31 de enero de 2011

¿Hay que ir a Misa el domingo? - Parte V


CAPÍTULO III

DIES ECCLESIAE

La asamblea eucarística, centro del domingo


La presencia del Resucitado

31. « Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20). Esta promesa de Cristo sigue siendo escuchada en la Iglesia como secreto fecundo de su vida y fuente de su esperanza. Aunque el domingo es el día de la resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino que es celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de los suyos.

Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera adecuada no basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y recuerden en su interior, en lo recóndito de su corazón, la muerte y resurrección de Cristo. En efecto, los que han recibido la gracia del bautismo no han sido salvados sólo a título personal, sino como miembros del Cuerpo místico, que han pasado a formar parte del Pueblo de Dios.(38) Por eso es importante que se reúnan, para expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia, la ekklesía, asamblea convocada por el Señor resucitado, el cual ofreció su vida « para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos » (Jn 11,52). Todos ellos se han hecho « uno » en Cristo (cf. Ga 3,28) mediante el don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta externamente cuando los cristianos se reúnen: toman entonces plena conciencia y testimonian al mundo que son el pueblo de los redimidos formado por « hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación » (Ap 5,9). En la asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita como modelo por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados « acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (2,42).

La asamblea eucarística

32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía no sólo una fuerza expresiva especial, sino como su « fuente ».(39) La Eucaristía nutre y modela a la Iglesia: « Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan » (1 Co 10,17). Por esta relación vital con el sacramento del Cuerpo y Sangre del Señor, el misterio de la Iglesia es anunciado, gustado y vivido de manera insuperable en la Eucaristía.(40)

La dimensión intrínsecamente eclesial de la Eucaristía se realiza cada vez que se celebra. Pero se expresa de manera particular el día en el que toda la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera significativa que « la celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia ».(41)

33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos. A través de su testimonio llega a cada generación de los creyentes el saludo de Cristo, lleno del don mesiánico de la paz, comprada con su sangre y ofrecida junto con su Espíritu: « ¡Paz a vosotros! » Al volver Cristo entre ellos « ocho días más tarde » (Jn 20,26), se ve prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse cada octavo día, en el « día del Señor » o domingo, para profesar la fe en su resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza prometida por él: « Dichosos los que no han visto y han creído » (Jn 20,29). Esta íntima relación entre la manifestación del Resucitado y la Eucaristía es sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los dos discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia la comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa con ellos, que lo reconocieron cuando « tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando » (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la « fracción del pan », como se llamaba a la Eucaristía en la primera generación cristiana.

La Eucaristía dominical

34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene en sí misma un estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día, ni es separable de toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una epifanía de la Iglesia,(42) que tiene su momento más significativo cuando la comunidad diocesana se reúne en oración con su propio Pastor: « La principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio y sus ministros ».(43) La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es propia de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier día de la semana, aunque no sea presidida por él. Lo expresa la mención del Obispo en la oración eucarística.

La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de la presencia comunitaria y la especial solemnidad que la caracterizan, precisamente porque se celebra « el día en que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal »,(44) subraya con nuevo énfasis la propia dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras celebraciones eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la « fracción del pan », se siente como el lugar en el que se realiza concretamente el misterio de la Iglesia. En la celebración misma la comunidad se abre a la comunión con la Iglesia universal,(45) implorando al Padre que se acuerde « de la Iglesia extendida por toda la tierra », y la haga crecer, en la unidad de todos los fieles con el Papa y con los Pastores de cada una de las Iglesias, hasta su perfección en el amor.

El día de la Iglesia

35. El dies Domini se manifiesta así también como dies Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel pastoral. Como he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas actividades que desarrolla una parroquia « ninguna es tan vital o formativa para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su Eucaristía ».(46) En este sentido, el Concilio Vaticano II ha recordado la necesidad de « trabajar para que florezca el sentido de comunidad parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical ».(47) En la misma línea se sitúan las orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo que las celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar en otras iglesias y capillas estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial, precisamente para « fomentar el sentido de la comunidad eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración comunitaria del domingo, sea en torno al Obispo, especialmente en la catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor hace las veces del Obispo ».(48)

