2 de octubre de 2014

1º Jueves de mes: sacerdocio y eucaristía


–El sacerdote es el ministro re-presentante de Cristo dentro del pueblo sacerdotal cristiano. Quiso el Señor instituir un «especial sacramento [el del Orden] con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo cabeza» (Vat.II, Presbyterorum ordinis 2c). 

Los sacerdotes, en efecto, son «consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden [novo modo consecrati, respecto de la consagración bautismal], y se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno». De tal modo que «todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo, y es enriquecido de gracia particular para que mejor pueda alcanzar, por el servicio de los fieles, la perfección de Aquel a quien representa» (PO 12a).

Según esto, la gracia propia del sacramento del Orden da a estos fieles un nuevo ser, que les hace posible un nuevo obrar. En adelante, estos cristianos constituidos sacerdotes-ministros, han de vivir, siempre y en todo lugar, el ministerio de la re-presentación de Cristo entre sus hermanos. Sacerdos alter Christus.



Con gran audacia expresiva el Sínodo Episcopal de 1971, dedicado al tema del sacerdocio, afirma estas realidades de la fe: «Entre los diversos carismas y servicios, únicamente el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa el ministerio de Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los fieles por su esencia, y no solo por grado, es el que hace perenne la obra esencial de los Apóstoles. En efecto, proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y, sobre todo, celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta glorificación de Dios… El sacerdote hace sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no sólo en su vida personal, sino también social» (II,4).

El sacerdote re-presenta a Cristo de modo supremo en la eucaristía. Afirma el Vaticano II que «Cristo está presente… en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”» (Sacrosactum Concilium 7). Las oraciones eucarísticas presidenciales, las que reza el sacerdote solo, son oraciones «de Cristo con su Cuerpo al Padre» (cf. SC 84). En la liturgia de la Palabra hace el sacerdote presente al mismo Cristo, que enseña y predica a su pueblo. Es Cristo mismo, ciertamente, quien en la liturgia sacrificial dice por el sacerdote «esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Es Él quien saluda al pueblo, es Él quien lo bendice, y quien, al final de la Misa, lo envía al mundo. Con sus ornamentos, palabras y acciones sagradas, el sacerdote es símbolo litúrgico de Jesucristo; no tanto del Cristo histórico, sino del Cristo resucitado y celestial, que sentado a la derecha del Padre, como Sacerdote de la Nueva Alianza, «vive siempre para interceder» por nosotros (Heb 7,25).

Por eso, la vivencia plena de la eucaristía exige una facilidad para reconocer a Cristo en el sacerdote. Apenas es posible contemplar la eucaristía en la fe, y participar de ella, si en la práctica se ignora este aspecto del misterio. En efecto, el ministro sacerdote en la Misa visibiliza la presencia y la acción invisible del único sacerdote, Jesucristo. Y, por supuesto, el ministerio del sacerdote visible no debe velar, sino revelar esa presencia invisible del Sacerdote eterno.
Si en la Misa no se ve a Cristo en el sacerdote, resulta en buena parte ininteligible, y no se podrá evitar que en su celebración se incurra en prácticas erróneas. Y esta ignorancia resulta especialmente grave cuando se da en el mismo sacerdote. Podemos apreciar lo que digo con algunos ejemplos.

–El presbítero en la sede re-presenta a Cristo, que preside la asamblea eucarística, sentado a la derecha de Dios Padre: poner como sede una banquetilla, una silla corriente o un taburete, proclama la ignorancia de esta realidad de la fe. No es ése el signo adecuado para significar litúrgicamente en la tierra la sede celestial. –El Domingo de Ramos los fieles en la procesión aclaman a Cristo, re-presentado por el sacerdote celebrante, que entra en el templo –en Jerusalén–, para ofrecer el sacrificio, y le acompañan con palmas. Ahora bien, si el sacerdote lleva también su palma, no parece que tenga muy clara conciencia de que en esa procesión de los ramos él está simbolizando a Cristo. La rúbrica 9 del Misal Romano, en el Domingo de Ramos, al establecer el orden de la procesión, dice… «a continuación el sacerdote con los ministros, y por último, los fieles, que llevan los ramos en las manos». –Ignora igualmente el sacerdote esa re-presentación misteriosa de Cristo cuando, modificando los saludos y bendiciones, dice en la Misa: «El Señor esté con nosotros», la bendición de Dios «descienda sobre nosotros», «Vayamos en paz». En realidad, actuando así, no obra en cuanto ministro que representa a Cristo-cabeza, sino como un miembro más de Cristo: oculta al Señor, a quien debería visibilizar en esos actos ministeriales.

Se podrían multiplicar los ejemplos, pero todos ellos nos llevarían a la misma comprobación: la fe en el ministerio del sacerdote como re-presentante litúrgico de Cristo está hoy con frecuencia muy debilitada  tanto en el pueblo cristiano como en los mismos sacerdotes. El igualitarismo de la mentalidad vigente es, sin duda, uno de los condicionantes ambientales que explican ese oscurecimiento de un aspecto de la fe.

José María Iraburu, sacerdote

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