29 de diciembre de 2011

¡Ven, Señor, y sálvanos!

En continuación a la publicación del día de ayer:


"Decía al inicio que, desde el punto de vista de los protagonistas, la novedad en el periodo moderno de la evangelización son los laicos. Su papel ha sido tratado por el concilio en la “Apostolicam Actuositatem”, por Pablo VI en la “Evangelii Nuntiandi” y por el beato Juan Pablo II en la “Christifidelis Laici”.
Los antecedentes de esta llamada universal a la misión se encuentran ya en el Evangelio. Después del primer envío de los apóstoles a la misión, Jesús, se lee en el evangelio de Lucas, “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1). Estos setenta y dos discípulos, probablemente eran todos aquellos que el había reunido hasta aquel momento, o al menos todos aquellos que estaban dispuestos a comprometerse seriamente por él. Por tanto, Jesús envía a todos sus discípulos.

He conocido a un laico de los Estados Unidos, un padre de familia que junto a su profesión desarrolla también una intensa evangelización. Es una persona llena de sentido del humor y evangeliza al son de las carcajadas, como sólo los estadounidenses saben hacerlo. Cuando va a un lugar nuevo, empieza diciendo muy serio: “Dos mil quinientos obispos, reunidos en el Vaticano, me han pedido que venga a anunciarles el evangelio”. Naturalmente, la gente siente curiosidad. A continuación, él explica que los dos mil quinientos obispos son los que participaron en el concilio Vaticano II y escribieron el decreto sobre el apostolado de los laicos, en el cual se exhorta a cada laico cristiano a participar de la misión evangelizadora de la Iglesia. Tenía perfecta razón de decir “me lo han pedido”. No son palabras al viento, a todos y a ninguno, están dirigidas de modo personal a cada laico católico.
Hoy conocemos la energía nuclear que se libera de la “fisión” del átomo. Un átomo de uranio viene bombardeado y “partido” en dos por la colisión de una partícula llamada neutrón, liberando en este proceso energía. Se inicia desde allí una reacción en cadena. Los dos nuevos elementos fisionan, es decir, rompen a su vez otros dos átomos, estos otros cuatro y así sucesivamente en miles de millones de átomos; así, al final, la energía “liberada” es enorme. Y no necesariamente es energía destructiva, porque la energía nuclear puede ser usada también para fines pacíficos, a favor del hombre.
En este sentido, podemos decir que los laicos son una especie de energía nuclear de la Iglesia en lo espiritual. Un laico alcanzado por el Evangelio, viviendo junto a otros, puede “contagiar” a otros dos, estos a otros cuatro, y ya que los laicos no son solo algunas decenas de miles como el clero, sino centenares de millones, ellos pueden desempeñar un papel de veras decisivo en la propagación de la luz beneficiosa del evangelio en el mundo.
Del apostolado de los laicos no se ha comenzado a hablar solo con el concilio Vaticano II, se hablaba de ellos ya hacía tiempo. Pero lo que el concilio ha aportado de nuevo en este campo, se refiere al título con el cual los laicos contribuyen al apostolado de la jerarquía. Ellos no son simples colaboradores llamados a dar su aporte profesional, su tiempo y recursos: son portadores de carismas, con los cuales, dice la Lumen Gentium, “son aptos y están prontos para ejercer las diversas obras y tareas que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia”.
Jesús quiso que sus apóstoles fueran pastores de ovejas y pescadores de hombres. Para nosotros, pertenecientes al clero, es más fácil ser pastores que pescadores; es decir, nutrir con la palabra y los sacramentos a aquellos que vienen a la iglesia, que no ir a la búsqueda de los alejados, en los ambientes más dispares de la vida. La parábola de la ovejita extraviada se presenta hoy invertida: noventa y nueve ovejas se han alejado y una ha quedado en el redil. El peligro es pasar todo el tiempo alimentando a la única que quedó y no tener tiempo, también por la escasez de clero, de ir a la búsqueda de las extraviadas. En esto, la aportación de los laicos se revela providencial.
Recientemente, el santo padre Benedicto XVI volvió sobre la importancia de la familia en vista de la evangelización, hablando de un “protagonismo de la familia cristiana” en este terreno. “Y del mismo modo que están en relación el eclipse de Dios y la crisis de la familia, así la nueva evangelización es inseparable de la familia cristiana”.
Comentando el texto de Lucas, donde se dice que Jesús “designó a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir” (Lc. 10,1), san Gregorio Magno escribe que los manda de dos en dos “porque menos que entre dos no puede haber amor”, y el amor es aquello por lo que los hombres podrán reconocer que somos discípulos de Cristo. Esto vale para todos, pero en modo especial para los padres de familia. Si no pueden hacer nada más para ayudar a sus hijos en la fe, ya sería mucho si, viéndolos, ellos pudiesen decir entre sí: “Mira cómo se aman papá y mamá”. “El amor es de Dios”, dice la Escritura (1 Jn. 4,7) y esto explica por qué, donde sea que haya un poco de amor, allí siempre será anunciado Dios.
La primera evangelización comienza dentro de las paredes de la casa. A un joven que se preguntaba qué cosa debía hacer para salvarse, Jesús le respondió un día: “Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres…, después ven y sígueme” (Mc. 10, 21); pero a otro joven que quería dejar todo y seguirlo, no se lo permitió, sino le dijo: “Vete a tu casa, con los tuyos, y cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido misericordia de ti” (Mc. 5,19).
Dice así: “If you cannot preach like Peter, if you cannot preach like Paul, go home and tell your neighbor: He died to save us all”. (Si no sabes predicar como Pedro; si no sabes predicar como Pablo, anda a tu casa y diles a tus vecinos: Jesús ha muerto para salvarnos a todos”.
La Navidad nos trae de nuevo a la punta de la proa que inicia la estela de la nave, porque todo comenzó a partir de allí, de aquel Niño en el pesebre. En la liturgia escucharemos proclamar “Hodie Christus natus est, hodie Salvator apparuit”, “Hoy ha nacido Cristo, hoy apareció el Salvador”. Escuchándolo, recordemos aquello que habíamos dicho de la anamnesis, “que hace el pasado aún más presente de cuando fue vivido”. Sí, Cristo nace hoy, porque él nace de verdad para mí en el momento en el cual reconozco y creo en el misterio. “¿De qué me sirve que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace de nuevo por la fe en mi corazón?”; son palabras pronunciadas por Orígenes y repetidas por san Agustín y por san Bernardo.
Hagamos nuestra la invocación elegida por nuestro santo padre para su saludo natalicio de este año, y repitámosla con todo el anhelo de nuestro corazón: “Veni ad salvandum nos”, “¡Ven, Señor, y sálvanos!”. "


Cuarta meditación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, realizada el viernes 23 de diciembre en la basílica vaticana de San Pedro, en presencia de Benedicto XVI.

¡Oh, alma mía, cuán grande eres! Solo Dios puede contentarte


Presentamos algunos escritos de san Juan María Vianney sobre la Eucaristía:



“No todos los que se acercan (a los sacramentos) son santos, pero los santos serán siempre escogidos entre aquellos que los reciben con frecuencia”.


“Hijos míos, todos los seres de la creación tienen necesidad de alimentos para vivir: a este fin, Dios hace crecer los árboles y las plantas; es una mesa muy bien servida a la cual acuden todos los animales a buscar su alimento apropiado. Mas es necesario que el alma también se nutra. ¿Dónde está su alimento?... Hijos míos, cuando Dios quiso dar alimento a nuestra alma para sostenerla en su peregrinación por este mundo, paseó su mirada sobre todas las cosas criadas y no encontró nada digno de ella. Entonces se concentró en sí mismo y resolvió entregarse...


¡Oh, alma mía, cuán grande eres! Solo Dios puede contentarte. El alimento del alma es el Cuerpo y la Sangre de Dios. ¡Oh, hermoso alimento! El alma no puede alimentarse sino de Dios. Sólo Dios puede bastarle. Sólo Dios puede llenarla. Fuera de Dios nada hay que puede saciar su hambre. Necesita absolutamente de Dios... ¡Qué dichosas son las almas puras que se unen a Dios por la comunión! En el cielo resplandecerán como hermosos diamantes porque la imagen de Dios reverberará en ellas... ¡Oh, vida dichosa! Alimentarse de Dios... ¡Oh, hombre, qué grande eres! Nutrido y abrevado con el Cuerpo y la Sangre de un Dios... Id, pues a comulgar, hijos míos”.