36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad. En efecto, en ella se celebra el sacramentum unitatis que caracteriza profundamente a la Iglesia, pueblo reunido « por » y « en » la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.(49) En dicha asamblea las familias cristianas viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad y de su « ministerio » de « iglesias domésticas », cuando los padres participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de vida.(50) A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los padres educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical, ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la iniciación a la Misa, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del precepto. A ello contribuirá también, cuando las circunstancias lo aconsejen, la celebración de Misas para niños, según las varias modalidades previstas por las normas litúrgicas.(51)

En las Misas dominicales de la parroquia, como « comunidad eucarística »,(52) es normal que se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y las pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan, con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial.(53) Por esto en domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial.(54) Corresponde al prudente discernimiento de los Pastores de las Iglesias particulares autorizar una eventual y muy concreta derogación de esta norma, en consideración de particulares exigencias formativas y pastorales, teniendo en cuenta el bien de las personas y de los grupos, y especialmente los frutos que pueden beneficiar a toda la comunidad cristiana.

Pueblo peregrino

37. En la perspectiva del camino de la Iglesia en el tiempo, la referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo semanal de esta solemne conmemoración ayudan a recordar el carácter peregrino y la dimensión escatológica del Pueblo de Dios. En efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia el último « día del Señor », el domingo que no tiene fin. En realidad, la espera de la venida de Cristo forma parte del misterio mismo de la Iglesia(55) y se hace visible en cada celebración eucarística. Pero el día del Señor, al recordar de manera concreta la gloria de Cristo resucitado, evoca también con mayor intensidad la gloria futura de su « retorno ». Esto hace del domingo el día en el que la Iglesia, manifestando más claramente su carácter « esponsal », anticipa de algún modo la realidad escatológica de la Jerusalén celestial. Al reunir a sus hijos en la asamblea eucarística y educarlos para la espera del « divino Esposo », la Iglesia hace como un « ejercicio del deseo »,(56) en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de la nueva tierra, cuando la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajará del cielo, de junto a Dios, « engalanada como una novia ataviada para su esposo » (Ap 21,2).

Día de la esperanza

38. Desde este punto de vista, si el domingo es el día de la fe, no es menos el día de la esperanza cristiana. En efecto, la participación en la « cena del Señor » es anticipación del banquete escatológico por las « bodas del Cordero » (Ap 19,9). Al celebrar el memorial de Cristo, que resucitó y ascendió al cielo, la comunidad cristiana está a la espera de « la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(57) Vivida y alimentada con este intenso ritmo semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la esperanza humana misma. Por este motivo, en la oración « universal » se recuerdan no sólo las necesidades de la comunidad cristiana, sino las de toda la humanidad; la Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía, atestigua así al mundo que hace suyos « el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos ».(58) Finalmente, la Iglesia, —al culminar con el ofrecimiento eucarístico dominical el testimonio que sus hijos, inmersos en el trabajo y los diversos cometidos de la vida, se esfuerzan en dar todos los días de la semana con el anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad—, manifiesta de manera más evidente que es « como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(59)

La mesa de la Palabra

39. En la asamblea dominical, como en cada celebración eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera continúa ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos: « está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura ».(60) En la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es prenda de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que « la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, están tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un único acto de culto ».(61) El mismo Concilio ha establecido que, « para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos ».(62) Ha dispuesto, además, que en las Misas de los domingos, así como en las de los días de precepto, no se omita la homilía si no es por causa grave.(63) Estas oportunas disposiciones han tenido un eco fiel en la reforma litúrgica, a propósito de la cual el Papa Pablo VI, al comentar la abundancia de lecturas bíblicas que se ofrecen para los domingos y días festivos, escribía: « Todo esto se ha ordenado con el fin de aumentar cada vez más en los fieles el "hambre y sed de escuchar la palabra del Señor" (cf. Am 8,11) que, bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza a la perfecta unidad de la Iglesia ».(64)

