12 de junio de 2015

Hora santa en honor al Inmaculado Corazón de María


Oh María, Madre la más misericordiosa, al tiempo que me ves de rodillas ante tu amado Hijo Jesús en este adorable Sacramento, ¡cuánta falta me hace tu santo socorro!… Mi deseo, oh dulcísima Madre, es tener amor verdadero, ardiente, fuerte, puro y perseverante a tu carísimo Hijo Jesús y retribuirle en algo el amor que nos muestra en el Sagrario… ¡Pero todavía sigo bien atrasado!… No consigo hacer realidad mi deseo… ¡Oh María, ojalá tuviera yo en mi pecho tu Corazón en lugar de éste tan frío e ingrato!… ¡Qué gran hora de amor pasaría con mi amante prisionero amado, Jesús!… O si, aunque nada más sea, tuviera la ventura de oír tus tiernos acentos dictarme una lección de amor… Palabras que sean otras tantas llamas del amor vivo que abrasa tu Corazón maternal… Palabras que queden impresas en mi corazón y me enseñen a amar al Jesús tuyo y mío… ¡Cuán contento estaría!… ¡Cuán feliz sería!…



—Hijo amado mío, ¿piensas que tan maternal Corazón como me dio Jesús sufra alargarte la espera de aquello que deseas y piensas, especialmente cuando tanto convenimos en el pensar y en el desear?… ¿Y no es éste mi ideal: que aprendas a amar a mi carísimo Hijo Jesús como le es debido en este Sacramento?… Hijo mío, yo soy la Maestra divina del amor hermoso. Quien me hallare hallará la vida, porque halla a Jesús que es la misma Vida… Así pues, hijo amado, préstame atención y aprende cómo dar a Jesús tu buena parte de lo que Él en este Sacramento más atesora y más prodiga: Amor. Escúchame… Entiéndeme bien. Compartamos algunos momentos aquí, delante de nuestro Jesús. Quiero hacerte don y revelación de mi Corazón, con cuya posesión y conocimiento lo ames como yo…
—¡Oh María, carísima Madre mía, cuánto deseo saber cómo amaste a Jesús, para poder amarlo yo contigo y a tu manera y en tu medida!…
—Hijo mío, si bien eso excede tu capacidad, porque todos los amores de los Santos y Ángeles juntos no tienen comparación con el mío; de todas maneras, nada temas… Si yo, siendo tu madre, te invito como hijo mío a amar conmigo a Jesús, nuestro amor de madre e hijo han de fundirse en uno… ¿Y no sabes que todo cuanto tengo es tuyo, hijo mío?… Tuyo es también, por ende, mi amor a Jesús… Íntegro y pleno lo paso a tu posesión para que tú lo des de parte tuya a Jesús en este Sacramento… Y esto requiere que de algún modo sepas cómo y cuánto amé a Jesús, que está ante nosotros en el Sagrario.
—Dime, pues, oh Maestra Divina de Amor, cómo y cuánto amaste tú a Jesús tu Hijo, para que contigo lo ame.