Del libro El cura de Ars, el atractivo de un alma pura, de Francis Trochu

28 de diciembre de 2011

Como la estela de un buque



A través de los siglos han cambiado los destinatarios del anuncio, pero no el anuncio mismo. Debo precisar mejor esta última afirmación. Es verdad que no puede cambiar lo esencial del anuncio, pero puede y debe cambiar el modo de presentarlo, la prioridad, el punto desde el cual parte el anuncio. Resumamos el camino recorrido por el anuncio evangélico para llegar hasta nosotros. Hay primero el anuncio hecho por Jesús, que tiene por objeto central una noticia: “Ha llegado a ustedes el Reino de Dios”. A esta etapa única e irrepetible que llamamos “el tiempo de Jesús”, le sigue, después de la Pascua, “el tiempo de la Iglesia”. En él, Jesús no es ya el anunciador, sino el anunciado; la palabra “Evangelio” no significa ya “la buena noticia portada por Jesús", sino la buena noticia sobre Jesús, es decir, que tiene por objeto a Jesús y, en particular, su muerte y resurrección. Esto es lo que significa siempre para san Pablo, la palabra “Evangelio”.

Conviene sin embargo, estar atentos y no separar demasiado los dos momentos y los dos anuncios, aquel de Jesús y el de la Iglesia, o como se viene usando hace tiempo, el “Jesús histórico” del “Cristo de la fe”. Jesús no es solo el objeto del anuncio de la Iglesia, lo anunciado. ¡Ay con reducirlo solo a esto! Significaría olvidar la resurrección. En el anuncio de la Iglesia, es el Cristo resucitado quien, con su Espíritu, sigue hablando; él es también la persona que anuncia. Como dice un texto del concilio: “Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla”.
Partiendo del anuncio inicial de la Iglesia, es decir del kerygma, podemos resumir con una imagen el desarrollo sucesivo de la predicación de la Iglesia. Pensemos en la estela de una nave. Se inicia en un punto, la punta de la proa de la nave, que va ampliándose más, hasta perderse en el horizonte y tocar las dos orillas del mar. Eso es lo que pasó en el anuncio de la Iglesia; comenzó con un extremo: el kerygma “Cristo murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación” (cf. Rom. 4,25; 1 Cor. 15,1-3); y aún más conciso: “Jesús es el Señor” (Hch. 2, 36; Rom. 10,9).



Una primera expansión de esta estela se da con el nacimiento de los cuatro evangelios, escritos para explicar ese eslabón inicial, y con el resto del Nuevo Testamento; después de eso viene la tradición de la Iglesia, con su magisterio, teología, instituciones, leyes y espiritualidad. El resultado final es un inmenso legado que hace pensar justamente en la estela de la nave en su máxima expansión.



A este punto, si se quiere reevangelizar el mundo secularizado, se impone una elección. ¿De dónde empezar? ¿De cualquier punto de la estela, o de la punta? La inmensa riqueza de la doctrina y de las instituciones pueden convertirse en un handicap si queremos presentarnos con eso al hombre, quien ha perdido todo contacto con la Iglesia y ya no sabe quién es Jesús. Sería como ponerle de repente a un niño, una de esas enormes y pesadas capas pluviales de brocado.



Se necesita ayudar a este hombre a establecer una relación con Jesús; hacer con el hombre moderno aquello que hizo Pedro el día de Pentecostés con las treinta mil personas allí presentes: hablarle de Jesús, a quien nosotros hemos crucificado y que Dios lo ha resucitado, llevarlo al punto en que también él, tocado en el corazón, pregunte: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” y nosotros responderemos, como respondió Pedro: “Arrepiéntanse, háganse bautizar si no lo son aún, o confiésense si ya son bautizados”.



Aquellos que responderán al anuncio se unirán, también hoy, como entonces, a la comunidad de los creyentes, escucharán las enseñanzas de los apóstoles y participarán en la fracción del pan; según la llamada y la respuesta de cada uno, podrán apodrarse poco a poco, de todo aquel inmenso patrimonio nacido del kerygma. No se acepta a Jesús por la palabra de la Iglesia sino que se acepta a la Iglesia por la palabra de Jesús.



Tenemos un aliado en este esfuerzo: el fracaso de todos los intentos realizados por el mundo secularizado para sustituir al kerygma cristiano con otros “gritos” y otros “carteles”. Comúnmente presento el ejemplo de la célebre obra del pintor noruego Edvard Munch, titulado El Grito. Un hombre sobre un puente, ante un fondo rojizo y con las manos alrededor de la boca abierta emite un grito que –se entiende inmediatamente-, es un grito de angustia, un grito vacío, sin palabras, solo sonido. Me parece que es la descripción más eficaz de la situación del hombre moderno que, habiendo olvidado el grito lleno de contenido que es el kerygma, debe gritar al vacío su propia angustia existencial.



Cristo, contemporáneo nuestro
Ahora, me gustaría tratar de explicar por qué es posible, en el cristianismo, recomenzar, en cada momento, desde el extremo de la nave, sin que esto sea una ficción de la mente o una simple operación de arqueología. El motivo es simple: aquella nave sigue surcando el mar y la estela ¡empieza otra vez desde un punto!



Es Cristo quien se hace nuestro contemporáneo, porque habiendo resucitado, vive en el Espíritu de la Iglesia. Si nosotros tuviéramos que hacernos contemporáneos de Cristo, sería una contemporaneidad solamente intencional; si es Cristo el que se hace nuestro contemporáneo, es una contemporaneidad real. Según un pensamiento osado de la espiritualidad ortodoxa, “la anamnesis es un recuerdo gozoso que hace el pasado aún más presente hoy de cuando fue vivido”. No es una exageración. En la celebración litúrgica de la Misa, el evento de la muerte y resurrección de Cristo se convierte en algo más real para mí, de cuanto lo fue para aquellos que asistieron de hecho y materialmente al acontecimiento, porque entonces era una presencia “según la carne”, y ahora se trata de una presencia “según el Espíritu”.



Lo mismo sucede cuando uno proclama con fe: “Cristo ha muerto por mis pecados, ha resucitado por mi justificación, él es el Señor”. Un autor del siglo IV escribió: “Para cada hombre, el principio de la vida es cuando Cristo se ha inmolado por él. Pero Cristo se ha inmolado por él en el momento en que él reconoce la gracia y se vuelve consciente de la vida que obtuvo de aquella inmolación”.



Me doy cuenta de que no es fácil y quizás ni siquiera posible decir estas cosas a la gente, menos aún al mundo secularizado de hoy; más bien es lo que debemos tener bien claro nosotros, evangelizadores, para sacar de él coraje y creer en la palabra del evangelista Juan que dice: “Aquél que está en ustedes es más fuerte que el que está en el mundo”. (1 Jn. 4,4).




Cuarta meditación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, realizada el viernes 23 de diciembre en la basílica vaticana de San Pedro, en presencia de Benedicto XVI.

"Todos los cristianos estamos llamados a la santidad"



"Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en El" (1 Jn., 4, 16). "Y Dios derramó su amor en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (cfr. Rom., 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es el amor con que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El.
Pero a fin de que el amor crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles escuchar de buena gana la palabra de Dios y cumplir con obras su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en el de la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque el amor, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (Col. 3, 14; Rom., 13, 10), regula todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin [132]. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.



Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia « Lumen gentium » §42

27 de diciembre de 2011

¡La Eucaristía, misterio de Luz!