40. Transcurridos más de treinta años desde el Concilio, es necesario verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía dominical, de que manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de Dios.(65) Ambos aspectos, el de la celebración y el de la experiencia vivida, se relacionan íntimamente. Por una parte, la posibilidad ofrecida por el Concilio de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad que participa, debe llevar a sentir una « nueva responsabilidad » ante la misma, haciendo « resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado ».(66) Por otra, es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial,(67) no anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas con las que las comunidades parroquiales, preparan la liturgia dominical durante la semana, comprometiendo a cuantos participan en la Eucaristía —sacerdotes, ministros y fieles—,(68) a reflexionar previamente sobre la Palabra de Dios que será proclamada. El objetivo al que se ha de tender es que toda la celebración, en cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la homilía, exprese de algún modo el mensaje de la liturgia dominical, de manera que éste pueda incidir más eficazmente en todos los que toman parte en ella. Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad de quienes ejercen el ministerio de la Palabra. A ellos les toca preparar con particular cuidado, mediante el estudio del texto sagrado y la oración, el comentario a la palabra del Señor, expresando fielmente sus contenidos y actualizándolos en relación con los interrogantes y la vida de los hombres de nuestro tiempo.

41. No se ha de olvidar, por lo demás, que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza. El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua « conversión ». La asamblea dominical compromete de este modo a una renovación interior de las promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la vigilia pascual o cuando se administra el bautismo durante la Misa. En este marco, la proclamación de la Palabra en la celebración eucarística del domingo adquiere el tono solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los momentos de renovación de la Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la comunidad de Israel era llamada, como el pueblo del desierto a los pies del Sinaí (cf. Ex 19,7-8; 24,3.7), a confirmar su « sí », renovando la opción de fidelidad a Dios y de adhesión a sus preceptos. En efecto, Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su « Amén » (cf. 2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida.(69)

La mesa del Cuerpo de Cristo

42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples dimensiones, que en la Eucaristía dominical tienen un carácter de particular solemnidad. En el ambiente festivo del encuentro de toda la comunidad en el « día del Señor », la Eucaristía se presenta, de un modo más visible que en otros días, como la gran « acción de gracias », con la cual la Iglesia, llena del Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la humanidad. El ritmo semanal invita a recordar con complacencia los acontecimientos de los días transcurridos recientemente, para comprenderlos a la luz de Dios y darle gracias por sus innumerables dones, glorificándole « por Cristo, con él y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo ». De este modo la comunidad cristiana toma conciencia nuevamente del hecho de que todas las cosas han sido creadas por medio de Cristo (cf. Col 1,16; Jn 1,3) y, en él, que vino en forma de siervo para compartir y redimir nuestra condición humana, fueron recapituladas (cf. Ef 1,10), para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe su origen y vida. En fin, al adherirse con su « Amén » a la doxología eucarística, el Pueblo de Dios se proyecta en la fe y la esperanza hacia la meta escatológica, cuando Cristo « entregue a Dios Padre el Reino [...] para que Dios sea todo en todo » (1 Co 15,24.28).

43. Este movimiento « ascendente » es propio de toda celebración eucarística y hace de ella un acontecimiento gozoso, lleno de reconocimiento y esperanza, pero se pone particularmente de relieve en la Misa dominical, por su especial conexión con el recuerdo de la resurrección. Por otra parte, esta alegría « eucarística », que « levanta el corazón », es fruto del « movimiento descendente » de Dios hacia nosotros y que permanece grabado perennemente en la esencia sacrificial de la Eucaristía, celebración y expresión suprema del misterio de la kénosis, es decir, del abajamiento por el que Cristo « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz » (Flp 2,8).

En efecto, la Misa es la viva actualización del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una eficacia del todo singular en las palabras de la consagración, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación con que se ofreció en la cruz. « En este divino sacrificio, que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta ».(70) A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia: « En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo ».(71) Esta participación de toda la comunidad asume un particular relieve en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la semana transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado.

Banquete pascual y encuentro fraterno

44. Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, « Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros ».(72) Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía, con la condición de que estén en las debidas disposiciones y, si fueran conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el Sacramento de la reconciliación,(73) según el espíritu de lo que san Pablo recordaba a la comunidad de Corinto (cf. 1 Co 11,27-32). La invitación a la comunión eucarística, como es obvio, es particularmente insistente con ocasión de la Misa del domingo y de los otros días festivos.

Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos. La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de fraternidad, que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque respetando el estilo propio de la acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad. El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como manifestación del consentimiento dado por el pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración(74) y del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del único pan en recuerdo de la palabra exigente de Cristo: « Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda » (Mt 5,23-24).