—Escúchame, hijo mío, entérate de qué tesoros de amor dotó mi Corazón Aquel que me escogió para Hija, Madre y Esposa, y aprende a amarlo tú también. Apenas estaba yo en los comienzos de la vida, sin ver aún la luz del mundo, cuando en mi tierno corazoncito refulgió cual sol de mediodía el divino amor. Y refulgió con un grado de dulzor, júbilo, beatitud y Gracia comparable al de un alma que, recién entrada en el Paraíso, se encuentra por primera vez ante Dios. Ahora, dentro de mí, me parece ver al Amado de mi Corazón y oír sus dulces acentos decirme: «Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, inmaculada mía, esposa mía toda conforme a mi Corazón… ¡Ven, porque eres tú la elegida de mi amor, de mi trono y de mi reino!…» Hijo mío, no puedes hacerte idea del ímpetu, la ternura, la integridad y la fuerza de este primer acto de caridad de mi Corazón para mi Amado; pero dispón tú mismo de este corazón, que te lo doy, y ama con él a mi Jesús en el Sagrario. Mi alma al eco de su voz había quedado desmayada y perdida en Él, que, mientras tanto, me formaba el Corazón con amor, dulzura y misericordia, para que sólo con estas tres virtudes se sustentase y de ellas viviese… Desde ese momento mi alma no olvidó jamás a su Amado ni faltó mi Corazón un instante a tributarle los afectos más enardecidos…
Hijo mío: una vez que también tú estés consciente del amor que mi divino Hijo te tiene en este adorable Sacramento, ten por asegurado que tu alma nunca lo olvidará, ni faltará jamás tu corazón a ofrecer actos de caridad a tan grande amador… Y yo, hijo, te doy mi alma y mi Corazón; válgante para siempre recordar y querer a nuestro amado Jesús… ¿No estás contento?…
—¡Oh Madre del Amor Divino! ¿Podría no estarlo cuando amo a mi Jesús con tu propia alma y con tu Corazón maternal?… Ya mismo y en unión contigo le ofrezco en la Sagrada Hostia aquel primer acto precioso de caridad con el cual lo amó tu tierno Corazón ni bien comenzó a conocerlo: «Sí, Jesús, delicia de mi corazón en este Sacramento de Amor, con María, Madre mía y tuya hoy me acerco a ti sin temor, sin rubor, y sin duda alguna de que me recibirás gustoso en tus brazos, me estrecharás contra tu Corazón divino, y aceptarás mi amor. Tu Madre me ha dado su Alma y su Corazón: a ti pertenecen como hechuras tuyas, mas también a mí como regalos de mi Madre para amarte. «Ofrézcote, pues, oh Jesús, el Corazón de mi amada Madre María. Te ofrezco el acto de caridad que elevó a ti como a su Dios al conocerte por primera vez, recién creada; aquel acto que sobrepasó todo el ardor de los Serafines del Cielo. Te doy, oh Jesús, los pensamientos puros e inocentes de su alma inmaculada; te doy también los afectos tiernos, los suspiros amorosos, los ardores ignipotentes, los deliquios de gozo y los éxtasis de dulzor con que se unió a ti su Corazón como comenzase a latir… «Todo ello, oh Jesús, quiero aplicarlo para compensarte por el decepcionante desamor que te opuse en mi corazón infantil al recibir mi noción inaugural de quién eres y rehusarme a volar a tus brazos con afectos puros, inocentes e inmaculados cuales los tenía, prefiriendo apegarme a las criaturas y alejarme de ti… Oh Jesús, me aflige y desuela aquel tiempo desperdiciado, la más hermosa estación de mi vida, cuando habría podido amarte con angelical limpidez, pureza e inocencia… ¡Pero lo perdido lo he recuperado en mi Madre misericordiosa María!… Sus afectos puros, inocentes e inmaculados son míos, oh Jesús… Yo te los ofrezco en reparación por la falta de amor que obscureció el amanecer de mi vida…»



Carísimo hijo: Jesús ha aceptado con placer de tus manos el primer amor de mi Corazón en reparación del desamor que le opusiste cuando tu edad te habría permitido ofrecerle afectos angelicales. Sigue escuchándome, para conocer un amor más ardiente y perfecto que podamos dar juntos a nuestro Jesús en este Sagrario de Amor.
Mi querido hijo, si el primer acto de caridad de mi Corazón fue un río de fuego, en adelante, según yo fuese conociendo siempre mejor a Dios, ese río se hizo mar de caridad… Porque el Espíritu Santo, Espíritu de caridad, descendió en mi alma, puso en mi Corazón su trono y me escogió para Esposa, dotándome de tan grandes regalos, dones y gracias, que mi alma terminó como perdida en un océano de amor. Tan límpida y pura quedé entonces, tan santificada, flamígera y refulgente, tan ligada y unida a Dios, que mi Corazón y mi alma con todos sus pensamientos y deseos no pudieron ser más jalados por Él… Así el Espíritu Santo me preparó para aquel feliz momento cuando hubo de cumplir en mi purísimo seno la unión del Hijo de Dios con la naturaleza del hombre y hacerme su madre.
