Tratemos de tomar alguna indicación práctica para nuestra forma de
vivir la liturgia y hacer que se lleve a cabo una de sus tareas primarias que
es la santificación de las almas. El Espíritu no autoriza inventar nuevas y
arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes
(tarea que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida
a todas las expresiones de la liturgia. En otras palabras, el Espíritu no hace
cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús repetido por Pablo: “Es
el Espíritu que da la vida” (Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a
la liturgia.
El apóstol exhortaba a
sus fieles a rezar “en el Espíritu” (Ef.
6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar en el Espíritu? Significa
permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal en su cuerpo
que es la Iglesia. La oración cristiana se convierte en prolongación en el
cuerpo de la oración de la cabeza. Es conocida la afirmación de san Agustín:
“El Señor nuestro
Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y
que es rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en
nosotros como nuestra cabeza, es rezado por nosotros como nuestro Dios.
Reconocemos por tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz”.
Es esta luz, la
liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra de Dios”, no solo porque
tiene Dios por objeto, sino también porque tiene a Dios como sujeto; Dios no
solo està rezado por nosotros, sino que reza en nosotros. El mismo grito ¡Abbà!
que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre (Gal 4, 6; Rom 8, 15)
demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo
único de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a
Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es engendrado, sino que solamente
“procede” del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo
quien continúan en nosotros su oración filial.
Es sobre todo cuando la
oración se hace fatiga y lucha que se descubre toda la importancia del Espíritu
Santo para nuestra vida de oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza
de nuestra oración “débil” (Rom 8, 26), en la luz de nuestra oración apagada;
en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega lo que está
seco”, como decimos en la secuencia en su honor.
Todo esto sucede por la
fe. Basta que yo diga o piense: “Padre, tú me has donado el Espíritu de Jesús;
formando, por eso, “un solo Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro
esta santa misa, o estoy simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero
darte esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si fuera él quien te rezara
todavía desde la tierra”.
El Espíritu Santo
vivifica de forma particular la oración de adoración que es el corazón de toda
oración litúrgica. Su peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento
que podemos nutrir solo y exclusivamente hacia las personas divinas. Es lo que
distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los santos y de
hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros veneramos a la Virgen, no la
adoramos, contrariamente a lo que algunos piensan de los católicos.
La adoración cristiana
es también la trinitaria. Lo es en su desarrollarse, porque es adoración
dirigida “al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su
término, porque es adoración hecha, juntos “al Padre y al Hijo y al Espíritu
Santo”.
En la espiritualidad
occidental, quien ha desarrollado más a fondo el tema de la adoración ha sido
el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto
adorador del Padre, a quien es necesario unirse para adorar a Dios con una
adoración de valor infinito. Escribe:
“De toda la eternidad,
había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún un adorador infinito;
[…] Tu eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito
por potencia, cualidad y dignidad, para satisfacer plenamente este deber y
hacer este homenaje divino”.
Si hay una laguna en
esta visión que también ha dado a la Iglesia frutos bellísimo y ha plasmado la
espiritualidad francesa por varios siglos, esta es la misma que hemos destacado
en la constitución del Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol
del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de Bérulle pasa a la
“corte real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles,
los santos; falta el reconocimiento del rol esencial del Espíritu Santo.
En cada movimiento de
regreso a Dios, nos ha recordado san Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a
través del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez
en cuando que también existe el Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel
de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las criaturas de Dios como
en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y
el Jesús de la historia está colmado por el Espíritu Santo. Sin él, todo en la
liturgia no es más que la memoria; con él, todo es también presencia.
En el libro del Éxodo,
leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés una cavidad en la roca, oculto
dentro de ella habría podido contemplar su gloria sin morir (cf. Ex 33, 21). Al
comentar este pasaje, el mismo san Basilio escribe:
“¿Cuál es hoy, para
nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar en el que podemos refugiarnos
para contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quien lo sabemos?
Por el mismo Jesús que dijo: ¡Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
Espíritu y verdad!”.
¡Qué perspectivas, qué
belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto al ideal de adoración
cristiano! ¿Quién no siente la necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el
vórtice giratorio del mundo, en aquella cavidad espiritual para contemplar a
Dios y adorarlo como Moisés?
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