“El relato de la aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús nos ayuda a enfocar un primer aspecto del misterio eucarístico que nunca debe faltar en la devoción del Pueblo de Dios: ¡La Eucaristía misterio de luz! ¿En qué sentido puede decirse esto y qué implica para la espiritualidad y la vida cristiana?
Jesús se presentó a sí mismo como la «luz del mundo» (Jn 8,12), y esta característica resulta evidente en aquellos momentos de su vida, como la Transfiguración y la Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina. En una feliz intuición, el célebre icono de la Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el centro de la vida trinitaria.
La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión propiamente eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Sabemos que esto fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes, llevando a Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y de la Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). En la narración de los discípulos de Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al misterio de su persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen «arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: «Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).”
Extractos de la CARTA APOSTÓLICA “MANE NOBISCUM DOMINE” de JUAN PABLO II PARA EL AÑO DE LA EUCARISTÍA

"El Verbo se hizo Carne"



Junto a toda la Iglesia, hoy nos alegramos con la fiesta de san Juan, apóstol y evangelista. «El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria..., lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Estas palabras, inspiradas por el Espíritu Santo y puestas por Juan al comienzo del Evangelio, nos hablan de la cercanía que el Redentor quiso tener con los hombres, viniendo a vivir con nosotros. Y esto no sólo por su encarnación hace 2000 años (en el contexto de la fiesta de Navidad que estamos celebrando durante toda esta semana) sino también en la Eucaristía, porque hoy, cada día, Jesús vive también entre nosotros en su Cuerpo y Sangre. Quizás sea por la cercanía que Juan tuvo con Jesús –reclinado sobre su pecho en la última cena cuando Él instituyó la Eucaristía, y al pie de la cruz cuando Jesús le entregó a su Madre– que el discípulo amado fue el primero en reconocerlo resucitado. Pidámosle entonces a este gran santo que nos ayude a reconocer a nuestro Salvador en la Eucaristía para que podamos vivir con la certeza de que el Verbo, el Eterno, el Bienamado del Padre, se hace carne y viene a vivir con nosotros
“Pienso que los cuatro evangelios son los elementos esenciales de la fe de la Iglesia, y pienso que las primicias de los evangelios se encuentran... en el evangelio de Juan que, para hablar de aquello donde otros hicieron la genealogía, comienza por el que no la tiene. En efecto, Mateo, escribiendo para los judíos que esperan al hijo de Abraham y de David, dice: " Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham " (1,1); y Marcos, sabiendo bien lo que escribe, pone: " Principio del Evangelio " (1,1). El fin del Evangelio la encontramos en Juan: este es " el Verbo que estaba al principio ", la Palabra de Dios (1,1).
Pero Lucas, también reserva para el que reposó en el pecho de Jesús (Jn 13,25) los discursos más grandes y más perfectos sobre Jesús. Ninguno de ellos mostró su divinidad de manera tan absoluto como Juan, que le hace decir: "Yo soy la luz del mundo ", "Yo soy el camino, la verdad y la vida ", "Yo soy la resurrección ", " Yo soy la puerta", "Yo soy el buen pastor " (8,12; 14,6; 11,25; 10,9.11) y, en el Apocalipsis, " Yo soy el alfa y el omega, el principio y el fin, el primero y el último " (22,13).
Hay que atreverse a decir que, de todas las Escrituras, los Evangelios son las primicias y que, entre los evangelios, las primicias son las de Juan, y nadie lo puede entender si no estuvo recostado en el pecho de Jesús y si no recibió de Jesús a María, como madre (Jn 19,27)... Cuando Jesús le dice a su madre: " he aquí a tu hijo " y no: " he aquí, que este hombre es también tu hijo ", es como si le dijera: " he aquí, a tu hijo a quien diste a luz". En efecto, quien llega a la perfección "no vive en él, sino que es Cristo quien vive en él " (Ga 2,20)... ¿Todavía es necesario decir, qué inteligencia nos hace falta tener, para interpretar dignamente la palabra depositada en las vasijas de arcilla (2 Co 4,7) de un lenguaje ordinario? ¿En esta carta que puede ser leída por cualquiera, esta palabra se vuelve audible para los que prestan sus oídos? Porque, para interpretar con exactitud el evangelio de Juan, hay que poder decir en toda verdad: "Nosotros, tenemos el pensamiento del Cristo, para conocer las gracias que Dios nos ha concedido " (1 Co 2,16.12).” Orígenes (v. 185-253), sacerdote y teólogo - Comentario sobre el evangelio de san Juan, I, 21-25; SC 120

26 de diciembre de 2011

Quedate con nostros, Pan Vivo bajado del Cielo, nacido de María Virgen en la humildad de Belén



Homilía del Beato JUAN PABLO II, papa
24 de diciembre de 2004

“Adoro Te devote, latens Deitas”.
En este día de Navidad resuenan en mi corazón las primeras palabras del célebre himno eucarístico.

En el Hijo de la Virgen, “envuelto en pañales” y “acostado en un pesebre” (cf. Lc 2,12), reconocemos y adoramos “el pan bajado del cielo” (Jn 6,41.51), el Redentor venido a la tierra para dar la vida al mundo.

¡Belén! La ciudad donde según las Escrituras nació Jesús, en lengua hebrea, significa “casa del pan”. Allí, pues, debía nacer el Mesías, que más tarde diría de sí mismo: “Yo soy el pan de vida” (Jn 6,35.48).

En Belén nació Aquél que, bajo el signo del pan partido, dejaría el memorial de la Pascua. Por esto, la adoración del Niño Jesús, en esta Noche Santa, se convierte en adoración eucarística.

Te adoramos, Señor, presente realmente en el Sacramento del altar, Pan vivo que das vida al hombre. Te reconocemos como nuestro único Dios, frágil Niño que estás indefenso en el pesebre. “En la plenitud de los tiempos, te hiciste hombre entre los hombres para unir el fin con el principio, es decir, al hombre con Dios” (cf. S. Ireneo, Adv. haer., IV,20,4).

Naciste en este día, divino Redentor nuestro, y, por nosotros, peregrino por los senderos del tiempo, te hiciste alimento de vida eterna.

¡Acuérdate de nosotros, Hijo eterno de Dios, que te encarnaste en el seno de la Virgen María! Te necesita la humanidad entera, marcada por tantas pruebas y dificultades.

¡Quédate con nosotros, Pan vivo bajado del Cielo para nuestra salvación! ¡Quédate con nosotros para siempre! Amén.

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24 de diciembre de 2011

Meditación ante el Señor que viene



Desde el 17 de diciembre y hasta la víspera de Navidad, en la Liturgia de las Horas (durante el canto del Magnificat) se rezan las llamadas ANTIFONAS “O”. Son un compendio riquísimo de espiritualidad que nos expresan la expectación de la Iglesia ante la llegada del Salvador.
Son ocho invocaciones muy propicias para rezar en estos días cercanos a la Navidad del Señor

Oh Sabiduría,
Oh Señor,
Oh Raíz de Jesé,
Oh Llave de David,
Oh sol del que naces de lo alto,
Oh Rey de las naciones
Oh Dios con nosotros.

O Sapientia, O Adonai, O Radix, O Clavis, O Oriens, O Rex, O Emmanuel.

Las letras iniciales de estas Antífonas, invertidas, forman dos palabras latinas que son un acróstico: ERO CRAS, que traducido significan: Estaré mañana o MAÑANA VENDRÉ. “Estaré mañana” es como la respuesta divina a la súplica de la Iglesia en cada una de estas Antífonas, y durante todo el tiempo del Adviento: VENI, ¡VEN! ¡Ven a enseñarnos, ven a rescatarnos, ven a salvarnos, ven, Señor!
Y en cada Antífona O, la Iglesia llama al Salvador prometido con un Nombre distinto. Estos títulos, estas invocaciones, no se pueden atribuir sino al Niño Dios que nacerá para nosotros dentro de pocos días, en la santísima noche de Navidad.


• O SAPIENTIA, ¡OH SABIDURÍA!: Nuestro Señor es el Verbo de Dios, su Palabra sapientísima y eterna que dispone todas las cosas con fuerza y con suavidad. Él es la expresión perfecta del Padre, igual a Él, verdadero Dios cuyos designios son sin falla. Por eso, al fin de esta Antífona Le pedimos que venga a enseñarnos el camino de la prudencia, para que no sigamos los caminos de este mundo, que son sumamente imprudentes, porque conducen a la perdición.

• O ADONAI ¡OH SEÑOR!: Nuestro Señor es el Jefe por excelencia, el Legislador, el Autor infalible de la ley natural, del decálogo que dio a Moisés sobre el monte Sinaí, antes de guiarlo con su poder divino para libertar a su pueblo. Por eso, al fin de esta Antífona, pediremos al Señor y Legislador, a Adonai, que venga a rescatarnos con el poder de su brazo.