—María, Madre mía divina, ¿puedes dar a esta alma ignorante alguna idea del célico ardor que incendió tu Corazón cuando concebiste a Jesús, tu Redentor?… ¿Puedes decirme qué llamas de amor abrasaron tu Corazón cuando, al humanarse, el Hijo de Dios comenzó a habitar en ti? ¿Qué fue para ti que este mismo Jesús a quien estamos amando juntos en el Sagrario hiciera de ti su Tabernáculo Viviente? ¿Puedes decirme qué sentiste dentro de tu Corazón purísimo en el momento cuando el Espíritu Santo formó de tu sangre el Cuerpo de Jesús y tú recibiste el título de Madre divina suya?… ¿Puedes decírmelo, oh María?
—Sí, hijo mío… hasta donde puedas entenderme, voy a decírtelo… de manera que con este mismo ardor ames conmigo a Jesús en este Sacramento. Hijo mío: ni ojo vio ni oído oyó ni la mente humana concibió ni corazón creado pudo sentir jamás tal gozo, tal júbilo, tal celeste encanto, cual sentí yo al concebir al divino Verbo… Mi cuerpo se convirtió en un sagrario viviente del Hijo de Dios… Yo fui la celda del Prisionero del Amor! ¡El Dador de mi vida comenzó a vivir de ella! Y, puesto que la vida tiene su núcleo en el corazón, la de Jesús lo tuvo en el mío… Aquí realmente mi Amado fue todo mío y también yo toda suya… Ahora, hijo mío, puedes entender cuán acertada estuve cuando al elogio de mi prima Isabel respondí jubilosa Magníficat: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios Salvador mío», porque Jesús, el Hijo de Dios, la Dulzura y Gracia mismas, el mismo Amor y Venturanza, me escogió para Sagrario viviente suyo…
—¡Oh María, Madre divina de Jesús mi Redentor! ¡Oh Sagrario viviente aparejado por el Espíritu Santo con gracias y santidad para acoger al Hijo de Dios y darle nuestra naturaleza humana! Dame tu lengua y cantaré tu Magníficat, la alabanza que corresponde a Jesús por el maravilloso amor que te tuvo…
—Bien, hijo mío; para que te deshagas en sus loas conmigo, entremos, siguiendo la invitación del Profeta David, en el pabellón de Jesús. Allí rindámosle, con una sola voz, adoración, bendición y gracias por la gran merced que me hizo cuando le plugo mirar a mi pobreza, la de su esclava, y escogerme para sagrario viviente donde moraría al hacerme su Madre. Pero, entre tanto, hijo mío, no olvides la gracia que hizo tuya con tanta reiteración… ¿Cuántas veces, alma mía, desde este Sagrario de Amor Él te escogió también a ti para morada en la Santa Comunión?… Y si este Jesús se rebajó hasta ocultar toda su natura divina al escogerme para sagrario suyo humanándose en mi seno, más aún se rebaja al escogerte a ti para morada en la Comunión… No sólo oculta su naturaleza divina, mas también la humana… Al venir a mí humanándose, se rebajó y se hizo hombre; al llegar sacramentado a ti, rebajóse más y se hizo tu alimento bajo la especie del pan.
¡Ah, hijo mío, por tan maravillosa gracia bien puedes adorar, agradecer y enaltecer a Jesús!… Arrimémonos entonces a mi Hijo, que está como Hostia Viva en el Sagrario, y canta tú su alabanza como yo lo hice ante Isabel; porque el mismo que santificó a San Juan su Precursor al ser alabado por mí, al serlo por ti santificará tu alma con mi cooperación.
—Sí, Señora, con tu lengua agradezco y enaltezco a Jesús por el maravilloso amor que me ha mostrado en este Sacramento, especialmente en la Santa Comunión, cuando con tanta humillación se hace uno con mi alma: «Mi alma te glorifica, oh Jesús Sacramentado, Señor mío, y mi espíritu está transportado de gozo en ti, Dios Salvador mío, porque amor mayor del que en este Sacramento me has mostrado, jamás pudiste mostrarme. Bajaste hasta la pobreza y miseria de mi alma, te hiciste tantas veces uno conmigo en este Sacramento y me hiciste bienaventurado, como me llama toda la milicia de los Ángeles, que no tienen mi ventura.
«Oh Jesús, tú verdaderamente has hecho en mí cosas grandes en este Sacramento de Amor: sea por ello santificado tu nombre… Y de siglo en siglo, de generación en generación, siempre amantísimo, igual misericordia mostrarás a cuantos te aman y te dan la reverencia y adoración que mereces como Dios verdadero.
