En este tercer domingo del tiempo pascual, la liturgia pone
una vez más en el centro de nuestra atención el misterio de Cristo resucitado.
Victorioso sobre el mal y sobre la muerte, el Autor de la vida, que se inmoló
como víctima de expiación por nuestros pecados, "no cesa de ofrecerse por
nosotros, de interceder por todos; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado,
vive para siempre" (Prefacio pascual III). Dejemos que nos inunde
interiormente el resplandor pascual que irradia este gran misterio y, con el
salmo responsorial, imploremos: "Haz brillar sobre nosotros el resplandor
de tu rostro".
La luz del rostro de Cristo resucitado resplandece hoy sobre
nosotros particularmente a través de los rasgos evangélicos de los cincos
beatos que en esta celebración son inscritos en el catálogo de los santos:
Arcángel Tadini, Bernardo Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira,
Gertrudis Comensoli y Catalina Volpicelli. De buen grado me uno al homenaje que
les rinden los peregrinos de varias naciones aquí reunidos, a los que dirijo un
cordial saludo. Las diversas vicisitudes humanas y espirituales de estos nuevos
santos nos muestran la renovación profunda que realiza en el corazón del hombre
el misterio de la resurrección de Cristo; misterio fundamental que orienta y
guía toda la historia de la salvación. Por tanto, con razón, la Iglesia nos
invita siempre, y de modo especial en este tiempo pascual, a dirigir nuestra
mirada a Cristo resucitado, realmente presente en el sacramento de la
Eucaristía.
En la página evangélica, san Lucas refiere una de las
apariciones de Jesús resucitado (cf. Lc 24, 35-48). Precisamente al inicio del
pasaje, el evangelista comenta que los dos discípulos de Emaús, habiendo vuelto
de prisa a Jerusalén, contaron a los Once cómo lo habían reconocido "al
partir el pan" (Lc 24, 35). Y, mientras estaban contando la extraordinaria
experiencia de su encuentro con el Señor, él "se presentó en medio de
ellos" (v. 36). A causa de esta repentina aparición, los Apóstoles se
atemorizaron y asustaron hasta tal punto que Jesús, para tranquilizarlos y
vencer cualquier titubeo y duda, les pidió que lo tocaran —no era una fantasma,
sino un hombre de carne y hueso—, y después les pidió algo para comer.
Una vez más, como había sucedido con los dos discípulos de
Emaús, Cristo resucitado se manifiesta a los discípulos en la mesa, mientras
come con los suyos, ayudándoles a comprender las Escrituras y a releer los
acontecimientos de la salvación a la luz de la Pascua. Les dice: "Es
necesario que se cumpla todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y
salmos acerca de mí" (v. 44). Y los invita a mirar al futuro: "En su
nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos" (v. 47).
Toda comunidad revive esta misma experiencia en la
celebración eucarística, especialmente en la dominical. La Eucaristía, lugar
privilegiado en el que la Iglesia reconoce "al autor de la vida" (cf.
Hch 3, 15), es "la fracción del pan", como se llama en los Hechos de
los Apóstoles. En ella, mediante la fe, entramos en comunión con Cristo, que es
"sacerdote, víctima y altar" (cf. Prefacio pascual v) y está en medio
de nosotros. En torno a él nos reunimos para recordar sus palabras y los
acontecimientos contenidos en la Escritura; revivimos su pasión, muerte y
resurrección. Al celebrar la Eucaristía, comulgamos a Cristo, víctima de
expiación, y de él recibimos perdón y vida.
¿Qué sería de nuestra vida de cristianos sin la Eucaristía?
La Eucaristía es la herencia perpetua y viva que nos dejó el Señor en el sacramento
de su Cuerpo y su Sangre, en el que debemos reflexionar y profundizar
constantemente para que, como afirmó el venerado Papa Pablo VI, pueda
"imprimir su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida
mortal" (Insegnamenti, V, 1967, p. 779). Los santos a los que hoy
veneramos, alimentados con el Pan eucarístico, cumplieron su misión de amor
evangélico en los diversos campos en los que actuaron con sus carismas
peculiares.
Pasaba largas horas en oración ante la Eucaristía san
Arcángel Tadini, quien, teniendo siempre en cuenta en su ministerio pastoral a
la persona humana en su totalidad, ayudaba a sus parroquianos a crecer humana y
espiritualmente. Este santo sacerdote, este santo párroco, hombre totalmente de
Dios, dispuesto en toda circunstancia a dejarse guiar por el Espíritu Santo, al
mismo tiempo estaba atento a descubrir las necesidades del momento y a
encontrarles remedio. Con este fin puso en marcha muchas iniciativas concretas
y valientes, como la organización de la "Sociedad obrera católica de
socorro mutuo", la construcción de la hilandería y de la casa de acogida
para las obreras, y la fundación, en 1900, de la "congregación de las
Religiosas Obreras de la Santa Casa de Nazaret", con la finalidad de
evangelizar el mundo del trabajo compartiendo la fatiga, siguiendo el ejemplo
de la Sagrada Familia de Nazaret.
¡Qué profética fue la intuición carismática de don Tadini y
qué actual sigue siendo su ejemplo también hoy, en una época de grave crisis
económica! Él nos recuerda que sólo cultivando una constante y profunda
relación con el Señor, especialmente en el sacramento de la Eucaristía, podemos
ser capaces de llevar después el fermento del Evangelio a las diversas
actividades laborales y a todos los ámbitos de nuestra sociedad.
