9 de octubre de 2015

El Culto a María y el Calendario Litúrgico


La reforma de la Liturgia romana presuponía una atenta revisión de su Calendario General. Éste, ordenado a poner en su debido resalto la celebración de la obra de la salvación en días determinados, distribuyendo a lo largo del ciclo anual todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta la espera de su venida gloriosa, ha permitido incluir de manera más orgánica y con más estrecha cohesión la memoria de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios del Hijo.



Así, durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda frecuentemente a la Santísima Virgen —aparte la solemnidad del día 8 de diciembre, en que se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de María, la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia sin mancha ni arruga—, sobre todos los días feriales del 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías, y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor.

De este modo, los fieles que viven con la Liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo, se sentirán animados a tomarla como modelos y a prepararse, "vigilantes en la oración y... jubilosos en la alabanza", para salir al encuentro del Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo en la Liturgia de Adviento, uniendo la espera mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz equilibrio cultual, que puede ser tomado como norma para impedir toda tendencia a separar, como ha ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. Resulta así que este periodo, como han observado los especialistas en liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto de la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes.

El tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de Aquella "cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador": efectivamente, en la solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al divino Salvador, venera a su Madre gloriosa: en la Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal a la salvación, contempla a la Virgen, verdadera Sede de la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los Magos el Redentor de todas las gentes (cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava de Navidad), escudriña venerante la vida santa que llevan la casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, María, su Madre, y José, el hombre justo (cf. Mt 1,19).
En la nueva ordenación del periodo natalicio, Nos parece que la atención común se debe dirigir a la renovada solemnidad de la Maternidad de María; ésta, fijada en el día primero de enero, según la antigua sugerencia de la Liturgia de Roma, está destinada a celebrar la parte que tuvo María en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la Madre Santa, por la cual merecimos recibir al Autor de la vida; y es así mismo, ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la paz, el don supremo de la paz. Por eso, en la feliz coincidencia de la octava de Navidad con el principio del nuevo año hemos instituido la "Jornada mundial de la Paz", que goza de creciente adhesión y que está haciendo madurar frutos de paz en el corazón de tantos hombres.

A las dos solemnidades ya mencionadas —la Inmaculada Concepción y la Maternidad divina— se deben añadir las antiguas y venerables celebraciones del 25 de marzo y del 15 de agosto.
Para la solemnidad de la Encarnación del Verbo, en el Calendario Romano, con decisión motivada, se ha restablecido la antigua denominación —Anunciación del Señor—, pero la celebración era y es una fiesta conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se hace "hijo de María" (Mc 6, 3), de la Virgen que se convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo, el Oriente y el Occidente, en las inagotables riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad como memoria del "fiat" salvador del Verbo encarnado, que entrando en el mundo dijo: "He aquí que vengo (...) para cumplir, oh Dios, tu voluntad" (cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del principio de la redención y de la indisoluble y esponsal unión de la naturaleza divina con la humana en la única persona del Verbo. Por otra parte, con relación a María, como fiesta de la nueva Eva, virgen fiel y obediente, que con su "fiat" generoso (cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como memoria de un momento culminante del diálogo de salvación entre Dios y el hombre, y conmemoración del libre consentimiento de la Virgen y de su concurso al plan de la redención.
La solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y ala humanidad la imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hechos hermanos teniendo "en común con ellos la carne y la sangre" (Hb 2, 14; cf. Gal 4, 4). La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre. Cuatro solemnidades, pues, que puntualizan con el máximo grado litúrgico las principales verdades dogmáticas que se refieren a la humilde Sierva del Señor.

Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como las fiestas de la Natividad de María (8 setiembre), "esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación" (19); de la Visitación (31 mayo), en la que la Liturgia recuerda a la "Santísima Virgen... que lleva en su seno al Hijo" (20), que se acerca a Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y proclamar la misericordia de Dios Salvador (21); o también la memoria de la Virgen Dolorosa (15 setiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo "exaltado en la Cruz a la Madre que comparte su dolor" (22).
También la fiesta del 2 de febrero, a la que se ha restituido la denominación de la Presentación del Señor, debe ser considerada para poder asimilar plenamente su amplísimo contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de la salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente unida como Madre del Siervo doliente de Yahvé, como ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente probado en la fe y en la esperanza del sufrimiento y por la persecución (cf. Lc 2, 21-35).

Por más que el Calendario Romano restaurado pone de relieve sobre todo las celebraciones mencionadas más arriba, incluye no obstante otro tipo de memorias o fiestas vinculadas a motivo de culto local, pero que han adquirido un interés más amplio (11 febrero: la Virgen de Lourdes; 5 agosto: la dedicación de la Basílica de Santa María); a otras celebradas originariamente en determinadas familias religiosas, pero que hoy, por la difusión alcanzada, pueden considerarse verdaderamente eclesiales (16 julio: la Virgen del Carmen; 7 octubre: la Virgen del Rosario); y algunas más que, prescindiendo del aspecto apócrifo, proponen contenidos de alto valor ejemplar, continuando venerables tradiciones, enraizadas sobre todo en Oriente (21 noviembre: la Presentación de la Virgen María); o manifiestan orientaciones que brotan de la piedad contemporánea (sábado del segundo domingo después de Pentecostés: el Inmaculado Corazón de María).


Ni debe olvidarse que el Calendario Romano General no registra todas las celebraciones de contenido mariano: pues corresponde a los Calendarios particulares recoger, con fidelidad a las normas litúrgicas pero también con adhesión de corazón, las fiestas marianas propias de las distintas Iglesias locales. Y nos falta mencionar la posibilidad de una frecuente conmemoración litúrgica mariana con el recurso a la Memoria de Santa María "in Sabbato": memoria antigua y discreta, que la flexibilidad del actual Calendario y la multiplicidad de los formularios del Misal hacen extraordinariamente fácil y variada.

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA MARIALIS CULTUS DE SU SANTIDAD PABLO VI (2-9)

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