26 de febrero de 2013

Eucaristía: don del Amor



Dame, ¡oh Jesús!, la gracia de poder sondear la inmensidad de aquel amor que te movió a darnos la Eucaristía

"Habiendo amado Jesús a los suyos... al fin los amó extremadamente" (Jn. 13, 1)

Fue en las últimas horas de intimidad que Jesús pasó entre los suyos cuando quiso darles la última prenda de su amor. Fueron horas de dulce intimidad y, al mismo tiempo, de amarguísima angustia; Judas ya se había puesto de acuerdo sobre el precio de la infame venta; Pedro le va a negar, todos dentro de breves instantes le abandonaría. En este ambiente la institución de la Eucaristía aparece como la respuesta de Jesús a la traición de los hombres, como el don más grande de su amor infinito a cambio de la más grave ingratitud; es el Dios bueno y misericordioso que quiere atraer a su rebelde criatura no con amenazas, sino con las más delicadas ingeniosidades de su inmensa caridad. Cuánto había hecho y sufrido ya Jesús por el hombre pecador, y he aquí que cuando la malicia humana toca ya el fondo del abismo, Él, el buen Jesús, casi agotando la capacidad de su amor, se entrega al hombre no sólo como Redentor, que morirá por él sobre la Cruz, sino como alimento, para nutrirlo con su Carne y con su Sangre. Aunque la muerte dentro de pocas horas le arrancará de la tierra, la Eucaristía perpetuará su presencia viva y real en el mundo hasta la consumación del tiempo. "Estás loco por tus criaturas - exclama Santa Catalina de Siena -; todo lo que tienes de Dios y todo lo que tienes de hombre nos lo dejaste en alimento, para que mientras peregrinamos por esta vida, no desfallezcamos por la fatiga, sino que vivamos fortificados por Ti, oh Alimento celestial".

Pensemos que el mismo Jesús había ordenado los preparativos para la última Cena y que había querido elegir "una gran sala" (Lc. 22, 12), mandando a los Apóstoles que la adornasen convenientemente. También nuestro corazón tiene que ser un cenáculo "grande", espacioso y dilatado por el amor, para que Jesús pueda celebrar dignamente en él su Pascua.

En la última Cena Jesús nos deja, junto con el Sacramento del amor, el testamento de su caridad. El testamento vivo y concreto del ejemplo admirable de su humildad y de su caridad en el lavatorio de los pies, y el testamento oral que anuncia su "mandamiento nuevo". El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús lavando los pies de los Apóstoles y termina con estas palabras: "Os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como Yo he hecho". Es una invitación urgente a la caridad fraterna, caridad que ha de ser el fruto de nuestra unión con Jesús, el fruto de nuestra Comunión eucarística. El mismo lo ha dicho expresamente en la última Cena: "Un precepto os doy: que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado, así también amaos mutuamente" (Jn. 13, 34)

Si no podemos imitar el amor de Jesús hasta darnos en alimento a nuestros hermanos, podemos hacerlo ofreciéndoles nuestra asistencia amorosa, no sólo en las cosas fáciles, sino también en las difíciles y repugnantes. El gesto del Maestro de lavar los pies a sus Apóstoles, nos indica hasta dónde tenemos que humillarnos para socorrer y ayudar a nuestro prójimo, aunque sea éste el más humilde y despreciado.

Cuando el Maestro sale al encuentro de los hombres ingratos y de sus traidores ofreciéndoles pruebas continuas de amor, nos enseña que nuestra caridad no será como la suya, si no sabemos pagar el mal con el bien, si no sabemos perdonar todo, ayudando y asistiendo al mismo que nos ha ofendido. Dando la vida por la salvación de los suyos, el Maestro nos dice que nuestro amor no es perfecto si no sabemos sacrificarnos generosamente por los otros. Su "mandamiento nuevo", poniendo como norma de nuestro amor al prójimo el amor del mismo Jesús, abre al ejercicio de la caridad un horizonte sin confines; nos dice que la caridad no tiene límites. Si hay un límite es el de dar, como Jesús, la vida por los otros, porque "nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn. 15, 13)

Jesús nos inculca la perfección de la caridad fraterna precisamente en la misma noche que instituye la Eucaristía, porque quiere enseñarnos que la perfección de la caridad tiene que ser al mismo tiempo el fruto del Sacramento Eucarístico y nuestra respuesta a este mismo don.

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