También en san Bernardo Tolomei, iniciador de un singular
movimiento monástico benedictino, destaca el amor a la oración y al trabajo
manual. Vivió una existencia eucarística, dedicada totalmente a la
contemplación, que se traducía en servicio humilde al prójimo. Por su singular
espíritu de humildad y de acogida fraterna, los monjes lo reeligieron abad
durante veintisiete años consecutivos, hasta su muerte. Además, para garantizar
el futuro de su obra, obtuvo de Clemente VI, el 21 de enero de 1344, la
aprobación pontificia de la nueva congregación benedictina, llamada de
"Santa María de Monte Oliveto".
Con ocasión de la gran epidemia de peste de 1348, dejó la
soledad de Monte Oliveto para ir al monasterio de San Benito en Porta Tufi, en
Siena, a fin de asistir a sus monjes contagiados por la enfermedad, y él mismo
murió víctima del contagio, como auténtico mártir de la caridad. El ejemplo de
este santo nos invita a traducir nuestra fe en una vida dedicada a Dios en la
oración y entregada al servicio del prójimo con el impulso de una caridad
dispuesta incluso al sacrificio supremo.
"Sabedlo: el Señor hizo milagros en mi favor, y el Señor
me escuchará cuando lo invoque" (Sal 4, 4). Estas palabras del Salmo
responsorial expresan el secreto de la vida del bienaventurado Nuno de Santa
María, héroe y santo de Portugal. Los setenta años de su vida se enmarcan en la
segunda mitad del siglo XIV y la primera del siglo XV, cuando esa nación
consolidó su independencia de Castilla y se extendió después a los océanos —no
sin un designio particular de Dios—, abriendo nuevas rutas para favorecer la
llegada del Evangelio de Cristo hasta los confines de la tierra.
San Nuno se sintió instrumento de este designio superior y se
enroló en la militia Christi, o sea, en el servicio de testimonio que todo
cristiano está llamado a dar en el mundo. Sus características fueron una
intensa vida de oración y una confianza absoluta en el auxilio divino. Aunque
era un óptimo militar y un gran jefe, nunca permitió que sus dotes personales
se sobrepusieran a la acción suprema que venía de Dios.
San Nuno se esforzaba por no poner obstáculos a la acción de
Dios en su vida, imitando a la Virgen, de la que era muy devoto y a la que
atribuía públicamente sus victorias. En el ocaso de su vida, se retiró al convento
del Carmen, que él mismo había mandado construir. Me siento feliz de señalar a
toda la Iglesia esta figura ejemplar, especialmente por una vida de fe y de
oración en contextos aparentemente poco favorables a ella, lo cual prueba que
en cualquier situación, incluso de carácter militar y bélico, es posible actuar
y realizar los valores y los principios de la vida cristiana, sobre todo si
esta se pone al servicio del bien común y de la gloria de Dios.
Santa Gertrudis Comensoli sintió desde la niñez una atracción
particular por Jesús presente en la Eucaristía. Adorar a Cristo Eucaristía se
convirtió en el fin principal de su vida; casi podríamos decir que fue la
condición habitual de su existencia. Ante la Eucaristía santa Gertrudis
comprendió su vocación y su misión en la Iglesia: dedicarse sin reservas a la
acción apostólica y misionera, especialmente en favor de la juventud. Así,
nació, por obediencia al Papa León XIII, su instituto, para traducir la "caridad
contemplada" en Cristo Eucaristía en "caridad vivida"
dedicándose al prójimo necesitado.
En una sociedad desorientada y a menudo herida, como la
nuestra, a una juventud como la de nuestros tiempos, que busca valores y un
sentido para su existencia, santa Gertrudis indica como punto firme de
referencia al Dios que en la Eucaristía se ha hecho nuestro compañero de viaje.
Nos recuerda que "la adoración debe prevalecer sobre todas las obras de
caridad", porque del amor a Cristo muerto y resucitado, realmente presente
en el sacramento de la Eucaristía, brota la caridad evangélica que nos impulsa
a considerar hermanos a todos los hombres.
También fue testigo del amor divino Catalina Volpicelli, que
se esforzó por "ser de Cristo, para llevar a Cristo" a cuantos
encontró en Nápoles a fines del siglo xix, en un tiempo de crisis espiritual y
social. También para ella el secreto fue la Eucaristía. A sus primeras
colaboradoras les recomendaba cultivar una intensa vida espiritual en la
oración y, sobre todo, el contacto vital con Jesús Eucaristía. Esta es también
hoy la condición para proseguir la obra y la misión que inició y dejó como
legado a las "Esclavas del Sagrado Corazón".
Para ser auténticas educadoras en la fe, deseosas de
transmitir a las nuevas generaciones los valores de la cultura cristiana —solía
repetir—, es indispensable liberar a Dios de las prisiones en las que lo han
confinado los hombres. Sólo en el Corazón de Cristo la humanidad puede
encontrar su "morada estable". Santa Catalina muestra a sus hijas
espirituales, y a todos nosotros, el camino exigente de una conversión que
cambie radicalmente el corazón y se traduzca en acciones coherentes con el
Evangelio. Así es posible poner las bases para construir una sociedad abierta a
la justicia y a la solidaridad, superando el desequilibrio económico y cultural
que sigue existiendo en gran parte de nuestro planeta.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el
don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza en
Arcángel Tadini, Bernardo Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira,
Gertrudis Comensoli y Catalina Volpicelli. Dejémonos atraer por sus ejemplos,
dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que también nuestra existencia se
convierta en un canto de alabanza a Dios, a ejemplo de Jesús, adorado con fe en
el misterio eucarístico y servido con generosidad en nuestro prójimo. Que nos
obtenga cumplir esta misión evangélica la intercesión materna de María, Reina
de los santos, y de estos nuevos cinco luminosos ejemplos de santidad, que hoy
veneramos con alegría. Amén.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 26 de abril de 2009
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