En el Evangelio vemos
muchas veces que quienes se acercan a Cristo, reconociendo en él al Salvador de
los hombres, se postran primero en adoración, y con la más humilde actitud,
piden gracias para sí mismos o para otros. La mujer cananea, por ejemplo, «acercándose
[a Jesús], se postró ante él, diciendo: ¡Señor, ayúdame!» (Mt 15,25). Y obtuvo
la gracia pedida.
Los adoradores
cristianos, con absoluta fe y confianza, piden al Salvador, presente en la
Eucaristía, por sí mismos, por el mundo, por la Iglesia. En la presencia real
del Señor de la gloria, le confían sus peticiones, sabiendo con certeza
que «tenemos un abogado ante el Padre,
Jesucristo, el Justo. Él es la víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no
sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn 2,1-2). Su
Sacerdocio es eterno, y por eso «es perfecto su poder de salvar a los que por
Él se acercan a Dios, y vive siempre para interceder por ellos» (Heb 7,24-25).
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