De la Misa a la « misión »

45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para el fiel que ha comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos en su vida cotidiana. La oración después de la comunión y el rito de conclusión —bendición y despedida— han de ser entendidos y valorados mejor, desde este punto de vista, para que quienes han participado en la Eucaristía sientan más profundamente la responsabilidad que se les confía. Después de despedirse la asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha recibido en la celebración, como los discípulos de Emaús que, tras haber reconocido a Cristo resucitado « en la fracción del pan » (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).

El precepto dominical

46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica. « Dejad todo en el día del Señor —dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado Didascalia de los Apóstoles— y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y nutrirse con el alimento divino que es eterno? ».(75) La llamada de los Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el ánimo de los fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que ha disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa, como se puede constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.

San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador Antonino y al Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de la asamblea dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las ciudades.(76) Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus asambleas fueron prohibidas con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos que desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en Africa proconsular, que respondieron a sus acusadores: « Sin temor alguno hemos celebrado la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley »; « nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor ». Y una de las mártires confesó: « Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana ».(77)

47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias penales después de tres ausencias) (78) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506).(79) Estos decretos de Concilios particulares han desembocado en una costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa del todo obvia.(80)

El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez primera la tradición en una ley universal.(81) El Código actual la confirma diciendo que « el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa ».(82) Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica.(83) Se comprende fácilmente el motivo si se considera la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.

48. Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos que desean vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente hostil y, otras veces —y más a menudo— indiferente y reacio al mensaje evangélico. El creyente, si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha de poder contar con el apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es necesario que se convenza de la importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor con el sacramento de la Nueva Alianza. Corresponde de manera particular a los Obispos preocuparse « de que el domingo sea reconocido por todos los fieles, santificado y celebrado como verdadero "día del Señor", en el que la Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo ».(84)

49. Desde el momento en que participar en la Misa es una obligación para los fieles, si no hay un impedimento grave, los Pastores tienen el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico, como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días festivos,(85) la institución de las Misas vespertinas(86) y, finalmente, la indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas del domingo.(87) En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto de vista litúrgico.(88) Por consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a veces « prefestiva », pero que en realidad es « festiva » a todos los efectos, es la del domingo, con el compromiso para el celebrante de hacer la homilía y recitar con los fieles la oración universal.

Además, los pastores recordarán a los fieles que, al ausentarse de su residencia habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la Misa donde se encuentren, enriqueciendo así la comunidad local con su testimonio personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los lugares que atraen a numerosos turistas y peregrinos, para los cuales será a menudo necesario prever iniciativas particulares de asistencia religiosa.(89)

Celebración gozosa y animada por el canto

50. Teniendo en cuenta el carácter propio de la Misa dominical y la importancia que tiene para la vida de los fieles, se ha de preparar con especial esmero. En las formas sugeridas por la prudencia pastoral y por las costumbres locales de acuerdo con las normas litúrgicas, es preciso dar a la celebración el carácter festivo correspondiente al día en que se conmemora la Resurrección del Señor. A este respecto, es importante prestar atención al canto de la asamblea, porque es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón, pone de relieve la solemnidad y favorece la participación de la única fe y del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se refiere a los textos como a la melodía, para que lo que se propone hoy como nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones litúrgicas y digno de la tradición eclesial que tiene, en materia de música sacra, un patrimonio de valor inestimable.

Celebración atrayente y participada

51. Es necesario además esforzarse para que todos los presentes —jóvenes y adultos— se sientan interesados, procurando que los fieles intervengan en aquellas formas de participación que la liturgia sugiere y recomienda.(90) Ciertamente, sólo a quienes ejercen el sacerdocio ministerial al servicio de sus hermanos les corresponde realizar el Sacrificio eucarístico y ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo.(91) Aquí está el fundamento de la distinción, más que meramente disciplinar, entre la función propia del celebrante y la que se atribuye a los diáconos y a los fieles no ordenados.(92) No obstante, los fieles han de ser también conscientes de que, en virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo, « participan en la celebración de la Eucaristía ».(93) Aun en la distinción de funciones, ellos « ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella. De este modo, tanto por el ofrecimiento como por la sagrada comunión, todos realizan su función propia en la acción litúrgica »(94) recibiendo luz y fuerza para vivir su sacerdocio bautismal con el testimonio de una vida santa.