• O RADIX JESSE, ¡OH RAÍZ DE JESÉ!: El tallo que sale de la raíz de Jesé es la Santísima Virgen María, a quien todas las generaciones proclaman bienaventurada, a quien los reyes consagraron sus reinos y a quien todos los pueblos que pasaron del paganismo al cristianismo veneran ahora como a su Reina. La Virgen María, nuestra Madre, a quien millones de almas deben su salvación, es la figura principal del Adviento, por ser Aquella de quien nacerá Jesús, Aquella que concibió por el Espíritu Santo, Aquella que es nuestra Estrella en este mundo peligroso para nuestras almas. Por eso, al fin de esta Antífona, pediremos a Nuestro Señor que venga y que no tarde en salvarnos por María.

• O CLAVIS DAVID, ¡OH LLAVE DE DAVID!: El Salvador prometido posee la única llave que abrirá las puertas de Cielo, cerradas por el pecado de Adán y Eva. Esta llave es la Cruz También esta llave las cerrará para los que no merecen la felicidad eterna. Ábrenos, gritaron desesperadamente las vírgenes necias de la parábola. En verdad, no os conozco, contestó Jesús. Por eso, al fin de esta cuarta Antífona, Le pediremos que venga y saque de su prisión a los cautivos sentados en tinieblas y en sombras de muerte.

• O ORIENS, ¡OH SOL QUE NACES DE LO ALTO!: El Salvador disipará las tinieblas del error y del pecado, como el sol naciente disipa las tinieblas de la noche. Tanta gente, hoy, está des-orientada porque está lejos de Nuestro Señor, de su Verdad y de su gracia. ¡Pobres almas, tan numerosas, que festejarán Navidad con glotonerías, embriagueces y sensualidades, con regalos corruptores y luces artificiales, y con un viejo y feísimo Papa Noel mundano, pero sin la paz del Niño Jesús! Por eso, al fin de esta Antífona, se pide a Nuestro Señor que venga y alumbre a los sumidos en tinieblas y en sombras de muerte.

• O REX GENTIUM, ¡OH REY DE LAS NACIONES!: Y la Antífona continua diciendo: Piedra angular que reúnes a los pueblos. El Niño Jesús es EL Salvador y será crucificado. Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Hay solo un Dios y Salvador, como hay solo una criatura humana, creada por Dios y rescatada por Jesucristo. Por eso, al fin de esta Antífona, pediremos al único Salvador de las almas que venga y salve al hombre, al que formó del lodo, al pagano y al judío.

• O EMMANUEL: ¡OH DIOS CON NOSOTROS!En esta última gran Antífona, la Iglesia llama al Salvador Emmanuel, palabra que significa en hebreo: Dios con nosotros, Dios eligió a algunos pescadores de Galilea y habló, comió, caminó con ellos, les reveló los secretos de su Amor infinito; Nuestro Señor los hizo Apóstoles y columnas indestructibles de la Iglesia. La Iglesia, que hace a Jesucristo realmente presente entre nosotros, en la Santísima Eucaristía, presente en este sagrario, presente sacramentalmente en los que reciben la sagrada comunión, presente por su gracia en nuestras almas. El hombre sin Jesucristo está en la peor situación que se pueda imaginar: su alma nunca conocerá la verdadera felicidad porque nunca descansará en Jesucristo, su principio y su fin, ahora y por la eternidad. Por eso, al fin de esta Antífona se pide que nuestro Señor y Dios venga a salvarnos.

Estas magníficas Antífonas “O”, “encierran en si toda la médula del Adviento”; ojalá que ellas expresen nuestro deseo ardiente de recibir, en día de Navidad, al Niño Jesús: la Sabiduría infinita, EL Señor, el Hijo de María, la Llave del Cielo, el Sol naciente, el Rey de la naciones, el Emmanuel, sí, que Lo recibamos con un corazón purificado, maravillado, y sediento de santidad, con un corazón de niño.

22 de diciembre de 2011

El Padre nos confía a Jesús como se lo confió a María






Jesús Eucaristía cuando lo recibimos en comunión se confía a nosotros, como lo hizo al encarnarse, en María. Pensando en esto, nuestras manos deberían formar un trono de amor en el interior del cual Jesús pueda recostarse y nosotros deberíamos recibir la Eucaristía, tratando de tener en nuestro corazón una parte del amor que María tuvo hacia su Hijo cuando lo estrechó.
En la Eucaristía se reúne la debilidad aparente y la Omnipotencia de Dios: debilidad aparente porque por su voluntad se entrega a nosotros y Omnipotencia divina porque entrando en nosotros nos convierte en fervorosos, fuertes y generosos. Cristo, que está en nuestras manos, primero se ha colocado en las de su madre.
Para encarnarse Cristo ha elegido a María, ha querido una mujer como madre, por tanto donde está Jesús está María; donde está la Eucaristía está la Madre de la Eucaristía. En el documento está escrito: "Uno sólo es el Mediador, según la palabra del apóstol: "Porque hay un sólo Dios, y también uno solo el Mediador entre Dios y los hombres, un hombre, Cristo Jesús que se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1 Tm 2, 5-6). La misión materna de María hacia los hombres, de ningún modo oscurece o disminuye esta única mediación de Cristo, sino mas bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen, no nace de una necesidad, sino del beneplácito de Dios, y nace de la superabundancia de los méritos de Cristo, se basa en Su mediación, depende totalmente de ésta y de la misma saca toda su eficacia". Aquí se afirma que es voluntad clara y expresa del Señor que la Virgen sea acogida por todos como Madre de la Iglesia. La maternidad de María que se extiende a cada hombre, es oficialmente ratificada y reconocida por Dios a los pies de la cruz, cuando Cristo que está a punto de morir, llama "mujer" a su madre, la mujer de la humanidad.
La Inmaculada Concepción de la Virgen en función de la divina maternidad es una verdad de fe y a ésta se le añadirá otra: María corredentora y mediadora. En María, Madre de la Eucaristía, están reunidos todos los dones y los privilegios que Dios ha dado a su madre.
Estos son faros luminosos que iluminan a la Iglesia. Cuando el hombre aduce dificultades y pone obstáculos impidiendo que la luz llegue a la Tierra, entonces cae en la confusión y en el pecado, pero sin embargo, si quita los obstáculos, la luz penetra en la Tierra y alcanza cada rincón suyo. Cuando el hombre ha dudado de la presencia eucarística, la Iglesia se ha empobrecido; cuando por el contrario ha ido hacia la Eucaristía, como finalmente está ocurriendo hoy, la Iglesia ha comenzado a estar verdaderamente fuerte y renovada. Debemos amar a la Madre de la Eucaristía, la que ha hecho posible este don infinito de Dios que se perpetúa en la Iglesia. En la sangre de Cristo surgido de la Eucaristía, traída por la Virgen, hay el perfume y el sabor de la sangre materna de María. Debemos amar a la Madre de la Eucaristía y a todos nuestros hermanos, los que están vivos y los que han muerto, porque la Eucaristía es presencia real de Dios y en Dios están presentes todas las criaturas.

18 de diciembre de 2011

Hora Santa: María en el tiempo de adviento


Reeditamos, en esta última semana de adviento, el texto del beato Juan Pablo II en la Carta Encíclica Ecclesia De Eucharistia sobre Analogía entre el “FIAT” de María y el “AMEN” que cada fiel pronuncia cuando recibe el Cuerpo del Señor. Es una bellísima meditación para hacer nuestra Hora santa frente al santísimo Sacramento perparándonos para la Solmenidad de la Navidad:





Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él.

A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en la oración » (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Hch 2, 42).

Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto en conmemoración mía! », se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: « no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida” ».


En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

« Feliz la que ha creído » (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en « tabernáculo » –el primer « tabernáculo » de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor » (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión.

¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

« Haced esto en recuerdo mío » (Lc 22, 19). En el « memorial » del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: « !He aquí a tu hijo¡ ». Igualmente dice también a todos nosotros: « ¡He aquí a tu madre! » (cf. Jn 19, 26.27).

Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús. Esto es precisamente la verdadera « actitud eucarística ».

Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la « pobreza » de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf. Lc 1, 52). María canta el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!


12 de diciembre de 2011

"Jesús cogió los panes y después de dar gracias, se los repartió"


Señor, lavados y purificados en lo más profundo de nosotros mismos, vivificados por tu santo Espíritu, saciados por tu Eucaristía, haz que nosotros compartamos la gracia que ha sido parte de los santos apóstoles que han recibido el sacramento de tu mano. Desarrolla en nosotros el deseo y la voluntad de seguirte, como miembros tuyos (1Co 12,27) para que nosotros seamos dignos de recibir de ti la sabiduría y la experiencia de tu alimento espiritual.