«Oh Jesús, en este Sacramento hiciste alarde del poder de tu brazo omnipotente, porque en él reuniste las maravillas más grandes y con él nos has dado fortaleza formidable para no sucumbir y sí vencer al combatir a los soberbios enemigos de nuestra alma.
«Oh Jesús: humilde de corazón, derribaste de sus tronos del Cielo a aquellos enemigos nuestros cuya soberbia no toleraste; y aquí, manso de corazón en el Sagrario, ensalzas a cuantos se te acercan humildes; a ti los atraes, contra tu pecho los abrazas, y en ti les descubres su Paraíso.
«Desde aquí, oh Jesús, colmas de los bienes de tu Gracia a quienes como yo están en la pobreza y en la miseria; pero despides vacíos a cuantos se acercan a ti enceguecidos por la vanidad y riqueza del mundo. «En este Sacramento, oh Redentor mío Jesús, cumpliste con creces lo que dijeras a Abrahán y a todos los que hubieron de brillar por su fe viva, porque, acordántote de tu misericordia, diste a tu Pueblo más que redención del cautiverio: lo recibiste en tus brazos, como una madre benignísima, para mantenerlo con tu Cuerpo y con tu Sangre.»
—Oh Jesús: uno esta alabanza a la de tu Madre María, a aquel Magníficat que cantó en casa de Zacarías delante de Santa Isabel. Quisiera también, oh amado Jesús, tener todas las lenguas humanas y angélicas para pasarme la vida entera enalteciéndote con la Virgen María por el amor de maravilla que me patentizas cada vez que desde este adorable Sacramento, humillándote tanto, vienes a mí y te haces uno con mi alma…
—¡Oh María, ama tú a Jesús Sacramentado en mi lugar, que mi corazón no es capaz!…



Hijo, todavía te falta afinar la noción de los nuevos incentivos que tienes para amar siempre más a Jesús en este Sacramento. Sigue escuchándome… Aprende de mí a amar mejor a Jesús.
—Madre de Amor, tal ansío vivamente obtener de ti, porque, si de amar a Jesús se trata, eres de verdad mi vida, mi dulzura y mi esperanza. Extiéndete, pues, sobre el amor tuyo a Jesús, que contigo yo le daré uno de hijo tuyo mientras colija de tus palabras mi obligación.
—Hijo mío, destierra de tu mente todo pensamiento que no sea de Jesús. Desecha todo afecto mundano de tu corazón. Concentra conmigo todo tu amor en Jesús para captar mejor adónde llegó mi ardor materno. Yo amé a Dios con un acto de caridad seráfica al conocerlo ni bien me creó… y este amor siempre aumentó en mí, y se hizo un caudaloso río cuando Jesús me escogió para madre y tomó vida humana de mí… ¡qué océano de amor ardiente, entonces, bramó dentro de mí cuando vi a mi Hijo nacido en la gruta de Belén… y cuando por primera vez lo alcé… lo estreché contra mi Corazón… y sobre éste latió el suyo divino!… Si por reclinar la cabeza sobre el Corazón divino de Jesús en la Última Cena, San Juan Evangelista se encendió de un amor tan singular, que le valió la designación de APÓSTOL DE LA CARIDAD, puedes hacerte alguna idea del océano de amor abrasador que me invadió cuando en dulcísimo arrobo estreché en brazos al Niño Jesús, mi carísimo Hijo… ¡Nunca dos corazones se han amado ni se amarán tan entrañablemente como el mío y el de Jesús!…
—Oh María, ¿cómo podré jamás comprender ese amor que conoció tu Corazón cuando estabas en la gruta de Belén?… ¿Cuántas veces, aparecida a tus Siervos, les pusiste el Niño Jesús en los brazos, y un milagro les hizo falta para no morir traspasados de una saeta de amor?… ¿Cómo podré entonces comprender qué amor materno sintieras por tu Hijo Jesús al estrecharlo en tu pecho y darle en su frente el tiernísimo primer ósculo?… ¿Puedes, carísima Madre mía, esclarecerme más ese amor de maravilla para yo ofrecerlo contigo a Jesús Sacramentado?…
—Escúchame, hijo mío… Siéndote inaprensible en sí mismo el amor de Jesús a mí su Madre, no te digo que claves tu mirada en él. Pero para que de él percibas algunas chispas, mira sus efectos en todas las obras que mi Hijo hizo conmigo y los dones y gracias con los que me ornó. Mira con qué enternecimiento daba sustento a Jesús con mi leche virginal, con los ojos puestos en su rostro divino, contemplando su grandeza y mi miseria… Contempla los arranques de amor que tenía cuando Jesús, algo más avanzado en edad, yacía sobre mi brazo izquierdo, y cuando se adormecía reclinando la cabeza en mis hombros, rodeándome el cuello con sus bracitos, mientras yo sentía su Corazón divino latir sobre el mío con ímpetus de amor… Lo que yo sentía en aquellos momentos, lo que experimentaba mi Corazón, no hay madre que lo pueda comprender: ¡ninguna tuvo hijo como el mío!
