfuerzo, de trabajo, de lucha por esclarecer la doctrina eucarística.
Hasta el siglo VIII constaba como creencia aceptada con seguridad la eficacia de la consagración en la Misa como Memorial de la institución del Jueves Santo. No preocupaba demasiado en qué momento se hacía presente el Señor en el altar. Se participaba en la comunión y únicamente se reservaba por si era necesario administrarlo a algún enfermo, es decir, sin culto extrasacrificial al Sacramento.

A partir del siglo IX, la participación de los fieles en la comunión se enfrió mucho. Razones de este alejamiento fueron: la amenaza de grandes castigos a quien participara indignamente; la formación poco profunda y de carácter moralista que a veces hacía ver impureza en actos de la vida ordinaria e incluso matrimonial. Las exhortaciones a una comunión frecuente no tenían éxito mientras, por otra parte, se insistía tanto en la propia bajeza.
Los teólogos carolingios, con el deseo de facilitar al pueblo una más profunda formación en torno al sacramento, propusieron algunas cuestiones, abriendo el debate al que pronto respondieron obispos y maestros, elaborando sus respuestas que, a su vez, suscitaban otras... La teología eucarística había nacido. Oscilando entre aciertos y errores, siguió adelante a través de los siglos, progresando notablemente, hasta quedar fijados los dogmas de la presencia real de Jesucristo en las especies sacramentales y de la transubstanciación.

2) La tarea del siglo XIII
La tarea del siglo XIII era vulgarizar todo aquel trabajo de escuela, formar al pueblo en la doctrina que ya aparecía con nitidez y precisión como objeto de fe.
Hasta entonces, se hacía centro en la Misa y comunión, pero, al ahondar los teólogos en la doctrina eucarística, poniendo de relieve la «permanencia de la presencia de Cristo» en las especies eucarísticas, «se vio la conveniencia de que el reservado destinado a los enfermos saliese de las alacenas y pastoforios, donde no siempre se encontraba con la debida dignidad, y se instalase en lugares más apropiados y preferentes, tales como en tabernáculos abiertos en el ábside; en imágenes-sagrarios que guardaban en una pequeña urna excavada en la escultura, ordinariamente en la parte correspondiente al corazón, las sagradas especies, o también sobre el altar, ya pendientes del ciborio en forma de palomas místicas o de tabernáculos, o bien directamente sobre la misma mesa del altar, en forma de arqueta, que cada día se enriquecía más y más con metales nobles y pedrería».

3) Francisco y Clara de Asís
Como primer propagador entrañable de la Eucaristía hemos de citar con gozo a san Francisco de Asís, y, junto a él, por su inmensa fe, hemos de hacer mención de Clara de Asís.
«Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre hasta el altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos, con la vista corporal, veían solamente su carne, pero, con los ojos que contemplan espiritualmente, creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,16-21).

Así se expresaba san Francisco en la primera de las Admoniciones, consciente y lleno de fe en la Eucaristía, y a lo largo de sus escritos, especialmente en sus Cartas, donde encontramos testimonios abundantes al respecto.
«Clara es, de hecho, junto con Francisco, su padre y amigo, uno de los testigos privilegiados de la piedad eucarística de principios del siglo XIII».
Las Hermanas Pobres de San Damián practicaban la adoración extrasacrificial del Sacramento. Pensemos que entonces no se trataba de una devoción arraigada y heredada de los mayores; era «novedad» y las supone pioneras en seguir con toda su alma las directrices de la Iglesia nuestra Madre. La piedad popular lo comprendió así y los artistas representaron repetidamente a Clara avanzando con una custodia en sus manos. Allá en San Damián se guarda una custodia que hubo de ser de las primeras, pues, si atendemos a los historiadores, la aparición de las primeras custodias data precisamente del siglo XIII. «Si los contemporáneos han visto en esta representación el símbolo de la vida espiritual de Clara es porque para ellos la adoración de Cristo velado en el Pan consagrado había dominado la vida contemplativa de clara».

En el pequeño monasterio tenían la cajita o arqueta de plata y marfil para la reserva del Santísimo, y de ello hay testimonios ciertos, amén de que en 1230 el Ministro General de los Menores, Juan Parente, dispuso que se reservase el Santísimo en «píxide» de plata o marfil en lugar bien seguro, y las hermanas lo habrían hecho como dispuesto para toda la Orden. Se conserva una custodia que dicen está desde los tiempos de Clara. No sabemos si esto puede probarse; sí nos sorprende que, si fuese así, las hermanas no se la hubiesen llevado a su traslado a Asís, como todo lo demás e incluso el Cristo.
Que la piedad eucarística de Clara y sus hermanas de San Damián era extraordinaria, aun dentro del período de florecimiento que despertaba en su tiempo, lo demuestra sobradamente la impresión que el cardenal Hugolino muestra en carta a santa Clara, ponderando la devoción que había experimentado en su trato y conversación.

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