El arte en la liturgia encuentra su sentido en la gloria de Dios
Relación entre la belleza y el misterio, entre el canto litúrgico y el culto eucarístico.
De la homilía de monseñor Antonio Marino, obispo de Mar del Plata, en la solemnidad de Santa Cecilia, mártir, Patrona de la Catedral y de la Diócesis (22 de noviembre de 2011)
Nuestra patrona, Santa Cecilia, es universalmente conocida como patrona de la música. Su nombre quedó desde antiguo incluido en la Plegaria Eucarística I, o Canon Romano.
Entre los distintos rasgos de su martirio, hay uno que la tradición ha retenido y privilegiado por encima del resto, elevándolo a la categoría de símbolo distintivo de esta santa: la gozosa alabanza y el canto que ella elevaba a Dios en medio de las pruebas y tormentos. ¿No es esto como la concreción de la alegría imperturbable a la cual nos invita el mismo Dios? “Felices ustedes, –dice Jesús– cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo” (Mt 5,10-11). Y en el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos: “Los Apóstoles salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hch 5,41).
Desde el medioevo Santa Cecilia es considerada patrona de los músicos y se la representa ejecutando el órgano y cantando. Esto nos lleva a otro aspecto que es materia de frecuente reflexión por parte del Magisterio de la Iglesia, sobre todo desde el pontificado de San Pío X hasta nuestros días. Disponemos de abundantes documentos acerca de la intrínseca relación entre el arte y la liturgia, entre la belleza y el misterio que se celebra, sobre todo entre el canto litúrgico y el culto eucarístico. Desde siempre la Iglesia ha sido, y quiere seguir siendo, la casa donde el arte encuentra su mejor e inagotable fuente de inspiración.
“Como la mujer de la unción de Betania –decía el beato Papa Juan Pablo II–, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía” (Ecclesia de Eucaristía 48). En cuanto a la música sagrada, nos dice el Concilio Vaticano II: “La música sacra será tanto más santa cuanto más íntimamente esté unida a la acción litúrgica, ya sea expresando con mayor delicadeza la oración o fomentando la unanimidad, ya sea enriqueciendo de mayor solemnidad los ritos sagrados” (SC 112). Allí mismo se afirman las normas a las que debe ajustarse el canto popular, y la exigencia de que no se menosprecien ni el venerable canto gregoriano ni la polifonía clásica.
No nos cabe duda de que la Iglesia necesita del arte para expresar el misterio, pero al mismo tiempo el arte necesita de la Iglesia para encontrar su savia y su meta. El arte en la liturgia encuentra su sentido en la gloria de Dios, y queda por eso íntimamente conectado con la santificación del hombre.
Aun con toda su importancia, la belleza sensible no es un fin en sí misma, sino que nos orienta hacia el asombro ante lo inefable. El arte invita a trascender la belleza creada para encontrarse con la increada. San Paulino de Nola, obispo y poeta eximio que vivió entre los siglos IV y V, decía: “Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto” (Carmen 20, 31).
En su Carta a los artistas, al referirse a los músicos, el Papa Juan Pablo II decía: “La Iglesia necesita también de los músicos. ¡Cuántas piezas sacras han compuesto a lo largo de los siglos personas profundamente imbuidas del sentido del misterio! Innumerables creyentes han alimentado su fe con las melodías surgidas del corazón de otros creyentes, que han pasado a formar parte de la liturgia o que, al menos, son de gran ayuda para el decoro de su celebración. En el canto, la fe se experimenta como exuberancia de alegría, de amor, de confiada espera en la intervención salvífica de Dios” (n. 12).
En la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis, nuestro Papa Benedicto XVI dedica un parágrafo al canto litúrgico, donde aparecen estas palabras muy claras que vale la pena reproducir: “Ciertamente no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto. A este respecto se ha de evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del sentido de la liturgia. Como elemento litúrgico, el canto debe estar en consonancia con la identidad propia de la celebración. Por consiguiente, todo –el texto, la melodía, la ejecución– ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos” (n. 42).
Hacia el final de la Carta a los artistas ya mencionada (n.16), el Papa Juan Pablo II citaba la conocida frase de Dostoievski, uno de los más grandes literatos de todos los tiempos: “La belleza salvará al mundo”. Sí, estamos seguros. Pero se trata de la belleza trascendente que se identifica con Dios, suma Bondad, y que encontró su rostro humano en nuestro Salvador crucificado y glorioso.
Como obispo de Mar del Plata, imploro sobre esta ciudad y esta diócesis, la abundancia de las gracias del cielo. Sabemos que los cimientos de la sociedad están en crisis en nuestra patria ante ciertas leyes que niegan el orden de la ley divina y natural. Ante esta situación, me complazco en repetir palabras del obispo mártir San Ignacio de Antioquía, quien en los primeros años del siglo II decía: “Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma” (Carta a los Romanos, 3).
Quiera el Señor, por la intercesión de la mártir Santa Cecilia, concedernos la fortaleza para el testimonio y la belleza de una vida hecha canto espiritual en el servicio de Dios y en el amor a los hermanos.
Mons. Antonio Marino, obispo de Mar del Plata
Relación entre la belleza y el misterio, entre el canto litúrgico y el culto eucarístico.
