27 de abril de 2013

La Consagración en la Misa (parte I)



2. La consagración

Pasamos ahora a explicar el segundo momento de la misa, la liturgia eucarística. Jesús, después de haber partido el pan y mientras lo daba a sus discípulos, dijo: Tomad, comed, éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros (Mt 26, 26; Lc 22, 19). Quiero contar, a propósito de esto, mi pequeña experiencia, es decir cómo llegué a descubrir la dimensión eclesial y personal de la consagración eucarística.

2.1. Tomad, comed: esto es mi cuerpo

Desde mi ordenación yo vivía de este modo el momento de la consagración en la santa misa: cerraba los ojos, inclinaba la cabeza, trataba de aislarme de todo aquello que me rodeaba para ensimismarme sólo en Jesús que, en el cenáculo, antes de morir, pronunció por primera vez aquellas palabras: Tomad, comed... La misma liturgia favorecía este comportamiento, haciendo pronunciar las palabras de la consagración en voz baja y en latín, inclinados sobre las especies, revueltos hacia el retablo y no hacia la asamblea.

Después, un día me di cuenta de que tal comportamiento, por sí solo, no expresaba todo el significado de mi participación en la consagración. ¡Aquel Jesús del cenáculo ya no existe!, ahora existe el Jesús resucitado; para ser exactos, el Jesús que había muerto y que ahora vive para siempre (cfr. Ap 1, 18). Y este Jesús es el “Cristo total”, Cabeza y cuerpo inseparablemente unidos. Así pues, si este Cristo total es el que pronuncia las palabras de la consagración, también yo las pronuncio con él. En el gran “Yo” de la Cabeza, se esconde el pequeño “yo” del cuerpo que es la Iglesia. Está también mi pequeñísimo “yo” y también él dice a quien está delante: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros.

Desde el día en que comprendí esto, ya no cierro los ojos en el momento de la consagración, sino que miro a los hermanos que tengo delante o, si celebro solo, pienso en aquellos que encontraré durante el resto de la jornada y a los que tendré que dedicar mi tiempo, o pienso incluso en toda la Iglesia y, dirigido a ellos, digo como Jesús: Tomad, comed, esto es mi cuerpo.

Algunas palabras de san Agustín, se encargaron más tarde de despejar cualquier duda sobre esta intuición mía, haciéndome ver que esta actitud pertenecía a la doctrina más “sana” de la tradición: “En el sacramento del altar se le muestra que, ofreciendo a Dios la oblación, la Iglesia se ofrece a sí misma (in ea re quam offert, ipsa offertur)” .

2.2. Una parábola moderna

Por lo tanto, todo es transparente y seguro en esta visión de la consagración eucarística. Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo “nacido de María Virgen”, resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real, y está presente místicamente su cuerpo místico, donde “místicamente” significa: en virtud de su inseparable unión con la Cabeza. No hay ninguna confusión entre las dos presencias que son bien distintas, pero tampoco hay división alguna.

Nuestra ofrenda y la ofrenda de la Iglesia no sería nada sin la de Jesús; no sería ni santa ni agradable a Dios, porque sólo somos criaturas pecadoras. Pero la ofrenda de Jesús, sin la de la Iglesia que es su cuerpo, no sería suficiente (no sería suficiente, claro está, para la redención pasiva, es decir, para recibir la salvación; pero sí lo sería para la redención activa, es decir, para procurar la salvación);esto es tan verdadero que la Iglesia puede decir con san Pablo: Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cfr. Col 1, 24).

Y puesto que hay dos “ofrendas” y dos “dones” en el altar —el que se debe transformar en el cuerpo y la sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que se debe transformar en el cuerpo místico de Cristo—, hay también dos “epíclesis” en la misa, es decir, hay dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera se dice: “Por eso, Señor, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo”; en la segunda, que se recita después de la consagración, se dice: “Y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él (el Espíritu) nos transforme en ofrenda permanente”.

Jesús explicaba las cosas del reino con parábolas: adoptemos por una vez su método y tratemos de entender, con la ayuda de una parábola moderna, lo que sucede en la celebración eucarística. En una gran hacienda había un dependiente que amaba y admiraba desmesuradamente al dueño de la empresa. Por su cumpleaños quiso hacerle un regalo. Pero antes de presentárselo pidió en secreto a todos sus colegas que pusieran su firma en el regalo. Por tanto, llegó a manos del dueño como el regalo indistinto de todos sus dependientes y como un signo de estima y de amor de todos ellos, pero, en realidad, sólo uno había pagado el precio del mismo.

¿No es exactamente lo que sucede en el sacrificio eucarístico? Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial. Quiere hacerle cada día, hasta el fin del mundo, el regalo más precioso que se pueda pensar: el de su misma vida. En la Misa invita a todos sus “hermanos” para que pongan su firma en el regalo, de modo que llega a Dios Padre como el regalo indistinto de todos sus hijos: “el sacrificio mío y vuestro”, lo llama el sacerdote en el Orate fratres (Orad hermanos). Pero, en realidad, sabemos que sólo uno ha pagado el precio de dicho regalo. ¡Y qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz, como explica la oración que acompaña el gesto: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. Nuestra firma es, sobre todo, ese Amén solemne que la liturgia hace que pronuncie toda la asamblea como final de la Plegaria eucarística: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén! Es como quien dijera: “Me uno a lo que se ha hecho y dicho, lo suscribo a todo.

Ahora sabemos cómo la eucaristía hace la Iglesia: la eucaristía hace la Iglesia, haciendo de la Iglesia una eucaristía. La eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o la causa de la santidad de la Iglesia; es también su “forma”, es decir su modelo. La santidad del cristiano debe realizarse según la “forma” de la eucaristía; debe ser una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la eucaristía, debe ser eucaristía con Jesús.

Raniero Cantalamessa

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