—¿No puedes, oh María, esclarecerme ese amor? ¡Cuánto deseo esta gracia, Madre misericordiosa mía!…
—Contempla un poco mi Corazón materno. Junta, hijo mío, cuanto amor natural diera Dios a todas las madres por su prole: no habría amor humano mayor… Pero tendría límites; habría un grado de intensidad en el que debería detenerse. En cambio mi amor a mi Hijo Jesús excede el de todas las madres juntas… Por intenso que sea, no se detiene en grado alguno, porque aumenta hasta abismarse en el amor a Dios… Entiéndeme bien, hijo: a diferencia del amor de las demás madres por su prole, el mío por Jesús no está repartido, sino todo concentrado en Él… Por otra parte, una madre necesita amar muchas cosas al margen de su hijo; y en primer lugar a su alma y a Dios. Mío es, empero, un privilegio amoroso que ninguna otra madre tiene: ¡mi Jesús es Dios: no puedo amarlo demasiado!… ¡Y cuánto lo amo como al Dios que es! Ponte a sumar todo el amor que le dan los Santos en la tierra y en el Cielo… Suma todo el amor que le dan los Ángeles, incluido su coro más ardiente, el de los Serafines… Pues la suma de tantos y tales amores no se compara con el mío.
¿Ves, hijo amado mío? Jesús me hizo capaz de darle a Él, como encarecidísimo Fruto de mis entrañas, esta universalidad de amores maternos, humanos y angélicos elevada al grado supremo.
—¡Madre amada mía, tu amor a Jesús me apabulla y lo veo incomprensible!…
—Más incomprensible lo verás, hijo mío, si supieras que desde Belén mi amor a Jesús aumentaba tanto por día, que se hacía imposible de comparar en intensidad y magnitud con el amor de la víspera… ¿Y cómo podría ser de otro modo, hijo mío?… La hermosura, la dulcedumbre y la gracia de Jesús me despertaban nuevo enamoramiento cada día… El amor pasó a ser la vida de mi Corazón. Si yo dormía, velando estaba mi Corazón, porque Jesús no se retiraba de mi mente…
Veo cómo echaba a andar y corría a mi pecho con ojos llenos de amor, dulce sonrisa y brazos abiertos… Yo lo alzaba y Él con un arranque de amor me abrazaba, me besaba, y dulcemente me llamaba Mamá… ¡Aquí, hijo mío, mi amor culminaba en un luminoso incendio, en un océano, en un abismo y en un embeleso! ¡Hijo amado mío, no hay palabras humanas aptas para expresarlo!…
—Oh María, Madre mía, a tus pies confieso que tú eres la verdadera Madre del Amor. ¡Confieso que a tu amor no hay quien pueda comprenderlo!…
—Y cuanto más crecía Jesús, hijo mío, tanto más dulce se hacía… Y su dulzor encendía y abrasaba mi Corazón siempre más… Considera simplemente que a quienes veían la sola figura humana de Jesús, los embelesaba y les disipaba toda aflicción, pena y preocupación por su hermosura y gracia, que se veían forzados a proclamar; a Él acudían en sus tribulaciones, sabiendo que su suavísima mirada les equivalía a consuelo inmediato… Siendo así, no te asombre que yo no pudiese vivir alejada de Jesús, el encanto de mi Corazón… Por eso me ves a su lado o siguiendo sus pasos, en Caná de Galilea, en Betania, en Samaria, Cafarnaún, Jerusalén, o las ciudades de Judea. No me cansaba el largo caminar y peregrinar, no me molestaban los gentíos, porque mi único pensamiento era ver a Jesús; mi solo deseo, estar con Jesús; la vida de mi Corazón, amar a Jesús… ¿Y no es verdad, hijo mío, que tú deseas amar a Jesús en este Sacramento con el fervor que me es propio?…
—Lo deseo, sí, oh María, ¿pero cómo haré? ¡No veo como pueda!
