4 de diciembre de 2012

Una espiritualidad verdaderamente eucarística



Es evidente que tal espiritualidad (eucarístico-litúrgica) no es cosa que atañe sólo a los adoradores asociados, sino de todo católico. Pero los miembros de Obras eucarísticas asumen una doble obligación a este respecto, la del ejemplo y la de la promoción.

Ejemplares en la vida espiritual y promotores, entre todos, de la espiritualidad común de todo católico, la que brota de los Sacramentos y de la Palabra de Dios, que administra la Iglesia con la asistencia del Espíritu y unida a Cristo. Esta realidad se sostiene por medio de la Eucaristía, cima de la Iniciación y alimento permanente de vida cristiana.

Dios actúa permanentemente en medio de los seres humanos por medio de la Eucaristía (de modo eminente). Por ello, a pesar de su incomprensibilidad fuera de la fe (que ya se manifestó en Cafarnaún, tras el discurso del Pan de vida - Jn 6, 60-61-), y que llevó en los primeros tiempos a envolverla en la disciplina del arcano, la celebración eucarística posee también una dimensión apologética: es signo elocuente de la Iglesia y expresión de su misterio divino de comunión, comunión en Cristo y sus Dones, (frutos de su Misterio Pascual). Sacramento de nuestra Fe, encuentro salvador con Dios, eclosión de Verdad y de Bien, fuente de conversión y santificación, irradiante Gloria, expresión de Belleza, que genera belleza, fiesta primordial.

Tal presencia activa de Dios en la celebración eucarística reclama la obediencia de la Fe y la decidida voluntad de participación. Participar, para cumplir el mandato “haced -esto- en memoria mía”. Por eso la máxima expresión de participación será, en lo ritual, la comunión sacramental y, en lo existencial, la santidad. Pero estas realidades culminantes vienen precedidas de todo un proceso, litúrgico y de conversión-santificación.

En lo litúrgico la comunión está precedida por ir y entrar en la iglesia,

por acudir a la celebración,

por reconocerse indigno (siempre) de entrar en la presencia de Dios (acercarse al altar y acto penitencial),

por fijar la mirada en Él (kyries, gloria, “oremos”),

por escuchar a sus voceros (lecturas del AT o de las Epístolas),

por alzarnos gozosos a escuchar al Verbo encarnado en el Evangelio y asimilar todo esto eclesialmente (homilía);

para proseguir, renovado el empeño, queriendo actualizar su memorial (presentación de los dones) y acompañándole espiritualmente con nuestra ofrenda sobre el altar del Sacrificio;

entonces, Palabra suya y materia nuestra se encuentran sobre la “piedra-escala” (altar) y la Plegaria Eucarística, con las palabras institucionales y la invocación del Espíritu, consagra los dones y misteriosamente nos dispone y acerca al Sacramento en una progresiva aproximación e identificación con el mismo, obra toda de Dios, que espera nuestra acogida religiosa y de fe (“hágase en mi según tu palabra”, María modelo de participación);

finalmente Padrenuestro,

rito de la paz y fracción del pan buscan abrir y disponer totalmente mentes y corazones para la comunión eucarística que, proyectada hacia la vida (oración, bendición y envío: nótese aquí que aun cuando no se halla podido comulgar, por circunstancias personales, la participación gradual en la eucaristía obtenida hasta la “presentación de dones” o hasta la solemne conclusión de la “Plegaria Eucarística” es ya una gracia de conversión que se proyecta a la vida y prepara una participación más perfecta), reclama una “asimilación” personal y comunitaria en la oración y la adoración.

En lo existencial el proceso, fundado y alimentado por la Eucaristía y guiado por la Reconciliación sacramental, llevará a un crecimiento orgánico y progresivo de la identificación con Cristo que excluye el pecado y abraza cada vez más la voluntad del Padre que se expresa en operosa caridad (Dios es amor -1 Jn 4, 16-).