Otros momentos del domingo cristiano

52. Si la participación en la Eucaristía es el centro del domingo, sin embargo sería reductivo limitar sólo a ella el deber de « santificarlo ». En efecto, el día del Señor es bien vivido si todo él está marcado por el recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas de Dios. Todo ello lleva a cada discípulo de Cristo a dar también a los otros momentos de la jornada vividos fuera del contexto litúrgico —vida en familia, relaciones sociales, momentos de diversión— un estilo que ayude a manifestar la paz y la alegría del Resucitado en el ámbito ordinario de la vida. El encuentro sosegado de los padres y los hijos, por ejemplo, puede ser una ocasión, no solamente para abrirse a una escucha recíproca, sino también para vivir juntos algún momento formativo y de mayor recogimiento. Además, ¿por qué no programar también en la vida laical, cuando sea posible, especiales iniciativas de oración —como son concretamente la celebración solemne de las Vísperas— o bien eventuales momentos de catequesis, que en la vigilia del domingo o en la tarde del mismo preparen y completen en el alma cristiana el don propio de la Eucaristía?

Esta forma bastante tradicional de « santificar el domingo » se ha hecho tal vez más difícil en muchos ambientes; pero la Iglesia manifiesta su fe en la fuerza del Resucitado y en la potencia del Espíritu Santo mostrando, hoy más que nunca, que no se contenta con propuestas minimalistas o mediocres en el campo de la fe, y ayudando a los cristianos a cumplir lo que es más perfecto y agradable al Señor. Por lo demás, junto con las dificultades, no faltan signos positivos y alentadores. Gracias al don del Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se advierte una nueva exigencia de oración en sus múltiples formas. Se recuperan también expresiones antiguas de la religiosidad, como la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo dominical para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente con toda la familia, algunas horas de una experiencia más intensa de fe. Son momentos de gracia que es preciso alimentar con una adecuada evangelización y orientar con auténtico tacto pastoral.

Asambleas dominicales sin sacerdote

53. Está el problema de las parroquias que no pueden disponer del ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía dominical. Esto ocurre frecuentemente en las Iglesias jóvenes, en las que un solo sacerdote tiene la responsabilidad pastoral de los fieles dispersos en un extenso territorio. Pero también pueden darse situaciones de emergencia en los Países de secular tradición cristiana, donde la escasez del clero no permite garantizar la presencia del sacerdote en cada comunidad parroquial. La Iglesia, considerando el caso de la imposibilidad de la celebración eucarística, recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del sacerdote,(95) según las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya aplicación se confía a las Conferencias Episcopales.(96) El objetivo, sin embargo, debe seguir siendo la celebración del sacrificio de la Misa, única y verdadera actualización de la Pascua del Señor, única realización completa de la asamblea eucarística que el sacerdote preside in persona Christi, partiendo el pan de la Palabra y de la Eucaristía. Se tomarán, pues, todas las medidas pastorales que sean necesarias para que los fieles que están privados habitualmente, se beneficien de ella lo más frecuentemente posible, bien facilitando la presencia periódica de un sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades para reunirlos en un lugar céntrico, accesible a los diversos grupos lejanos.

Transmisión por radio y televisión

54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad, incapacidad o cualquier otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de lejos y del mejor modo posible a la celebración de la Misa dominical, preferiblemente con las lecturas y oraciones previstas en el Misal para aquel día, así como con el deseo de la Eucaristía.(97) En muchos Países, la televisión y la radio ofrecen la posibilidad de unirse a una celebración eucarística cuando ésta se desarrolla en un lugar sagrado.(98) Obviamente este tipo de transmisiones no permite de por sí satisfacer el precepto dominical, que exige la participación en la asamblea de los hermanos mediante la reunión en un mismo lugar y la consiguiente posibilidad de la comunión eucarística. Pero para quienes se ven impedidos de participar en la Eucaristía y están por tanto excusados de cumplir el precepto, la transmisión televisiva o radiofónica es una preciosa ayuda, sobre todo si se completa con el generoso servicio de los ministros extraordinarios que llevan la Eucaristía a los enfermos, transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda la comunidad. De este modo, para estos cristianos la Misa dominical produce también abundantes frutos y ellos pueden vivir el domingo como verdadero « día del Señor » y « día de la Iglesia ».
De la carta Apostólica DIES DOMINI de Juan Pablo II


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