—Puedes, hijo mío, no te desesperances. Por ti, que eres mi hijo, yo ofreceré este amor mío a Jesús en el Sagrario; conmigo ofrece tú el tuyo pequeño…
Ofrezcámoslos juntos: Jesús aceptará mi amor maternal y el tuyo filial como si fueran uno. ¿No estás contento?…
—¡Puedes pensar si no lo estaré, oh María!
—Acércate entonces conmigo a las plantas de Jesús, guarda silencio… escúchame… y confirma mis palabras en tu corazón: «Carísimo Hijo mío Jesús que por amor de la humanidad estás presente en este Sacramento ansiando el amor de las almas redimidas con tu Sangre, aquí te traigo una que suspira por amarte muy mucho… Pero la pobre está apenada de no arder por ti según desea. ¿No estás contento, sin embargo, amado hijo mío, de que yo te  ofrezca todo el amor que te tuve en tu vida entera, el amor que acabo de explicarle y que desea tenerte conmigo?…


Carísima Madre mía María, ¡no sé cómo comenzar a agradecerte el amor tan particular que me tienes!… Sólo atino a prometerte perpetua fidelidad y amor como a quien eres la Madre del Amor y mi Madre misericordiosa.
—Y también, hijo mío, te mantendrás fiel a Jesús en este Sacramento y enamorado del Objeto único de tu amor… Y me imitarás en mi amor a Jesús Sacramentado.
—Oh María, ¿cómo podré imitarte en ese amor desconociéndolo? ¡Cómo quisiera, Madre misericordiosa mía, una lección tuya al respecto!…
—Hijo, tu deseo es mío: que comiences a amar a Jesús en este Sacramento según sus méritos y mi ejemplo. Ten presente, entonces, hijo mío, que Jesús se quedó en esta tierra en el adorable Sacramento del Altar concentrando sus miras en mí, aunque eso no le impidiera extenderlas a la humanidad toda. Suyo por mí, lo mismo que mío por Él, tanto amor cupo y hubo, cuanto nunca podría caber ni haber en el resto de la especie. Luego, fue eminentemente por mí que Él instituyó este Sacramento de Amor… A fuerza de tanto amar a Jesús en su vida, Él mismo se hizo substancia y subsistencia para mi vida… ¿Cómo habría podido yo sobrevivir desterrada tantos años si, ascendido al Cielo, mi Hijo me hubiera faltado en el Sacramento del Amor?…
Hijo mío, te dejo ahora ponderar el modo y grado en que Jesús era mi vida en este Sacramento… Entra con el espíritu en el Cenáculo donde tuvieron sus albores los misterios eucarísticos… Ya celebrase Misa San Pedro, o mi carísimo hijo Juan, o Santiago… Allí siempre estaba yo de hinojos entre mis amados, los primeros cristianos… ¡Con qué fervor y entusiasmo anticipaba el descenso de mi
Hijo Jesús al Altar como nuestra amorosa Víctima!… ¡Cómo se fundían ahí los corazones de hijo y madre!… ¡Cómo aguardaba el gran momento de recibir en mi pecho a mi amado Hijo!… Por un lado, el amor me hacía volar por unirme a Él; por otro lado, el pensamiento de su grandeza y santidad me escalofriaba… ¡Veía mi miseria indigna no sólo de recibirlo, sino hasta de hollar la tierra santificada con su presencia!…
—¡Qué diferencia, María, entre tus comuniones y las mías!… Si tú te veías indigna de recibir a Jesús, ¿qué diré de mí mismo?…
—¿Y quién sería jamás digno de recibir a Jesús?… ¡Su santidad y grandeza infinitas a nadie dejan capaz de recibirlas con adecuación!… Pero ten por cierto, hijo mío, que lo complacerás acercándote a Él con humildad y amor. Hazle ofrenda de la humildad y del amor con que yo lo recibía, y lo complacerás más aún.