El “haced esto” evidentemente no puede limitarse a un obrar ritual, implica el Rito, mediante el cual la acción de Dios se actualiza entre nosotros y se hace accesible, pero va más allá del mismo reclamando no un simple mimético acompañamiento del Maestro (como de teatro), sino un real acto esponsal, de libre entrega e identificación con Él. Como diría san Pablo: “vivo yo, más ya no soy yo, que es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20). Por eso el mismo Rito se llena de trascendencia, excluye toda improvisación o trivialidad y reclama, en su reiterabilidad, una creciente conciencia y compromiso personal. Algo que tiende a actos intensos de amor que sacuden y re-estructuran, desde dentro, la propia persona. Actos que se convierten en vivencias que fundan y desarrollan la fe y que transforman, a quien los vive, en testigo de la Persona y obra de Cristo. Tal experiencia del Misterio forma la trama de la mística cristiana y precisa de amplios espacios de asimilación, que prolongan la celebración eucarística en oración y adoración (como hacía la Virgen María cuando “conservaba todo esto en su corazón” Lc 2, 51).

Esta Espiritualidad es la que se refleja en la vida de la primitiva Comunidad de Jerusalén (sumarios de Hch 2 y 4) y que ha sido como un punto permanente de referencia en la historia de la Iglesia siempre que ésta ha querido purificarse, reformarse, para cumplir mejor su misión, para ser más fiel al mandato de Cristo.

Quiero comentar sucintamente el primero de estos sumarios, dice así:

Los que aceptaron sus palabras (las de Pedro) se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unas tres mil personas.

Y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. (Hch 2, 41-42)

Tal comunidad vivía del “día del Señor”, perseverando en sus “asambleas” donde los apóstoles enseñaban cuanto Jesús les había enseñado a ellos, todos compartían los dones de Dios, singularmente la “Eucaristía” (fracción del pan) y las “oraciones” (vida litúrgica de la comunidad). Esta era una “Ecclesia de Eucaristía” y era una Iglesia de testimonio, caridad fraterna y evangelización hasta el martirio. Es la Iglesia que vemos, siglos más tarde (sobre el año 304) , reflejada en el testimonio de los mártires de Abitene (Tunez; actas de Saturnino y compañeros mártires; PL 8, 707, 709-710): “no podemos vivir sin domingo” (es decir, sin celebrar con la cena del Señor el día del Señor), es el modelo de Comunidad cristiana que el beato Juan Pablo II nos presentó con fuerza en sus encíclicas “Dies Domini” y “Eccesia de Eucaristía”.

Es la Iglesia de Cristo, que vive de Él, de su Don, porque ya nos amonestó: “sin mí no podéis hacer nada”(Jn 15, 5). Es la Iglesia “discípula” que sigue al Maestro, es la Iglesia “sarmiento”, que se nutre de la vida de la “cepa”, que es siempre Cristo. Y por eso puede ser la Iglesia del “martirio” y de la epopeya evangelizadora. La pobre, que hace ricos; la débil, que vence a los fuertes. Ella sabe que la Liturgia, singularmente la Eucaristía, es “fuente y cumbre”(SC 10 y par) de su ser y misión.

Esta no es una Iglesia ritualista ni de sacristía, lo que no es tampoco es una comunidad pelagiana ni activista. Es la Iglesia que no pierde el ánimo ni en la persecución ni en la adversidad, la que no se acobarda ni por su debilidad ni, tan siquiera, por el pecado de sus hijos, pues sabe tener su fuerza en la omnipotencia divina que se manifiesta especialmente en el perdón y la misericordia y que es mucho más fuerte que los grandes de este mundo. Por eso es una Iglesia a la vez muy humilde, pero que no escatima nada a la gloria de Dios. Humilde, pero libre para ser positiva y propositiva, convencida de tener “algo” que aportar, algo único, insustituible y necesario. Una Iglesia humilde y dispuesta a acoger y tratar con todos, porque tiene clara su identidad y está dominada por la gratitud a Dios.

En el 50° aniversario de la Federación Mundial de las Obras eucarísticas de la Iglesia Valencia, viernes 24 de noviembre de 2012 Monseñor Juan Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos

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