22 de octubre de 2015

Pensamientos de san Juan Pablo II sobre la Eucaristía


 “Cuando, después de la transubstanciación, resuenan las palabras: Mysterium fidei, todos están invitados a darse cuenta de la particular densidad existencial de este anuncio, en referencia al misterio de Cristo, de la Eucaristía, del Sacerdocio.   No toma acaso de aquí su motivación más profunda la misma vocación sacerdotal?   […]    A cincuenta años de la ordenación, puedo decir que cada día más en aquel Mysterium fidei se encuentra el sentido del propio sacerdocio.   Está allí la medida del don que esto constituye, y está también allí la medida de la respuesta que este don exige.   El don es siempre más grande!   Y es bello que sea así.   Es bello que un hombre no pueda decir nunca que ha respondido plenamente al don.  Es un don y es también una tarea: Tener conciencia de esto es fundamental para vivir plenamente el propio sacerdocio”  



El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico.   La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual.

Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Jesucristo presente bajo las especies eucarísticas.

 « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ».   Hace pocos años he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio.   Hoy experimento la gracia de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves Santo de mi vigésimo quinto año de ministerio petrino.  Lo hago con el corazón henchido de gratitud.   Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han «concentrado» y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa «contemporaneidad».

 Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cf. Lc 24, 3.35).     Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía.  «Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine!». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira.  Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias.   Aquí fallan nuestros sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido.   Dejadme que, como Pedro al final del discurso Eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: « Señor, ¿dónde quién vamos a ir?  Tú tienes palabras de vida eterna » (Jn 6, 68).

En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de « inventar un nuevo programa.  El programa ya existe.  Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva.  Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste». La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.   Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen.   En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su Sacrificio Redentor, tenemos su Resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el Amor al Padre.  Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?

El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete – no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa.   Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada.   

Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz.


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