Desarrolla en nosotros el celo de Pedro para rechazar toda voluntad contraria a la tuya, ese celo que Pedro demostró en la Cena... Desarrolla en nosotros la paz interior, la determinación y la alegría que gustó Juan, inclinado sobre tu hombro (Jn 13,25), que podamos adquirir tu sabiduría, que aprendamos el gusto de tu dulzura, de tu bondad. Desarrolla en nosotros una fe recta, una esperanza firme y una caridad perfecta.

Por intercesión de los santos apóstoles y de todos los discípulos bienaventurados, haznos recibir de tu mano el sacramento, haznos evitar sin dudar la traición de Judas e inspira en nuestro espíritu aquello que tu Espíritu ha revelado a los santos que están en el cielo. Haz todo esto, Tú que vives y reinas con el Padre, en la unidad de un mismo Espíritu desde el principio hasta el fin de los siglos. Amén.

San Alberto Magno (v. 1200-1280), dominico Libro sobre los sacramentos

11 de diciembre de 2011

Partes de la Plegaria Eucarística

De la INSTRUCCIÓN GENERAL DEL MISAL ROMANO (números 78-79)


El centro y la cumbre de toda la celebración Eucarística es la Plegaria Eucarística, que ciertamente es una oración de acción de gracias y de santificación.
El sacerdote invita al pueblo a elevar los corazones hacia el Señor, en oración y en acción de gracias, y lo asocia a sí mismo en la oración que él dirige en nombre de toda la comunidad a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo.
El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio.
La Plegaria Eucarística exige que todos la escuchen con reverencia y con silencio.

Los principales elementos de que consta la Plegaria Eucarística pueden distinguirse de esta manera:

a) Acción de gracias (que se expresa especialmente en el Prefacio), en la cual el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios Padre y le da gracias por toda la obra de salvación o por algún aspecto particular de ella, de acuerdo con la índole del día, de la fiesta o del tiempo litúrgico.

b) Aclamación: con la cual toda la asamblea, uniéndose a los coros celestiales, canta el Santo. Esta aclamación, que es parte de la misma Plegaria Eucarística, es proclamada por todo el pueblo juntamente con el sacerdote.

c) Epíclesis: con la cual la Iglesia, por medio de invocaciones especiales, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones ofrecidos por los hombres sean consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión sirva para la salvación de quienes van a participar en ella.

d) Narración de la institución y consagración: por las palabras y por las acciones de Cristo se lleva a cabo el sacrificio que el mismo Cristo instituyó en la última Cena, cuando ofreció su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino, y los dio a los Apóstoles para que comieran y bebieran, dejándoles el mandato de perpetuar el mismo misterio.

e) Anámnesis: por la cual la Iglesia, al cumplir el mandato que recibió de Cristo por medio de los Apóstoles, realiza el memorial del mismo Cristo, renovando principalmente su bienaventurada pasión, su gloriosa resurrección y su ascensión al cielo.

f) Oblación: por la cual, en este mismo memorial, la Iglesia, principalmente la que se encuentra congregada aquí y ahora, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la víctima inmaculada. La Iglesia, por su parte, pretende que los fieles, no sólo ofrezcan la víctima inmaculada, sino que también aprendan a ofrecerse a sí mismos, y día a día se perfeccionen, por la mediación de Cristo, en la unidad con Dios y entre ellos, para que finalmente, Dios sea todo en todos.

g) Intercesiones: por las cuales se expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia, tanto con la del cielo, como con la de la tierra; y que la oblación se ofrece por ella misma y por todos sus miembros, vivos y difuntos, llamados a participar de la redención y de la salvación adquiridas por el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

h) Doxología final: por la cual se expresa la glorificación de Dios, que es afirmada y concluida con la aclamación Amén del pueblo.


10 de diciembre de 2011

Comentario a la liturgia de la Palabra: Tercer domingo de adviento

En estos domingos de adviento, la Iglesia dirige la atención a algunos personajes que nos ayudan a preparar esta fiesta de navidad que se acerca. Hoy ponemos la mirada en la figura de San Juan Bautista, el primo de Jesús, que tuvo como misión preparar al pueblo judío para la primera manifestación pública del salvador, tuvo la misión de prepararle el terreno a Jesús.
Hoy Juan le dice a los que se le acercan: En medio de ustedes hay alguien a quien no conocen: JESUS. Juan fue ungido (como dice el profeta Isaías en la primer lectura de hoy), fue ungido por Dios, fue consagrado, llamado para señalar a ese Jesús que estaba en medio de esa gente y que ellos no conocían, y él tenía que darlo a conocer.
¡Cuánto nos falta conocer a Jesús! Jesús todavía sigue siendo entre nosotros un desconocido. Dios está como ausente en el mundo de hoy, por eso falta alegría, por eso falta esperanza, por eso este mundo pareciera que sigue en tinieblas, sin Luz.
Y nosotros, como Juan el Bautista, también estamos consagrados por el bautismo, estamos llamados a decirle a la gente de nuestro tiempo: en medio de ustedes hay alguien a quien no conocen. Nosotros también estamos llamados a señalar a Jesús para que hoy sea conocido. Pero lo vamos a tener que dar conocer con nuestra vida. Tenemos que mostrar al Jesús que vive adentro nuestro, gracias a cada comunión eucarística

