La Misericordia de Dios
se manifiesta en la Eucaristía.
¡Sí! En el Santísimo Sacramento del Altar Dios se
ha compadecido. Su misericordia es infinita.
El deseo inscrito en nuestro
corazón de ser amados plenamente (deseo de eternidad) no es expresión de un
deseo impotente, cual fruto de una sarcástica maldición o de un sueño
irrealizable. El deseo del hombre es más bien la intuición de un evento que ha
de cumplirse; de un evento para el que fuimos destinados desde toda la
eternidad. Un evento que en realidad ya se cumplió. Es la buena noticia: Dios
ha bajado a la tierra, porque el hombre es capaz de Dios. Dios baja, porque nos
ama. ¡Baja Dios! No para darnos una planta que rejuvenece o un nuevo alimento
que sacie nuestra hambre física, como aquel maná del cielo que solo puede
prolongar nuestra vida por algunos años más; baja en vez para dar cumplimiento
a lo imposible. Baja para darse a sí mismo como alimento. Para que comiéndolo
como dice San Agustín seamos asimilados y transformados en Él, en Dios:
“Manjar soy de grandes:
crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú
te mudarás en mí”.
He aquí la radical
novedad. He aquí el evento inverosímil que es digno de ser creído, porque jamás
pudo ser imaginado por mente humana. Excede toda pretensión y posibilidad de
comprensión. El misterio grande, terrible, hermoso: Dios se ha hecho carne y
sangre, para ser inmolado y transformado en alimento de comunión, en bebida de
cohesión de las partes dispersas. Dios se ha hecho él mismo lo más pequeño del
cosmos, para ser consumido; para asumir y elevar desde dentro todo, desde lo
más íntimo. Dios se convierte en alimento al alcance de la mano para elevarnos
a la altura de Dios:
«Yo soy el pan vivo,
bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo
le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo Jesús les dijo: “En verdad, en
verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su
sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día”». (Jn6,51-54).
El Cristianismo
proclama la buena noticia y nos da una respuesta esperanzadora. Dios se ha
compadecido. Nuestra hambre y sed de eternidad son auténtica expresión de una
promesa que se ha cumplido; de una vocación que llegará a su plenitud. Dios
baja. Baja Dios. Tenían razón los antiguos en intuir que la inmortalidad es un
regalo irrepetible. Sí, solo un hombre es y ha sido capaz de superar la muerte
para alcanzar la eternidad. Lo que nunca imaginaron (nunca hubiesen podido) es
que aquel hombre al ser también Dios, podía asumirnos en su Cuerpo, haciéndonos
uno con Él, haciéndonos partícipes de su resurrección.
El que come mi carne y
bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Jn6,56.
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