—Madre misericordiosa mía, ¿de qué modo manifestaré mi amor a Jesús en este Sacramento?…
—Siguiendo mi ejemplo, el de tu Madre amada. Tras la Ascensión de Jesús al Cielo, pasé mi vida a sus propios pies en este Sacramento de Amor. Yo fui la adoratriz perpetua de Jesús Sacramentado. ¡Qué de gracias me infundía mi Hijo Jesús en mis adoraciones!… ¡Con qué dilección filial contentaba el Corazón de su Madre!… Cual dictaban mis anhelos, tal lo veía yo en el Sagrario… ya como nació en la gruta de Belén… ya en su infancia… o en la edad cuando se me perdió… ora joven… ora en cada etapa de la Pasión… o bien en la gloria de su Resurrección…
Hijo mío: lo que yo veía con mis ojos, tú puedes traerlo a tu mente con fe viva, y contemplar a Jesús, en el Sagrario, o expuesto para ser adorado, o en la Comunión, tal como se me aparecía a mí…
—Oh María, tú realmente eres la adoratriz más perfecta y digna, la verdadera Maestra de cuantos, siglo tras siglo, se harían devotos cabales de Jesús Sacramentado!
—Hijo, sé también tú adorador verdadero y devoto cabal de mi amado Jesús en el Santísimo Sacramento. Esté tu mente siempre puesta en el Sagrario. Dondequiera que ores, recógete aquí con Jesús. Envía con tu Ángel Custodio frecuentes actos de caridad, fe y esperanza a tu Prisionero amoroso… Dondequiera que divises una iglesia donde Él esté hospedado en el Santísimo, envíale un acto de caridad, de desagravio y de comunión espiritual…
¡Ah, hijo mío, si supieras el bien que se esconde en estas prácticas; si supieras las gracias que te pueden atraer; si supieras el gusto que dan a Jesús y placer a mi Corazón, seguro que nunca las omitirías!… Y no las creas difíciles. Al primer poco de atención que prestas… Jesús ya te da verdadero amor a Sí mismo presente en el Sagrario. ¿Y después? ¡Después tu corazón irá por sí solo a encontrar el objeto de su amor!
—Oh María, agradecido te prometo cumplir con todo lo que tan amorosamente me has prescrito. De hoy en más, nunca olvidaré a tu amado Hijo Jesús en este adorable Sacramento. Vendré frecuentemente al Sagrario a visitarlo y, cuando estuviere impedido de hacerlo con el cuerpo, vendré con el alma para ofrecerle asiduo todos mis pensamientos, deseos y afectos, la plenitud de mi amor.
—Y de ese modo, carísimo hijo mío, tú serás todo de Jesús Sacramentado, como todo tuyo es Él en el Sagrario. Y así Jesús formará en tu alma su amor divino, aquel amor que te hará feliz en esta vida, en el punto de la muerte y en la eternidad. Y para que así se te cumpla, hijo mío, antes de alejarte de este lugar sagrado ofrece a tu amado Jesús tu corazón con todos sus afectos, por este momento y por tu vida entera.
—Sí, amada Madre de Jesús y mía, antes de retirarme de la presencia de mi prisionero amoroso, le ofrezco mi corazón con todos sus afectos; y tú ratifícame este ofrecimiento:

«Oh Jesús, carísimo y amadísimo Hijo de mi Madre misericordiosa la Virgen María, estoy para alejarme de tu presencia real en este Sacramento, pero si me alejo de cuerpo, no lo haré de intención. Por las manos de María dejo mi corazón en el Sagrario contigo. Tú eres mi único Tesoro, y si, como tú mismo dijiste: “el corazón está donde su tesoro”, de hoy en más el núcleo de mi vida estará en el Sagrario. Yo me voy, me alejo de este lugar, pero mi corazón está aquí y aquí quedará, y no se mudará sino a la tumba, para pasar a amarte, oh Jesús, y gozarte en la eternidad»…

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