En el evangelio que acabamos de escuchar vemos que se le acercan a Juan unos judíos para preguntarle quién era él, cuál era su misión. Y Juan responde claramente que él es simplemente un testigo, está llamado a ser ni más ni menos que testigo de Jesús. Él no es la Luz sino testigo de la Luz. Es una voz que grita para que preparen el camino para recibir a Jesús.
Y esta preguntita nos la podrían hacer a cada uno de los que estamos ahora en esta Misa. Quizás, si hoy día, alguien viniera a nosotros y nos preguntase vos, ¿ quién sos ?, si nos preguntara: "Vos, ¿qué podrías decir de ti mismo?" ... Nosotros, ¿Qué responderíamos?... O dicho de otro modo, unidos a nuestra fe; si alguien viniera y nos preguntara como le preguntaron a Pedro, ¿ Tenés algo que ver con Jesús? Si la gente nos dijera : Tu vida, tus cosas, tu mentalidad, tus comportamientos prácticos, ¿tienen algo que ver con el Evangelio? ... NOSOTROS, ¿ QUE CONTESTARIAMOS ?
El evangelio de este domingo nos interpela sobre una realidad que nos cuesta aceptar, nos cuesta asumir, y más en estos tiempos que estamos viviendo: descubrir que por el bautismo, nuestra vocación más profunda es la de ser testigos.
Y hay que reconocer que en este tema en seguida miramos para el costado: nos escandalizamos del pecado de los demás, ...empezamos a criticar a los otros diciendo como puede ir a Misa y después hacer tal o cual cosa, ... nos indignamos del antitestimonio de alguna autoridad de la Iglesia, y así miles de excusas.
Cuando la primer pregunta debería ser: ¿Somos NOSOTROS testigos de Jesús en el mundo? ¿Somos verdaderos testigos del amor de Dios en nuestra casa, con nuestros amigos, en el trabajo, en cada uno de los ambientes en que nos movemos? ¿O nos da vergüenza, o tenemos miedo de gritar a los cuatro vientos que Jesús es el salvador, por todo lo que implica ir contra la corriente, o simplemente quizas no nos damos cuenta de que nuestra vida es el único evangelio que leerán algunos de nuestros hermanos?
Cuentan que un grupo de periodistas, visitando Egipto para realizar varias filmaciones, fueron recibidos en El Cairo, por el director general de la Televisión egipcia. Y que éste, después de darles todas las facilidades para su trabajo, se despidió de ellos regalándoles un ejemplar del Corán, no sin antes besar respetuosamente la portada del libro. Y estos mismos periodistas cuentan como se admiraron de ese gesto religioso.
Quizas la pregunta que tendríamos que hacernos es porque se admiraron. Capaz porque acá, a los cristianos nos cuesta reconocernos como tales. No es que se trate de convertirnos en hinchas fanáticos de un equipo de fútbol, que sólo saben hablar de su propio equipo..., sino de convertirnos en gente a quien la fe le salga por las obras como la respiración sale de los pulmones.
Claro que para esto hay que empezar por tener el corazón muy en Dios,... para hablar bien de Él. Cuando la Fe haya crecido lo suficiente dentro nuestro, entonces nuestro testimonio empezará a salir espontáneamente en nuestros gestos y en nuestras palabras.
Eso es quizas lo que nos falta tener: el corazón muy unido a Dios. Porque sólo así seremos verdaderos testigos. El testigo es alguien que puede hablar de lo que ha visto y oído. El testigo no es solamente alguien que cree en Jesús, sino alguien que vive la propia vida de Jesús, es alguien que conoce a Jesús no sólo por lo que le enseñaron o por lo que estudió sino sobretodo por el contacto personal con el Señor en su vida interior. Es alguien que refleja en su propia vida la luz de Cristo que brilla en su interior, ... y con sólo vivir ya va transformando la vida de los que lo rodean.
... leyendo en un libro sobre San francisco de Asís, narra un autor la experiencia de un vendedor que pasaba cada 4 o 5 días por el pueblito que quedaba cerca de la cueva en la que estaba Francisco. Y este vendedor un buen día quedó asombrado de este pueblo al que visitaba todas las tardes San Francisco. Y entonces al llegar el vendedor a la posada del pueblo le pregunta al posadero: ¿que esta pasando en este pueblo? Ya que le llamaba la atención como habían cambiado algunas cosas. Por ejemplo había pasado por la casa del matrimonio de la esquina de la plaza que siempre se llevaban a las patadas, y esta vez ni se sentían los gritos. Y también en la misma plaza estaba Pedro fresquito, cuando siempre lo encontraba tirado en el piso de la borrachera. ...Y así otros tantos cambios... Entonces el posadero le dice: la culpa la tiene Francisco. Y este le pregunta ¿quien es Francisco?, ¿qué es alguien grande?, ¿llamativo?. ¡No!, le responde le posadero: es un hombre que vive en la montaña, es descarnado, es seco, y además no es alto, tiene el cuello flaco y los brazos cortos, va mal vestido, descalzo, y con una túnica toda remendada.
Pero.., dice.., anda siempre contento..., como si tuviera Luz en la cara..., en los ojos sobretodo... Y habla cosas claras que entiende todo el mundo... y sobretodo que parecen verdad..., cuando este hombre habla de Dios, sabe lo que dice, habla por experiencia, no sólo por lo aprendido en los libros.... Es como si lo estuviera viendo...., se le nota.
Ojalá Dios nos conceda esta gracia a cada uno de nosotros en esta navidad que se acerca. Que no sea una navidad más. Que nos preparemos bien, sobretodo a través de la adoración en estos 10 días que faltan para el 25, para que Jesús vuelva a nacer. Para que Él que es la Luz, vuelva a encender nuestro corazón, y así nosotros podamos iluminar a los que nos rodean.
Ojalá que podamos, ... como San Juan el Bautista, ... como San Francisco, ... como todos aquellos a quienes Cristo les transformó la vida, ... que nosotros también podamos decirle al mundo de hoy: en medio de ustedes hay alguien a quien todavía no conocen: JESUS. Y yo estoy dispuesto a darlo a conocer con el testimonio de mi vida.
Que la Virgen nos conceda esta gracia.

9 de diciembre de 2011

"Quédate con nosotros"


Cuando los discípulos de Emaús le pidieron que se quedara "con" ellos, Jesús contestó con un don mucho mayor. Mediante el sacramento de la Eucaristía encontró el modo de quedarse "en" ellos. Recibir la Eucaristía es entrar en profunda comunión con Jesús. "Permaneced en mí, y yo en vosotros" (Jn 15,4).


Esta relación de íntima y recíproca "permanencia" nos permite anticipar en cierto modo el cielo en la tierra. ¿No es quizás éste el mayor anhelo del hombre? ¿No es esto lo que Dios se ha propuesto realizando en la historia su designio de salvación? Él ha puesto en el corazón del hombre el «hambre» de su Palabra (Am 8,11), un hambre que sólo se satisfará en la plena unión con Él. Se nos da la comunión eucarística para "saciarnos" de Dios en esta tierra, a la espera de la plena satisfacción en el cielo.


Pero la especial intimidad que se da en la "comunión" eucarística no puede comprenderse adecuadamente ni experimentarse plenamente fuera de la comunión eclesial... La Iglesia es el cuerpo de Cristo: se camina "con Cristo" en la medida en que se está en relación «con su cuerpo». Para crear y fomentar esta unidad Cristo envía el Espíritu Santo. Y Él mismo la promueve mediante su presencia eucarística. En efecto, es precisamente el único Pan eucarístico el que nos hace un solo cuerpo. El apóstol Pablo lo afirma: "Un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan"(1 Co 10,17).


Beato Juan Pablo II Carta apostólica «Mane nobiscum Domine» §19

"De la misma manera que el Padre, que vive, me ha enviado y que yo vivo por Él, de la misma manera aquellos que me coman, vivirán por Mi.»




El Señor Jesús, que por nosotros se ha hecho alimento de verdad y de amor, hablando del don de su vida nos asegura que «quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). Pero esta «vida eterna» se inicia en nosotros ya en este tiempo por el cambio que el don eucarístico realiza en nosotros: «El que me come vivirá por mí» (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos permiten comprender cómo el misterio «creído» y «celebrado» contiene en sí un dinamismo que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana.



En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. Análogamente a lo que san Agustín dice en las Confesiones sobre el Logos eterno, alimento del alma, poniendo de relieve su carácter paradójico, el santo Doctor imagina que se le dice: «Soy el manjar de los grandes: crece, y me comerás, sin que por eso me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú te transformarás en mí». En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; «nos atrae hacia sí».


La Celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latreía. A este respecto, las palabras de san Pablo a los Romanos son la formulación más sintética de cómo la Eucaristía transforma toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios: «Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable»

(Rm 12,1).

Papa Benedicto XVI Exhortación Apostólica «Sacramentum Caritatis» §70 (trad. DC 2377, p. 331 © Libreria Editrice Vaticana)

7 de diciembre de 2011

Comentario a la liturgia de la Palabra: Solemnidad de la Inmaculada Concepción



En adviento celebramos esta fiesta de La Virgen, esta fiesta de la Inmaculada Concepción, por la cual creemos que María nació sin pecado original.

El adviento es el tiempo litúrgico mariano por excelencia, de hecho dentro de dos domingos volvemos a poner la mirada en la Virgen. Y este tiempo de adviento es el tiempo mariano por excelencia, ya que en María el adviento se hace Navidad, en María la promesa se convierte en realidad, en María la esperanza alcanza la plenitud, en María nació Jesús.

Quizas en un primer momento esta fiesta de la Inmaculada Concepción podría parecernos un problema teológico, podría parecernos un tema teórico, o, como máximo un privilegio de María como para que lo recordemos y que ella sea alabada.

Pero sería lindo que nos preguntemos: ¿qué buena noticia representa esta verdad para nosotros? ¿ Se trata tan sólo de un dogma que tenemos que creer, un honor de María que debemos celebrar, o más bien se trata de un acontecimiento que nos toca de lleno? ¿Qué significa en concreto para nosotros la Inmaculada Concepción de María?



Es cierto que en primer lugar esta fiesta significa que María fue la primer redimida por Jesús, la llena de gracia, la toda santa. En este sentido la fiesta de hoy reconoce la obra salvadora de Dios en María.

Pero la fiesta de la Inmaculada Concepción es mucho más que esto. Nos está diciendo lo que tendría que realizarse en cada uno de nosotros y en la Iglesia entera. María santa e inmaculada en su concepción, es una llamada y un modelo de aquella santidad en la que todos fuimos concebidos desde nuestro nacimiento a la vida cristiana por el bautismo.

Sin embargo dentro nuestro y en el mundo en el que estamos viviendo experimentamos todos lo contrario. Experimentamos que no todo es santidad sino que hay mucho pecado. Y esto es lo que escuchábamos en la primer lectura de hoy: existe una larga y constante lucha entre el amor y el egoísmo, entre la luz y las tinieblas. Además de esta semilla de santidad que Dios plantó en cada uno de nosotros, también experimentamos las consecuencias del pecado original, tambien experimentamos que existe la semilla del egoísmo, de la envidia, de la ambición, del poder, de la violencia, de la mentira. Es como si existiera una permanente guerra civil entre el bien y el mal.