De la homilía de monseñor Antonio Marino, obispo de Mar del Plata, en la solemnidad de Santa Cecilia, mártir, Patrona de la Catedral y de la Diócesis (22 de noviembre de 2011)
Nuestra patrona, Santa Cecilia, es universalmente conocida como patrona de la música. Su nombre quedó desde antiguo incluido en la Plegaria Eucarística I, o Canon Romano.
Entre los distintos rasgos de su martirio, hay uno que la tradición ha retenido y privilegiado por encima del resto, elevándolo a la categoría de símbolo distintivo de esta santa: la gozosa alabanza y el canto que ella elevaba a Dios en medio de las pruebas y tormentos. ¿No es esto como la concreción de la alegría imperturbable a la cual nos invita el mismo Dios? “Felices ustedes, –dice Jesús– cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo” (Mt 5,10-11). Y en el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos: “Los Apóstoles salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús” (Hch 5,41).
Desde el medioevo Santa Cecilia es considerada patrona de los músicos y se la representa ejecutando el órgano y cantando. Esto nos lleva a otro aspecto que es materia de frecuente reflexión por parte del Magisterio de la Iglesia, sobre todo desde el pontificado de San Pío X hasta nuestros días. Disponemos de abundantes documentos acerca de la intrínseca relación entre el arte y la liturgia, entre la belleza y el misterio que se celebra, sobre todo entre el canto litúrgico y el culto eucarístico. Desde siempre la Iglesia ha sido, y quiere seguir siendo, la casa donde el arte encuentra su mejor e inagotable fuente de inspiración.
“Como la mujer de la unción de Betania –decía el beato Papa Juan Pablo II–, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía” (Ecclesia de Eucaristía 48). En cuanto a la música sagrada, nos dice el Concilio Vaticano II: “La música sacra será tanto más santa cuanto más íntimamente esté unida a la acción litúrgica, ya sea expresando con mayor delicadeza la oración o fomentando la unanimidad, ya sea enriqueciendo de mayor solemnidad los ritos sagrados” (SC 112). Allí mismo se afirman las normas a las que debe ajustarse el canto popular, y la exigencia de que no se menosprecien ni el venerable canto gregoriano ni la polifonía clásica.
No nos cabe duda de que la Iglesia necesita del arte para expresar el misterio, pero al mismo tiempo el arte necesita de la Iglesia para encontrar su savia y su meta. El arte en la liturgia encuentra su sentido en la gloria de Dios, y queda por eso íntimamente conectado con la santificación del hombre.
Aun con toda su importancia, la belleza sensible no es un fin en sí misma, sino que nos orienta hacia el asombro ante lo inefable. El arte invita a trascender la belleza creada para encontrarse con la increada. San Paulino de Nola, obispo y poeta eximio que vivió entre los siglos IV y V, decía: “Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto” (Carmen 20, 31).
En su Carta a los artistas, al referirse a los músicos, el Papa Juan Pablo II decía: “La Iglesia necesita también de los músicos. ¡Cuántas piezas sacras han compuesto a lo largo de los siglos personas profundamente imbuidas del sentido del misterio! Innumerables creyentes han alimentado su fe con las melodías surgidas del corazón de otros creyentes, que han pasado a formar parte de la liturgia o que, al menos, son de gran ayuda para el decoro de su celebración. En el canto, la fe se experimenta como exuberancia de alegría, de amor, de confiada espera en la intervención salvífica de Dios” (n. 12).
En la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis, nuestro Papa Benedicto XVI dedica un parágrafo al canto litúrgico, donde aparecen estas palabras muy claras que vale la pena reproducir: “Ciertamente no podemos decir que en la liturgia sirva cualquier canto. A este respecto se ha de evitar la fácil improvisación o la introducción de géneros musicales no respetuosos del sentido de la liturgia. Como elemento litúrgico, el canto debe estar en consonancia con la identidad propia de la celebración. Por consiguiente, todo –el texto, la melodía, la ejecución– ha de corresponder al sentido del misterio celebrado, a las partes del rito y a los tiempos litúrgicos” (n. 42).
Hacia el final de la Carta a los artistas ya mencionada (n.16), el Papa Juan Pablo II citaba la conocida frase de Dostoievski, uno de los más grandes literatos de todos los tiempos: “La belleza salvará al mundo”. Sí, estamos seguros. Pero se trata de la belleza trascendente que se identifica con Dios, suma Bondad, y que encontró su rostro humano en nuestro Salvador crucificado y glorioso.
Como obispo de Mar del Plata, imploro sobre esta ciudad y esta diócesis, la abundancia de las gracias del cielo. Sabemos que los cimientos de la sociedad están en crisis en nuestra patria ante ciertas leyes que niegan el orden de la ley divina y natural. Ante esta situación, me complazco en repetir palabras del obispo mártir San Ignacio de Antioquía, quien en los primeros años del siglo II decía: “Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma” (Carta a los Romanos, 3).
Quiera el Señor, por la intercesión de la mártir Santa Cecilia, concedernos la fortaleza para el testimonio y la belleza de una vida hecha canto espiritual en el servicio de Dios y en el amor a los hermanos.
Mons. Antonio Marino, obispo de Mar del Plata
No hay comentarios:
Publicar un comentario