Por eso celebrar la fiesta de la inmaculada concepción es ante todo un anuncio de esperanza para nosotros. Porque nos está marcando que Dios no se olvida de nosotros, nos está marcando que si permanecemos abiertos a la gracia de Dios: el bien va triunfar sobre el mal. Si permanecemos como María siempre dóciles a Dios, la victoria final va a ser la del amor sobre el odio.




De esto tenemos que estar seguros. Por que lo peor que hay es el cansancio de los buenos. Y no tenemos que permitir que el cansancio y el desánimo habiten dentro nuestro.

En medio de la confusión generalizada que estamos viviendo, donde se perdió la noción de pecado, donde parece que todo da lo mismo, donde los que tratan de ser buenas y honestas personas son vistas como tontas. En medio de una crisis donde ya no hay valores, donde todo se cuestiona, donde cada uno hace lo que le parece porque todo es relativo, tenemos que recordar que tarde o temprano el bien triunfa. Tenemos que recordar que ser santos en medio de este mundo no es el sueño de unos utópicos que se quedaron en el pasado y a los cuales la sociedad actual se los va a llevar por delante.

La fiesta de la inmaculada concepción nos recuerda que estamos llamados a ser santos. Por eso hoy podemos hacer nuestras las palabras de San Pablo: Dios nos eligió en la persona de Cristo... para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado a ser sus hijos. Y estas palabras no las debemos aplicar sólo a María sino también a cada uno de nosotros. Todos, nos dice San Pablo, hemos sido invitados desde siempre a la santidad, a ser santos e inmaculados.

La fiesta de hoy no sólo nos anuncia la buena noticia de que el bien triunfa sobre el mal, sino que además es una invitación para animarnos a vivir la santidad, es una invitación a unirnos también nosotros a esta lucha del bien sobre el mal, a no dejarnos arrastrar por la corriente del pecado.

Nosotros tambien estamos llamados a ser santos. A veces pensamos que esto es imposible para nosotros porque no tenemos el estilo de vida de los grandes santos. Pero la fiesta de hoy nos vuelve a llenar la esperanza, porque lo más grande que tuvo María fue la simpleza, la humildad, el sentirse pobre ante Dios. Y en ese camino todos nos podemos sentir identificados.

En general pensamos que como yo no tendré jamás el coraje de ser un San Francisco de Asís, entonces vamos a limitarnos a cumplir y a esperar que Dios nos meta al final en el cielo por la puerta de servicio. Entonces la santidad se nos presenta imposible no sólo para nosotros, sino incluso para cualquiera que viva en nuestras circunstancias.

Pero, si abrimos los ojos, vemos que además de los santos extraordinarios, hay muchos otros. Buena gente que ama a Dios, personas que cuando estamos con ellas, nos dan la sensación casi física de la presencia viva de Dios; almas sencillas pero entregadas, normales, pero muy fieles, como María.

Ojalá que el Buen Dios nos conceda que en esta fiesta de la Inmaculada Concepción de María que estamos celebrando hoy, se nos llene el corazón de esperanza y fortaleza, para descubrir que ser buenos en medio de lo que nos toca vivir, es posible.

Que así sea.

"Denles de comer ustedes mismos"

"El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo" (Jn 6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero significado del don de su propia vida por todos los hombres, mostrándonos así la profunda compasión que siente hacia toda persona. En efecto, de muchas maneras y en diversos pasajes, los evangelios nos narran los sentimientos de Jesús hacia los hombres, particularmente hacia las personas que sufren y hacia los pecadores. A través de un profundo sentimiento humano, expresa la intención salvífica de Dios para toda persona humana con el fin de que alcance la verdadera vida.


Toda celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don que Jesús ha hecho de su propia vida en la cruz, por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la eucaristía, Jesús hace de nosotros los testigos de la compasión de Dios por cada uno de nuestros hermanos y hermanas. Es alrededor del misterio eucarístico que nace el servicio de la caridad hacia el prójimo, el cual "consiste precisamente en el hecho de que yo amo también, en Dios y con Dios, a la persona que no aprecio e incluso que ni tan sólo conozco." Esto no se puede dar si no es a partir del encuentro íntimo con Dios, encuentro que llega a ser comunión de voluntad hasta llegar a tocar al sentimiento. Es entonces que aprendo a mirar a esta otra persona no sólo con mis ojos y mis sentimientos, sino según la mirada de Jesucristo». De esta manera reconozco, en las personas a las que me acerco, unos hermanos y hermanas por quienes el Señor ha dado su vida amándolos "hasta el extremo" (Jn 13, 1).

Por consiguiente, cuando nuestras comunidades celebran la eucaristía, deben hacerse cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos, y que la eucaristía urge a toda persona que cree en él a hacerse "pan partido" por los demás y, por tanto, a comprometerse por un mundo más justo y más fraterno. Reflexionando en la multiplicación de los panes y los peces, debemos reconocer que, todavía hoy, Cristo continua exhortando a sus discípulos a comprometerse personalmente: "Dadles vosotros de comer". La vocación de cada uno de nosotros consiste realmente en ser, con Jesús, pan partido para la vida del mundo.


Papa Benedicto XVI Sacramentum caritatis, 88

6 de diciembre de 2011

El divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero


“«Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída» (cf.Lc 24,29). Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos.


Abrumados por tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado.


No obstante, habían experimentado cómo «ardía» su corazón (cf. ibíd. 32) mientras él les hablaba explicando» las Escrituras. La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y «se les abrieron los ojos» (cf. ibíd. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. «Quédate con nosotros», suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado veladamente en el «pan partido», ante el cual se habían abierto sus ojos.



En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del «Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo»
(cf. Mt 28,20).



La «fracción del pan» —como al principio se llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste.”


Extractos de la CARTA APOSTÓLICA
“MANE NOBISCUM DOMINE” de JUAN PABLO II PARA EL AÑO DE LA EUCARISTÍA

5 de diciembre de 2011

¡Ven, Señor Jesús!


“Con esta celebración vespertina, el Señor nos da la gracia y la alegría de abrir el nuevo Año litúrgico iniciando con su primera etapa: el Adviento, el período que conmemora la venida de Dios entre nosotros. Todo inicio lleva consigo una gracia particular, porque está bendecido por el Señor. En este Adviento se nos concederá, una vez más, experimentar la cercanía de Aquel que ha creado el mundo, que orienta la historia y que ha querido cuidar de nosotros hasta llegar al culmen de su condescendencia haciéndose hombre. Precisamente el misterio grande y fascinante del Dios con nosotros, es más, del Dios que se hace uno de nosotros, es lo que celebraremos en las próximas semanas caminando hacia la santa Navidad. Durante el tiempo de Adviento sentiremos que la Iglesia nos toma de la mano y, a imagen de María santísima, manifiesta su maternidad haciéndonos experimentar la espera gozosa de la venida del Señor, que nos abraza a todos en su amor que salva y consuela.
Mientras nuestros corazones se disponen a la celebración anual del nacimiento de Cristo, la liturgia de la Iglesia orienta nuestra mirada hacia la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el esplendor de la gloria. Por eso nosotros que en cada Eucaristía «anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida», vigilamos en oración. La liturgia no se cansa de alentarnos y de sostenernos, poniendo en nuestros labios, en los días de Adviento, el grito con el cual se cierra toda la Sagrada Escritura, en la última página del Apocalipsis de san Juan: «¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20).
Creer en Jesucristo conlleva también tener una mirada nueva sobre el hombre, una mirada de confianza, de esperanza. Por lo demás, la experiencia misma y la recta razón muestran que el ser humano es un sujeto capaz de inteligencia y voluntad, autoconsciente y libre, irrepetible e insustituible, vértice de todas las realidades terrenas, que exige que se le reconozca como valor en sí mismo y merece ser escuchado siempre con respeto y amor. Tiene derecho a que no se le trate como a un objeto que poseer o como a algo que se puede manipular a placer, que no se le reduzca a puro instrumento en favor de otros o de sus intereses. La persona es un bien en sí misma y es preciso buscar siempre su desarrollo integral.

”Extractos de la homilía de Benedicto Xvi al comenzar el Adviento (2010)

3 de diciembre de 2011

La Eucaristía nos consolida en la comunión eclesial


La comunión eucarística es causa y, a la vez, significa la comunión eclesial

Coherencia de fe en la Eucaristía

El hecho de que la Iglesia restrinja el acceso a la comunión sólo a los católicos y en determinadas condiciones, se ha convertido en materia de debate en algunos sectores de la opinión pública.

En ocasiones, ni siquiera los mismos católicos saben cuáles son los motivos por los que la Iglesia mantiene esta costumbre que hunde sus raíces en las primeras comunidades cristianas.

Para responder a la pregunta, Zenit ha entrevistado al sacerdote Philip Goyret, profesor de Teología Sacramental, Eclesiología y Ecumenismo de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz en Roma y director de Estudios de esa misma Universidad.


-¿Cuál es significado teológico y eclesiológico de la recepción de la comunión?

-Profesor Goyret: Los católicos, de la mano de los textos bíblicos (especialmente la primera carta de san Pablo a los Corintios), creemos en el profundo nexo existente entre el cuerpo de Cristo, el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial. El lenguaje del Nuevo Testamento pone de manifiesto esta realidad usando el mismo vocablo «cuerpo» para hablar sea del cuerpo histórico y luego glorioso del Señor, sea de su cuerpo eucarístico, sea de su cuerpo eclesial. No se trata de un simple juego de palabras, pues nutriéndonos con el cuerpo eucarístico del Señor, que contiene sustancialmente el cuerpo ahora glorioso de nuestro Señor en los cielos, nos consolidamos como miembros de su cuerpo eclesial. Al recibir la comunión eucarística, recibimos el cuerpo y sangre del Señor, lo que aumenta en nuestros corazones la unión íntima con Él: y estar unidos a Él implica también estar unidos con los que están unidos a Él. Llegamos así a la comunión eclesial. Esto es lo que la teología expresa con la frase «la Eucaristía edifica la Iglesia». Por la comunión eucarística entramos en comunión con el Señor y nos consolidamos en la comunión eclesial.

Vistas las cosas «en negativo», es interesante recordar el significado originario de la «excomunión». Antes de que se desarrollasen sus consecuencias jurídicas, ser excomulgado significaba -y significa también ahora- ser apartado de la comunión eucarística. Quien es excluido de la comunidad eclesial no puede tomar parte de la comunión eucarística.

Ahora bien, la Eucaristía no es «automática». Los efectos apenas mencionados no se seguirían si la comunión es recibida por un marciano que nunca escuchó hablar del Evangelio. Hay que comulgar recibiendo la Eucaristía como lo que es, o sea, como Cuerpo y Sangre de Cristo, con fe viva en su presencia real en las especies. Creer esto es algo muy comprometido, pues significa creer en la verdad completa revelada en Cristo, pues es el Cristo completo quien está presente en la Eucaristía. Y la verdad completa incluye todo lo que la Iglesia propone come dato revelado, incluyendo a ella misma. Significa además creer como lo hacemos los cristianos: no sólo aceptando intelectualmente un determinado conocimiento, sino también adecuando nuestra vida a este conocimiento. Por eso se habla de fe «viva».

De ahí que lo de «estar en regla» con la Iglesia católica como condición para recibir la Eucaristía en una celebración católica no es una simple cuestión «de reglamento» (como un club de tenis que no deja usar los campos a quienes no están al día con las cuotas), sino una exigencia interna del sacramento, según es entendido por la fe católica.

Entre la comunión eucarística y la comunión eclesial existe, por tanto, una relación que podríamos llamar «circular»: la Eucaristía nos consolida en la comunión eclesial, a la vez que la exige como condición previa. La comunión eucarística causa la comunión eclesial, a la vez que la significa.

-Negar la comunión a algunos católicos o a los protestantes ha sido algo criticado como una medida que genera divisiones.

-Profesor Goyret: Para entender esto, basta desarrollar las últimas líneas anteriores. La comunión eclesial como condición previa para acceder a la comunión eucarística consiste, sustancialmente, en la integridad de la fe y la ausencia de pecado grave. En la comunión católica, lo primero incluye, lógicamente, el ser católico. Implica también la ausencia de situaciones de pecado habitual (irregularidades familiares, posiciones ideológicas incompatibles con la fe católica, conductas profesionales opuestas a la moral católica, etc.), además de pecados ocasionales.

La norma moral y pastoral que siguen los sacerdotes al distribuir la comunión es la de negarla públicamente a quienes son públicamente conocidos como personas que no pueden recibirla. Proceder de otro modo implicaría echar por tierra el significado teológico y eclesiológico del que hablamos al principio de estas líneas. Para los católicos, una eventual distribución de la comunión a un no católico, dentro de una celebración católica de la Eucaristía, implica una contradicción: pues implicaría una comunión eclesial que no existe (en su plenitud).

Evidentemente, estas ideas suponen una afirmación fuerte en la fe en la Eucaristía: no como mera manifestación externa de un genérico sentimiento de fraternidad cristiana, sino como el sacramento que contiene verdaderamente el Cristo todo entero, con su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad. Es importante percibir que la necesidad de la unidad plena de la fe entre los participantes en la Eucaristía es algo exigido por el contenido específico de este sacramento, o sea la realidad sustancial del Cuerpo de Cristo: porque en ella está necesariamente implicada la fe en todo lo que Cristo ha revelado y la Iglesia enseña. No pueden, por tanto, separarse la comunión eucarística y la comunión en la verdad. En esta línea, la Iglesia católica niega la comunión eucarística a quien no participa plenamente de su comunión eclesial: pues no puede participar en el signo de la unidad plena quien no la posee enteramente.

En definitiva, el acceso a la comunión eucarística sin la plena comunión eclesial es, antes de nada, una acción absurda, pues no realiza el aspecto significativo característico de la dinámica sacramental; y al no significar, tampoco causa. Cabe agregar que el deseo y la necesidad espiritual de recibir la comunión es algo profundamente personal, pero nunca un acontecimiento «privado», justamente porque nos hallamos ante un bien eclesial (eclesial por excelencia), del que no somos dueños. No respetar esta disciplina constituye no sólo una contradicción en quien comulga, sino también en toda la comunidad eclesial.

-¿Cuáles son las preocupaciones de fondo de los obispos en el debate sobre el acceso a la comunión?

-Profesor Goyret: Cada Conferencia Episcopal tiene sus particulares situaciones. Me atrevería a decir, de todas maneras, que la preocupación de fondo es hacer entender que la negación de la comunión eucarística (sea a católicos en situaciones «públicas» que lo impiden, sea a no católicos) no se debe a una actitud de indolencia o de incomprensión, sino que simplemente se sigue de la coherencia con nuestra fe en la Eucaristía. Si vamos más a fondo, lo que no facilita entender este tema es la escasa formación en la fe, agravada por la pérdida del sentido del pecado y de sus consecuencias. Así como es muy difícil explicar el teorema de Pitágoras a quien no conoce las reglas de la multiplicación, lo mismo puede decirse de nuestro tema respecto a quien está alejado de Dios.

Podemos terminar estas consideraciones con un ejemplo, más didáctico que teológico, que en su simplicidad señala una útil moraleja. Me refiero al sentido del dolor corporal y a nuestra reacción ante él. Cuando lo experimentamos, nos está indicando que algo no funciona bien en nuestro cuerpo, que algo no está en armonía. Es la campanilla de alarma que nos lleva a la atención médica y eventualmente a un tratamiento. La simple eliminación del dolor no produce de por sí la curación. Puede conllevar sólo un cierto alivio, pero podría incluso hacernos olvidar la necesidad de un tratamiento médico serio... El dolor, en definitiva, tiene la función positiva de indicarnos una desarmonía que debe curarse.

La aplicación de la moraleja a nuestro caso es evidente. La imposibilidad de celebrar juntos la Eucaristía entre confesiones distintas es, efectivamente, una situación dolorosa, pero el ardor intenso de querer hacer algo juntos no siempre significa que sea eso lo más conveniente. La eliminación del dolor ante la división, sin la eliminación de sus causas, no hace sino empeorar las cosas. Es necesario no perder de vista que la disciplina de la Iglesia que prohíbe la inter-comunión no es la causa de la división, sino su consecuencia. Las causas se descubren y se remueven a través del diálogo de la verdad: un proceso ciertamente más largo y fatigoso, pero que recorrido con paciencia y perseverancia promete resultados más seguros.